La estrategia de convertir al que disiente en enemigo divide a la Argentina entre K y anti-K

la presidenta Cristina Fernandez de Kirchner.
La presidenta evita las preguntas de la prensa y se comunica con los ciudadanos a través de discursos. La batalla por la controvertida Ley de Medios contribuye a la política del “conmigo o contra mí”.
La estrategia de convertir al que disiente en enemigo divide a la Argentina entre K y anti-K

CFK bunker, presidential primary

Cristina Kirchner, presidenta de ArgentinaCaitlin Margaret (Cate) Kelly via Compfight

Hay argentinos que dicen que tienen el hábito de la crisis tan asumido y tan bien aceitado que cada diez años, más o menos, sufren una nueva. En esa frase se esconde una cierta resignación, pero también guarda mucho de agorera, de gente que vive esperando, o temiendo, que llegue la siguiente. Desde el crack de 2001 y hasta 2011, la economía del país creció con fuerza y eso es evidente. También lo son otros cambios.

Un grupo de amigos con mucho calendario en común se reúne en una mesa para hacerle los honores a un asado. Es una imagen tópica, que por suerte se repite con frecuencia. Pero ahora, a poco que la mesa sea de composición un tanto heterogénea, hay quien prefiere obviar determinados temas de conversación. Para evitar las trincheras. Desde hace unos años cada vez es más difícil que florezcan argumentos cuando la charla se desliza hacia la política. Las posiciones se han ido polarizando. A los que critican al Gobierno de Cristina Kirchner les cuesta mucho reconocer logros, o cuando lo hacen van acompañados de un “sí, pero…”; los que defienden “el modelo” suelen hacerlo en bloque, sin detenerse a matizar que tal vez haya cometido errores, o admitiendo alguno que convierten en casi insignificante aplicando el principio del vaso medio lleno.

Es un reflejo del país que día tras día muestran los políticos y los medios de comunicación. Casi todo se divide en K o anti-K, como si no fueran posibles otras opciones. La presidenta huye de las ruedas de prensa como si le pudieran contagiar la malaria. Cristina Fernández prefiere los mensajes en cadena nacional, ante un público afín y en ocasiones hasta entregado con unos cuantos “aplaudidores” de los jóvenes kirchneristas de la Cámpora que a veces realzan los momentos más intensos con cánticos. El año pasado tuvo 22 intervenciones en cadena nacional. Son discursos con frecuencia largos, en los que es habitual que se salga del tema principal para amonestar a los críticos, o para abroncarlos directamente. La bestia negra es el Grupo Clarín, pero cuando la presidenta se pone a repartir también les toca a otros: a los opositores como Mauricio Macri, jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, a Daniel Scioli, gobernador bonaerense que pasó por el menemismo, el duhaldismo y el kirchnerismo, a periodistas, empresarios… Cristina Kirchner habla, lanza las diatribas que considera oportunas, recibe los aplausos y se va. Sin preguntas, claro.

Ocurre que este modelo de comunicación tiene sus efectos perversos: la presidenta pierde audiencia, sobre todo entre la clase media que, en parte, también le ha ido retirando su apoyo. Las encuestas revelan que cuanto más uso hace de la cadena nacional, y durante el tiempo que duran sus monólogos, aumentan los espectadores de los canales de televisión por cable, que no los emiten. En lo que llevamos de 2013, Cristina Kirchner ha echado mano de este mecanismo una sola vez. Comparte la alergia a las preguntas de los periodistas con otros políticos, como Mariano Rajoy, que aún así se prodiga más. Una muestra es la bochornosa imagen de Rajoy hablando del caso Bárcenas a través de la pantalla de un televisor. Sin preguntas, claro. La memoria es frágil y a algunos gobernantes se les olvida con demasiada frecuencia que los periodistas son los intermediarios entre ellos y los ciudadanos, que tienen el derecho de pedirles cuentas a aquellos a los que pagan el sueldo.

El Gobierno y el Grupo Clarín

La confrontación abierta entre el Gobierno y el Grupo Clarín con la batalla judicial por la controvertida Ley de Medios contribuye, y mucho, a ese clima de crispación bipolar. Y ninguna de las partes es inocente. Aunque ahora parezca muy lejano, hubo un tiempo en que Clarín era un fiel aliado del kirchnerismo. Aquello terminó cuando Clarín tomó posición contra el Ejecutivo en la llamada “guerra del campo”. Y como no hay peor traición que la de un amigo, después pudimos ver imágenes tan inusuales como las del inefable secretario de Comercio, Guillermo Moreno, llevando unos guantes de boxeo a una asamblea de accionistas de Papel Prensa -propiedad de Clarín, el Estado y La Nación-, y la campaña “Clarín miente”, con globos incluso en el Congreso, reparto de alfajores y hasta de calcetines con esa leyenda en el viaje de una delegación oficial argentina a Angola.

