El merkelismo de teflón muestra la senda: “Primero el país y luego el partido”

Olaf Scholz, Annalena Baerbock y Armin Laschet en un debate electoral. France24 (1)
Olaf Scholz, Annalena Baerbock y Armin Laschet en un debate electoral. / France24

El merkelismo se ha erigido en un estilo de hacer política de la excancillera Angela Merkel caracterizado por buscar los puntos en común más que las diferencias incluso con sus adversarios antagónicos.

El merkelismo de teflón muestra la senda: “Primero el país y luego el partido”

El merkelismo algún día se aprenderá en las escuelas de negocio y los cónclaves políticos de este país. Se trata de una nueva forma de hacer política a base de buscar el consenso y los puntos en común incluso con los mismos rivales ideológicamente de signos opuestos. “Primero el país y luego al partido” es su máxima.

Una corriente política practicada durante 16 años por la canciller alemana Angela Merkel que espera estoicamente su relevo tras decidir no presentarse a la reelección en las últimas elecciones generales, de alguna manera está enseñando el camino a España.

El merkelismo es la envidia de Europa y referencia en medio mundo porque trajo estabilidad y prosperidad durante casi las dos últimas décadas a Alemania inmunizando al país de las últimas crisis a diferencia de otros muchos países.

La política de pactos o merkelismo tuvo sus patinazos y errores de cálculo pero a grandes rasgos es la senda que podría emprender España para salir de tanto retraso ante la frustración permanente que sufrimos desde prácticamente tiempos de ZP.  A diferencia de Alemania, nunca es momento de aunar esfuerzos por el bien de España. Al contrario de Merkel fiel a una máxima prusiana: primero el país y luego el partido, en países indisciplinados como España justo rige el espíritu opuesto: primero el partido y luego si acaso el país. 
 

EL TEFLÓN, NO SE DEJA NUNCA PROVOCAR

El merkelismo se extiende al savoir vivre (Lebenseinstellung), su espíritu de vida, en el que fue rigurosa con la austeridad tanto en política como en su vida privada. De tradición luterana e hija del régimen comunista de la ex RDA, no le faltó humildad para, siendo feminista no practicante y defender la igualdad y derechos de la mujer,  gestionar con mano de acero  sin dejarse nunca provocar. Hubo un tiempo por eso que se decía en Alemania que Merkel estaba cubierta de Teflón, ese material sintético antiadherente.

Pese a algunos sonados desaires sufridos durante visitas de Estado (con Trump, Putin, Erdogan e incluso el mismo antecesor en la cancillería, Schröder) nunca perdió la compostura. El Merkelismo marcó también un modo de vestir singular sin la pomposidad de otras homólogas en primeros puestos del Estado o gobierno. Merkel llevó su ropero sin lujos y lejos de la moda, calzado sin apenas tacón y una buena retahíla de blazers o chaquetas de colorines para no distraer de su verdadero desempeño de la cosa pública. En más de una ocasión afirmó que si no gastaba más en vestuario, era porque ella estaba ahí “para servir al estado alemán y no para servirse de él”.

Nunca una cosa así, al menos hasta donde llega la memoria, se ha visto algo así en un político parlamentario español en democracia. Al contrario, es adquirir en España la condición de electo para estrujar al máximo las prerrogativas del cargo: chofer, escolta, despacho, secretarias, asesores, gastos de representación, viajes y dietas, séquito y ostentación del cargo público. La hija del pastor luterano hizo mella en su estilo, y en especial en crear el merkelismo. En España, el laico y aconfesional Sánchez, pero con el ADN católico, alardea todo lo que puede y su egocentrismo está en las antípodas de la aún canciller teutona.

Mientras Merkel alternaba dormir en la cancillería y en su pisito privado, Sánchez y los anteriores inquilinos no escatiman en gastos para reformar La Moncloa: los despachos, el decorado, el mobiliario, los jardines, el gimnasio y las canchas de deporte para hacerlo a gusto del nuevo presidente aunque estemos en medio de la crisis. Todo porque nuestro Premier tiene que estar inspirado a cargo de los contribuyentes a pesar que España se vaya a pique e invirtamos el apotegma de tradición católica: primero el partido y, luego si acaso, el país.

Por si no fuera poco, aquí, o sea a más de 2.000 km de distancia de Berlín,  tenemos toda una legión de políticos que aún con residencia en Madrid ha sido pasar a ser ministro para reclamar ciertos complementos salariales para costearse el alquiler por residencia desplazada. Porque para eso sirven al Estado, como debe pensar la ministra comunista de Trabajo, Yolanda Díaz, que parece comunista para lo que quiere pero no para renunciar a la mayor vivienda del Consejo de Ministros con casi 450 m2 a costa del erario. Y nos quejábamos del casoplón de Galapagar del tándem Iglesias/Montero. En comparación, parece más comunista la cristianodemócrata Merkel que muchos de los marxistas-estalinistas de pacotilla del gobierno Sánchez. 

