La Moncloa aguarda impaciente a Pedro Picapiedra y Pablo Mármol

Pedro y Pablo, de Los Picapiedra.
Pedro y Pablo, de Los Picapiedra.

Tras cuatro años soportando a los Simpson de Homer Rajoy, las “cajas tontas” se disponen a alegrarnos la vida con las aventuras de los Flintstones. Nos hemos aficionado a los dibujos animados, chico.

La Moncloa aguarda impaciente a Pedro Picapiedra y Pablo Mármol

Ha vuelto Rajoy, madre, a donde solía. Al tute subastado, al estrangulamiento del seis doble, a la partidita de cartas genuinamente galaica que se expande simultáneamente por las tardes a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales de mi tierra, en la que, los que pueden perder, a base retranca, con cara de ¡depeeende!, se los ponen siempre de corbata a los que pueden ganar. Ha vuelto a la política, de donde nunca debió haber salido, y ha empezado a organizar su fuga de Alcatraz de La Moncloa, donde nunca debió haber entrado. Porque, Mariano, ahí donde los veis, sólo, fané y descangallado, era un killer de la política, un alumno aventajado de Pío Cabanillas, un gallego de mucho cuidado que cometió el error, ¡qué inmenso error!, de dejar que Aznar experimentase con él la infalibilidad del Principio de Peter: todo hombre que hace bien su trabajo tiende a ascender hasta su máximo nivel de incompetencia.

El hombre que pudo ser el Alfonso Guerra de la derecha

Y, francamente, señores, Rajoy hacía muy bien su trabajo de alter ego en la sombra. Aglutinaba a la intransigente e impertinente militancia conservadora, coordinaba los servicios de fontanería de Génova y de Palacio, amansaba a las fieras nacionalistas que aullaban en Cataluña y Euskadi, se sacaba consensos de la manga, hipnotizaba a los díscolos cortesanos y administraba el pan y la sal que siempre reclaman los ávidos chicos de la prensa. Lejos de mi la funesta manía de establecer odiosas comparaciones, oye. Pero, hubo un tiempo que, por razones obvias no ha quedado granado en el disco duro de los ¿políticos? y los ¿periodistas? emergentes, je, perdona que dé la risa, en el que este señor era la versión amable y conservadora de aquel paradigma progresista e histriónico al que llamábamos Alfonso Guerra.

El PP ganó un mal presidente, pero perdió un buen político

La derecha española es tan zote, que prefirió aferrarse a un mal Presidente que conservar a un buen político. Todavía no ha descubierto que, para presidir un país, vale cualquiera, hombre. Mismamente, salvando las excepciones de Suárez y Felipe en circunstancias excepcionales (y valga aquí la elocuente redundancia), a sus funestos sucesores me remito: Aznar, Zapatero, Rajoy y todo eso que se nos ha venido encima en ciudades, en comunidades autónomas, probablemente en el Estado en los próximos meses, que por una parte yo qué sé, por otra qué quieres que te diga y por la de más allá que el Señor con coja confesados. Yo no sé si al lado de un gran hombre hay siempre una gran mujer y viceversa. Lo que si te digo es que al lado de un Presidente debe haber siempre un Abril Martorell, un Alfonso Guerra, un Mariano Rajoy, y no Pepe Blancos, Jorges Moragas, César Luenas, Monederos, Errejones, señores de esos que, con todos los respetos, no dan peores consejos a sus respectivos aspirantes a caudillos porque no entrenan.

De los Simpson a los Flintstones

Ahora que agoniza el Presidente Rajoy, resurge de sus cenizas el político que siempre ha llevado dentro, quizá en uno de sus últimos coletazos. A mis escasas luces, ha dejado a Pedro Sánchez desnudo frente al mundo, frente a los españoles, por mucho que al final pueda quedar investido, je, un palabro que, ahora mismo, la verdad, como fonéticamente sugiere, puede dejar al camicace aspirante socialdemócrata talmente en pelota picada.  

Lo cierto es que España estaba deseando deshacerse de un mal presidente, y con razón, pero nunca imaginó que pudiese acabar siendo gobernada por un Presidente peor. Es lo que tiene la maldita Ley de Murphi, oye; si algo puede salir mal, saldrá mal…De manera que éste país está a punto de dejar de ser un Springfield con su destino ligado a las torpezas de un tal Homer Simpson instalado en La Moncloa, para pasar a ser Piedradura (alias Brerock) a merced de rocambolescas peripecias de un tal Pedro Picapiedra y un tal Pablo Mármol.

Esto, o sea, España, es que últimamente se ha aficionado a los dibujos animados.

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