Por supuesto, Clarín responde desde sus páginas y desde los otros medios del grupo, con titulares a veces tan sesgados y desafortunados que podrían ponerse de ejemplo en las facultades de Periodismo. Pero el Gobierno también tiene sus medios afines que se apuntan con entusiasmo a esa guerra. El ejemplo más claro es Canal 7, la televisión pública argentina, y su programa 678. Decir que su línea editorial es contraria al Grupo Clarín y partidaria del Ejecutivo es un eufemismo: disparan con artillería pesada y de muy grueso calibre. Los defensores de esa forma de hacer oposición a un grupo mediático crítico aseguran que es necesario el “periodismo militante” para hacer frente a las mentiras de Clarín. Y les parece normal hablar de “periodismo militante”: no de militar en ese oficio de contar las cosas que pasan con la mayor honestidad posible, ojo, sino de hacer periodismo desde la militancia en una opción política, que es tan distinto que resulta abiertamente contradictorio. Creen lógico utilizar Canal 7 para luchar contra Clarín, y hacerlo de esa forma. Pero no lo es. Clarín es un grupo privado con una línea editorial definida y sí, opuesta al Gobierno, de la que habrá de responder antes sus accionistas y, sobre todo, ante sus lectores, oyentes y espectadores. Canal 7 es la televisión pública. Y como es pública la pagan todos los argentinos, los K y los anti-K, los que votaron a Cristina Fernández y los que votaron a la oposición y los que no votaron. Suele ocurrir que cuando un partido está en la oposición quiere que la televisión pública se ajuste al prestigioso modelo de la BBC, pero cuando llegan al gobierno prefieren dejar esos cambios para otro momento: es muy tentador tener a su disposición un medio tan poderoso y con la capacidad de llegar a  tanta gente. Pero entre lo que en España se entiende por televisión pública y 678 hay bastante diferencia: a Alfredo Urdaci, el director de informativos de TVE de los tiempos de Aznar, le darían envidia las cosas que se pueden hacer en 678 sin que se monte un escándalo.

Y mientras, el Gobierno interpreta como ataque feroz cualquier crítica, y eso lleva a situaciones absurdas como la que hace poco protagonizó el actor Ricardo Darín. Tuvo la osadía de decir en una entrevista que alguien debería dar explicaciones sobre el crecimiento del patrimonio de las personas que ocupan cargos públicos y también de los Kirchner. En un clima más tranquilo, ese comentario no tendría mayor alcance. Pero lo tuvo. A través de Facebook, Cristina Fernández le contestó con una larga carta, a ratos con tono de fan ante su actor preferido, a veces con tono de regañina y aprovechando para deslizar un antiguo proceso contra Darín por comprar ilegalmente un coche de importación, del que fue absuelto en su momento. La desproporción es tremenda: esa respuesta de toda una presidenta de la República a un actor no resiste el menor análisis. Sucede que, como a muchos otros mandatarios, a Cristina Fernández no le gustan las críticas ni los críticos. Ricardo Darín nunca se ha situado del lado de la oposición, pero tampoco se ha alineado de forma incondicional con el Gobierno. En aquellos días, muy pocos compañeros de profesión de Darín dieron la cara para apoyarle. Porque en la Argentina, además de K o anti-K también se puede ser “tibio”, pero está mal visto. Y la presidenta colocó al actor en el lado del enemigo.

Hugo Moyano, antes aliado y ahora opositor

El cacerolazo del 8 de noviembre y la huelga general del 20 de noviembre convocada por Hugo Moyano (antes aliado, ahora opositor) son muestras del aumento de la conflictividad social. También los escraches, esas broncas públicas como la que sufrió Axel Kicillof cuando estaba con su familia, y fue increpado por pasajeros del Buquebús que lo traía de vuelta de Uruguay. Con el horizonte de las elecciones legislativas de octubre, será interesante comprobar cuál es la estrategia de Cristina Fernández en los próximos meses. Probablemente redoblará la apuesta y aumentará de nuevo el uso de la cadena nacional y la aspereza hacia los que la critican o no la apoyan. Una opción que le permitirá mantener prietas sus filas, pero que no le hará recuperar votos que ha perdido, sobre todo entre la clase media. A su favor tiene a la oposición, que parece tan perdida y tan desorientada y tan incapaz de articular una alternativa sólida, que los enemigos más peligrosos  para Cristina Fernández están en sus propias filas: Daniel Scioli y Sergio Massa. El gobernador de la provincia de Buenos Aires y el intendente (alcalde) de Tigre y ex jefe de gabinete del Gobierno se han ido apartando del oficialismo en los últimos tiempos. No han aclarado todavía si piensan plantar batalla electoral fuera del kirchnerismo, pero su popularidad y su buena imagen les dan posibilidades de atraer a electores de la clase media. Y el oficialismo necesita esos votos para lograr buenos resultados en las legislativas si pretende reformar la Constitución para que Cristina Fernández pueda presentarse de nuevo como candidata a la presidencia.

Los asesores de comunicación del kirchnerismo deberían darse cuenta de que la retórica del amor/odio es un error. Eso de “el amor derrota al odio” o “necesitamos más amor y menos odio” está bien para una telenovela de la tarde con rubias recauchutadas y galanes con nombres compuestos, pero no para hacer política en serio. De verdad que no.

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