Mirando a Venezuela, el ojo izquierdo es igual de miope que el derecho

escopeta, bolas de goma
Cañón bolivariano de confettis, según los apologistas de Maduro.

El autor vivió en Caracas cuatro años, todos con Chávez. En este artículo se pregunta sobre un mito ideológico: ¿duelen menos las porras bolivarianas que las de los antidisturbios?

Mirando a Venezuela, el ojo izquierdo es igual de miope que el derecho

Llegué a Caracas el 28 de octubre de 1998, cuarenta días antes de que Hugo Chávez, ex golpista convicto, ganara sus primeras elecciones. Lo primero que me llamó la atención fue que la campaña se la estuviera llevando Venevisión, el canal del plutócrata Gustavos Cisneros, preciado amigo del hoy millonario Felipe González. Allá me explicaron que el futuro caudillo Chávez representaba no solo a los pobres del país, sino también a la clase media, harta de incompetencia y corrupción. ¿Les suena? La esperanza flotaba en el cálido y perfumado aire caraqueño.

Abandoné aquel pedazo de paraíso el 24 de junio de 2002, casi cuatro años después de mi llegada. En ese tiempo me hice cargo, como productor ejecutivo, de un programa renqueante, Atrévete a soñar, que luego se convirtió en un bombazo. Fui feliz durante tres magníficas y extenuantes temporadas (íbamos de febrero a diciembre), pero también viví tragedias que se salían de mis quicios: las terribles inundaciones del 99, que cambiaron para siempre el perfil de la costa cercana a Caracas y que sepultaron municipios enteros bajo el lodo; o los tiros indiscriminados de pistoleros bolivarianos contra una manifestación pacífica en Caracas. Aún retengo en la boca la sequedad amarga que me acompañó en el trasiego de llamadas de aquel día, todas para confirmar que los compañeros que habían asistido a la marcha estaban bien.

Y, naturalmente, me comí el golpe de estado de abril de 2002. ¡Qué bonita oportunidad tuvo el presidente Aznar de hacer lo que el rey le gritó a Chávez años más tarde! Callarse. España fue la primera, de la mano de Bush, en lanzarse por el barranco del reconocimiento a un gobierno provisional a todas luces ilegítimo. Y allá fue el viejo imperio de la pica en Flandes, a cagarla internacionalmente porque Aznar no soportaba que González tuviera el sello de estadista y él solo fuera un presidente de gobierno.

Cuando volví a España, me granjee más de una antipatía por no responder con tópicos a dos preguntas. La primera, la de siempre: "Como en España en ningún sitio, ¿a qué no?". Respuesta: "Como en España en ningún sitio, como en Venezuela en ningún sitio y en todos sitios como en ningún sitio". Malas caras. La segunda era ésta: "El Chávez ese es un puto dictador, ¿no?". La respuesta tampoco entraba en parámetros: "Hugo Chávez es un presidente constitucional que, nos guste o no, ha ganado dos elecciones y dos referendos (y hablo sólo hasta 2002)". Malas caras otra vez. No me gustaba Chávez porque no me gustan los caudillos mesiánicos y porque tomó la costumbre de emitir cadenas presidenciales los martes, partiendo por la mitad la emisión del programa, que era en directo. Pero tampoco me gusta Rajoy y me lo tengo que calar. La mayoría es la mayoría y en esa liga jugamos.

Por otro lado, tampoco simpatizo con esa izquierda de brunch dominical, con suplemento de periódico de buen tono en la mesa y café de comercio justo manchadito con leche de soja, que tilda de "fascista" a toda la oposición venezolana y se atreve a justificar los desmanes de la Guardia Nacional de Maduro, presidente, yo no lo dudo, legítimo. Según eso, habría que encerrar a los insurgentes de Gamonal en El Plantío por rebelarse contra Rajoy y ver qué hacemos con ellos (y que parezca un accidente).

Conciudadanos, por favor, o coincidimos en que la ciudadanía puede tomar la calle en Caracas o en Madrid con el mismo derecho, o insultamos a la inteligencia de todos tachando de agentes de la CIA a los estudiantes venezolanos torturados y de mártires de una nueva era a las víctimas de las policías del Estado español. "¿Las torturas? ¡Manipulación, manipulación de la oligarquía venezolana!", gritan los solidarios de red social.

Una vez, trabajando en Palma, le pregunté a un compañero, simpatizante de ERC, si una porra con una senyera en el pomo sería un juguete de piscina y, en cambio, otra con un aguilucho un instrumento de represión. De la misma rabia se puso tan colorado que pensé que le iba a estallar la cabeza. Si yo le contara a un neozelandés –por ser antípoda– que un ertzaina de un lehendakari socialista le reventó la cabeza a un joven con una bala de goma; que los mossos d'esquadra de un president nacionalista dejaron tuerta a una ciudadana y mataron a un hombre en la calle de una paliza; o que los antidisturbios de un presidente conservador cargaron contra estudiantes valencianos armados con libros, igual me llama manipulador porque le costaría creerlo. Pero es verdad, y tan verdad, seguro, como las vejaciones y torturas bolivarianas. Hostias son hostias, en una democracia monárquica y en una revolucionaria. Punto y coma. Tortura es tortura en una y en otra. Punto y seguido. Y los gobiernos democráticos que amparan la agresión a ciudadanos descontentos escudándose en argumentos gemelos (la paz social, la legitimidad democrática, los antisistema…) son canallescos con independencia de su longitud y latitud. Punto y final.

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