La mañana que debía estrechar la mano de Pinochet

Augusto Pinochet. / Página Siete
Augusto Pinochet. / Página Siete

Qué hacer si te invitan a una recepción en la que debes dar la mano a un dictador golpista. Negársela se consideraría, en el mundo de la diplomacia, un gesto inamistoso hacia el país que representa. Dársela es reconocerlo como mandatario legítimo y despreciar a sus víctimas.

La mañana que debía estrechar la mano de Pinochet

Estamos en Santiago de Chile en 1989, donde se celebra una reunión de presidentes de organizaciones patronales de Iberoamérica. Representa a la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) su presidente, José María Cuevas. Es una reunión que apoya el Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) con una intención muy clara. En España ya habíamos cumplido catorce años de democracia y siete de gobiernos del PSOE, mientras que algunas de las naciones hermanas, como Chile, donde todavía gobierna Pinochet, o Paraguay, donde hace pocos meses el general Andrés Rodríguez acaba de derrocar a Stroessner (aunque ha convocado elecciones), aún no han dejado atrás sus dictaduras. Otros países se liberaron de sus militares en tiempos más recientes, como Argentina, en 1983; Brasil y Uruguay, en 1985, o Guatemala, en 1986. Los sindicatos de clase han estado proscritos en todos ellos. Se trataba entonces de aprovechar la cierta delantera que llevábamos en la construcción de relaciones entre patronal, sindicatos y gobierno y que el empresariado latinoamericano, aún más conservador que el ibérico -¡lo que ya es decir!-, escuchase a su pares españoles, les oyesen hablar de democracia, de diálogo social, de pactos salariales… y les sirviese para perder el miedo al movimiento sindical y para abandonar las posiciones más derechistas y reaccionarias.

El lugar de celebración del encuentro está bien elegido: Pinochet acaba de perder el referéndum con el que pretendía obtener un respaldo popular suficiente como para mantenerse en el poder. No se esperaba la derrota. La soberbia de los poderosos les juega malas pasadas. Así que, faltan pocos meses para que se celebren las elecciones que ganará Patricio Ailwin con la Concertación de Partidos para la Democracia. Pero Pinochet, aunque sus días como presidente de Chile estén contados, todavía está al mando, no lo olvidemos. Además, a partir del próximo año, 1990, se mantendrá como Jefe de las Fuerzas Armadas por ocho años más. Así, un segundo valor añadido del Encuentro era, específicamente, que el empresariado chileno intercambiara pareceres y puntos de vista con sus colegas de otros países iberoamericanos que ya habían hecho el tránsito a la democracia. Primer mensaje para los empresarios de Chile: el mundo no se acaba aunque Pinochet abandone el Palacio de la Moneda. Déjenlo ir.

La intervención más esperada, además de la de José María Cuevas, es la del presidente de la patronal chilena, Fernando Agüero Garcés, un hombre muy cercano al dictador, quien preside la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA). Pronuncia palabras muy meditadas, muy escogidas y bien alumbradas por dos velas, una puesta a dios y otra al diablo: “Nuestro presidente ya hizo todo lo que debía hacerse. No le podemos pedir más. Nos deja un país en orden, en paz social, con una economía envidiable y unas bases bien asentadas para que lo siga siendo en el futuro. Sólo nos queda agradecerle; agradecerle y desearle un descanso bien merecido después de su gran trabajo en la más alta magistratura de la nación” (no es un cita literal, pero respeta el sentido de aquella inteligente intervención). El mensaje es claro: “Pinochet, ni se te ocurra quedarte después de perder el referéndum. Ahora te tienes que ir o aquí se lía una buena, pero los empresarios chilenos te agradecemos y valoramos todo lo que has hecho por nosotros”.

En la última sesión de la tarde, Fernando Agüero anuncia con solemnidad que Augusto Pinochet ofrece una recepción a los participantes en la Cumbre empresarial a la mañana siguiente. La cercanía de Agüero con el General había propiciado ese recibimiento. Se celebrará en el Palacio de la Moneda, la casa presidencial en la que había muerto Salvador Allende durante el golpe de Estado que había dirigido el mismo Pinochet diecisiete años antes, poco después de haber sido nombrado Comandante en Jefe del Ejército chileno por el propio Allende.