Angela Merkel no hubiera tolerado tanta ostentación de sus ministros. Tampoco renuncia a ir personalmente a hacer la compra de la semana, pasear con mucha menos escolta que un simple conseller o secretario de estado en España. Cuando la capital era Bonn antes de la caída del muro de Berlín, era fácil ser testigo en el vagón del metro o del tranvía de altos cargos, diputados o incluso diplomáticos entre los pasajeros. 

Desplazarse en bicicleta junto al Rhin hasta la cancillería o Bundesrat (Cámara alta)  lejos de los coches oficiales formaba parte de lo “políticamente correcto”. Porque Merkel, como otros muchos políticos ya de la Alemania reunificada, como de otros países centroeuropeos y escandinavos, tal vez sin hacer  valer su credo evangelista, le marca el pragmatismo.


SIMILITUD CON EL PROTAGONISTA DE “EL TAMBOR DE HOJALATA”

Parece mentira que pese a tanta admiración germanófila en España (tanto en política como en el mundo de la publicidad), la  tradición católica sea el origen de muchos de nuestros males actuales y ahonde en las virtudes menos merkelianas: la opacidad, el secretismo, la poca transparencia, la ostentación hacia fuera y sobre todo la disputa permanente. 

El merkelismo le llevó a alcanzar grandes pactos de gobierno durante varios periodos electorales, porque ante todo había que reconstruir la reunificación (por un coste muy superior al Plan Marshall que recibió la Alemania derrotada de los aliados) y relanzar la construcción europea. Luego llegaron las crisis económicas y con ellas la austeridad, el empeño, el sacrificio, el compromiso y los rescates por la reiterada falta de rigor presupuestario en los países del sur. 

En pleno siglo XXI, el merkelismo ha impregnado la forma de hacer política no sólo en Alemania sino en la UE, para encarar los conflictos e  instituciones, con el empeño de dar con soluciones multilaterales a lo que Mitterrand y Kohl llamaron en su día “construcción de la casa común europea”.  Ese mismo multilateralismo es el nuevo signo de identidad adoptado por España en política exterior de forma más o menos reciente.

El merkelismo no es algo sub judice  a la vida de Alemania de los últimos 16 años, sino ha demostrado ser la receta de éxito de la primera potencia de Europa y una de las más respetadas del globo. En particular, por la ultranza defensa de la estabilidad política, institucional y democrática en los amplios sentidos.

La lujuria antimerkeliana que reina en países como el nuestro, la vanidad, egocentrismo e idolatría del jefe, contrasta con el sigilo, la fortaleza del grupo y la lucha por un bien común. El Merkelismo es motivo de envidia incluso cuando la selección alemana de fútbol compite porque saben que no se rinden hasta que el árbitro pita el final del partido.

Hay analistas que se preguntan cómo puede España contribuir a la construcción de Europa cuando se está autodestruyendo internamente y desmembrando territorial y políticamente por falta de una pequeña dosis de merkelismo. Confiar que la espiral de crisis se disuelva por sí sola en el tiempo es tan iluso como pensar que podemos respirar debajo del agua.

No hay que caer en la tentación de pensar que todo lo que hacen los teutones está siempre bien hecho. Ni mucho menos, pero se envidia ese espíritu colectivo, de superación calvinista, conciliador que se tiene o no se tiene frente a tanta confrontación en el individualismo apostólico. En nuestro hemisferio, los problemas se aparcan, las soluciones y remedios se procrastinan y las crisis no sólo se agravan  sino que se superponen con otras posteriores. Los jóvenes están sin trabajo, sin viviendas ni descendencia ni referencias morales y la culpa siempre son de los demás salvo los que gobiernan, o herencia del pasado, como el pecado original.

Nuestra inmadurez como país pasa factura y España se está degradando a marchas forzadas. Si algo tenemos en común con Alemania si acaso es con Oscar, el protagonista de “El tambor de hojalata” del Nobel de literatura Günter Grass, que nunca quería crecer y se escondía debajo de las faldas de su abuela. No se qué tiene el merkelismo pero debería ser asignatura obligatoria en la enseñanza española y hasta en los libros de recetas de cocina. Para cocinar el mejor guiso posible con lo que tengamos a disposición ¿Por eso somos un país que sin los mismos recursos no nos privamos de casi nada en la mesa? Maybe. Otro capricho no nos concedemos pero la hora de comer es “sagrada”, como buenos católicos.

Pero para salir de tanto retraso (mental, político, económico, cultural, científico y espiritual) mucha falta nos haría que la Sra. Merkel fijara su residencia en España una temporada para que nos imparta una clase magistral con el albornoz puesto si fuera preciso. Lo curioso del merkelismo es que el que parece ser su sucesor en el cargo, el socialdemócrata Scholz y hasta ahora vicecanciller, es de la misma escuela merkeliana siendo cuestión de tiempo que pacte sin traumas un tripartito de gobierno en Berlín.

Estaremos vigilantes en España al merkelismo, pero para echarnos en cara una vez más cualquier bagatela y malograr la salida de la crisis confiando que como siempre sea Europa quien sufrague nuestros platos rotos. A este paso, nuestro Oscar nunca dejará de hacer sonar el tambor de hojalata, olvidando que por alguna razón lejana a la era actual fuimos un día la primera potencia global donde nunca se ponía el sol. 

 

 

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