En cuanto calibré lo que significaba una invitación de Pinochet, comenzó mi dilema, un calvario que duraría hasta altas horas de la madrugada, en las que no pude conciliar el sueño. ¿Qué debía hacer? ¿Cumplir con mi institución y saludar al dictador sanguinario, reconociéndolo como presidente, o declinar la invitación, en un gesto simbólico, por íntimo que fuese, de desprecio y rebeldía hacia aquel enemigo del pueblo chileno? Pero antes de seguir tendré que explicar que hacía un tipo como yo en una reunión como aquella. Muy sencillo, puesto que la Cooperación Española financiaba en parte el Encuentro y ni el presidente ni el director general del Instituto de Cooperación Iberoamericana habían podido desplazarse hasta Santiago, aterrizó en mi persona la obligación a representar a la institución en aquel evento a pesar de que, en el mundo de la cooperación al desarrollo, siempre me he sentido más cercano y cómodo con la Administración pública y con actores como las organizaciones no gubernamentales o la universidad. Pero allí estaba quien les cuenta esto, al pie del cañón, con una intervención en la que explicaba el trabajo que el ICI llevaba a cabo en la región.

El dilema no era sencillo: por un lado, puesto que acudía a Chile como representante del Instituto de Cooperación Iberoamericana, patrocinador del encuentro, mi obligación, de acuerdo a los usos diplomáticos, era asistir a la recepción que ofrecía el presidente chileno, por muy dictador que fuese y por poco que me agradase. Saltarme el protocolo se tomaría como un gesto poco amistoso, no sólo hacia Pinochet -lo que me traería sin cuidado- sino hacia el país anfitrión. Pero, por otro lado, todo mi ser se rebelaba ante la idea de estrechar la mano a aquel abominable personaje y no había manera de convencerme a mí mismo de que debía hacerlo. Pinochet era un desalmado que había traicionado al presidente legítimo del país con su golpe de estado; que había segado la vida de miles de ciudadanos y hecho desaparecer a un número indeterminado de compatriotas; que había torturado, que había organizado la Operación Cóndor, aquella que acababa con la vida de los opositores a las dictaduras de cualquier país del Cono Sur con el sencillo procedimiento de arrojarlos desde un avión al Río de la Plata o al mar. Mi mano se negaba a estrechar la de aquel sanguinario general y yo -pensaba en aquella oscura noche- preferiría que me la cortasen antes de ofrecérsela a quien había ordenado cercenar las suyas a Víctor Jara. El sueño, ausente, estrujado entre dos obligaciones enfrentadas.

La cabeza me daba vueltas y los pensamientos eran cada vez más espesos, hasta que de repente recordé a otro chileno, Roberto Pizarro, un gran profesional con quien había coincidido años antes en Managua. Roberto había sido profesor de Economía en la Universidad chilena y tuvo que exiliarse a Argentina después del golpe. Allí lo detuvieron los milicos argentinos con la Operación Cóndor y se salvó de milagro de que lo arrojaran al mar. Después se exilió de nuevo, esta vez a Inglaterra, donde realizó estudios de postgrado, y comenzó a trabajar como consultor de un organismo de Naciones Unidas. Pizarro era, y es, una mente brillante y un ser con gran sentido del humor. Me acordé entonces de que, cuando a Roberto, una vez cada tres o cuatro meses, se le antojaba un día extra de descanso, aducía jaquecas horribles y se quedaba en su casa tan campante. “El Dr. Pizarro se encuentra afectado y no podrá venir a trabajar”, informaba apenada Cecilia, su despierta secretaria.

Se hizo la luz. Llamé temprano al protocolo chileno y expliqué mi indisposición. También informé a la Embajada y a la delegación española: “Me he despertado con una jaqueca espantosa y no podré asistir a la recepción”. No era del todo mentira. Satisfecho, dormí de un tirón toda la mañana.

En cuanto al gran empresariado chileno, no le ha ido nada mal. En democracia, hizo negocios como nunca y obtuvo ganancias espectaculares. La revista Forbes recoge el nombre de diez chilenos que cuentan con un patrimonio superior a los mil millones de dólares -entre ellos el actual presidente, Sebastián Piñera, con una fortuna calculada en 2,8 mil millones-. No deja de ser curioso pensar que si Chile es uno de los países más desiguales de América Latina, España lo es entre los europeos. ¿Tendrán algo que ver en esos éxitos empresariales los intercambios de experiencias entre las patronales? No es imposible aunque, si hay que elegir un responsable, pensaría en primer lugar en la pasividad de los gobiernos que ambos países hemos tenido. El mercado, dejado a su libre albedrío, produce concentración de la riqueza, como ha demostrado el sobresaliente economista francés Thomas Piketty -y como tantos sospechábamos-. Si el sector público, los gobiernos, no hacen lo suficiente para reducir las desigualdades, nos encontraremos con la situación que vivimos tanto en Chile como en España. Y esto es lo que hay, no les quepa duda, con independencia de lo que se cuenten los patronos en las cumbres empresariales. Aunque, ojalá que cada vez hablen más de sus responsabilidades para construir un mundo más equitativo y sostenible. @mundiario

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