Los insultos distintivos circulan demasiado en política

Pablo Casado en la tribuna del Congreso. / Congreso
Pablo Casado en la tribuna del Congreso. / Congreso

La palabra “aquelarre”, asociada a brujería, expresa anhelos segregadores, desleales con la CE78.

Los insultos distintivos circulan demasiado en política

Si uno no quiere, no ve nada, deja que todo siga igual, pero no por ello cambia “la realidad” en lo que tenga de problemático o desasosegante para nuestras vidas. En tales casos, salvo que se quiera partir de que nada es cognoscible ni merece la pena conocerse nada, solo cabe preguntarse qué sea “la realidad”, si algo que está más acá de nuestros sueños –que se sueña a sí misma, como dijo Pedro Salinas-, o si es un conjunto observable, analizable e interpretable para saber a qué atenernos ante  algo que nos afecta queramos o no.

Capital cultural

Cómo no nacemos con la predeterminación de saberlo todo, y nos vamos haciendo poco a poco con un “capital cultural” del que vivimos, qué sea realmente “la realidad” tiene mucho que ver con cómo nos hayan educado. Y claro que no todos tenemos el mismo capital cultural, porque no todos hemos tenido la misma suerte a la hora de nacer. Sin embargo, hay partidarios de que prosiga  la desigualdad de partida en los sistemas que hayamos dispuesto para educar a las generaciones nuevas; no es raro, por tanto, que a quienes hayan sido educados selectivamente en la distinción, no les guste lo que no coincide con los sueños en que les hayan educado. Ha de decirse, además, que, por pura lógica, no son pocos; casi todas las generaciones anteriores a 1984 -en que empezó a normalizarse que no tenía sentido que la mitad de la humanidad fuera educada aparte de la otra media-, en todos los colegios e institutos, escuelas y demás centros educativos españoles se educaba la diferencia. Hacia esa fecha, en la etapa de Maravall en el Ministerio de Educación, se normalizó la coexistencia de chicos y chicas en las mismas aulas. Desde la Ley de Enseñanza Media de 1938 en adelante, todas y todos los que alcanzaron a tener plaza escolar –no se olvide que hasta casi el año 90, no se alcanzó a tener escolarizado a todo el alumnado inferior a los 14 años-, habíamos sido educados mirándonos como extraños; ellas con sus labores domésticas, y ellos en  su fervor masculinizante, mientras el cura de Religión alimentaba una versión patriarcal de hombres y mujeres. No se olvide tampoco que todavía en 2013, la LOMCE ha vuelto a propugnar estas distinciones, que todavía colean en colegios partidarios de que no se mezclen niños y niñas.

Es decir, que  los tabúes inconfesos de muchas generaciones atrás están orgullosas de la supuesta naturalidad de que sigan reproduciéndose estas cosas, como muy expresivas de “la realidad”. No debiéramos, pues, extrañarnos demasiado de que haya españoles y españolas empeñados en demostrar, de modo oportuno e inoportuno, su extrañeza de ver mujeres dispuestas a ejercer los derechos igualitarios que la CE78 les ha reconocido y que leyes posteriores –de rango orgánico algunas- han vuelto a reiterar, concretar y ampliar. Esa independencia en la igualdad les parece demasiado, y les gustaría retroceder a cómo habían sido estas cosas antes, cuando ellas hacían canastillas para justificar el “servicio social”, o cuando antes de 1931 –y recuperado en 1976- ni votaban, porque lo que estaba establecido era que debían ser sumisas, obedientes y menores de edad sempiternas, pendientes de la casa y el marido. En el siglo IV a. C., Aristófanes ya dejó escrito en La Asamblea de las mujeres cómo las veía a ellas mejor preparadas para participar en política y administrar los bienes comunes de todos. Tal vez por ese temor, los más pagados de sí mismos, acomplejados respecto a la supuesta superioridad en que les hayan educado, aprovechen cualquier circunstancia que les depare “su realidad mental” para volver, volver y –como el tango triste- seguir volviendo a como siempre debían seguir siendo estas cosas.

Aquelarre

Este es el “aquelarre mental y cultural” resultante de las estrategias educativas que, después de la LOECE de 1980, han seguido favoreciendo los “idearios” privados y que ahí siguen, en nombre de la “libertad de elección de centro” como lo más “natural”, refrendado por textos  ancestrales descontextualizados para que todo confesionalismo les dé más razón. Sería deseable que quienes pregonan el “PIN parental” y similares maneras de educar en la distinción, en caso de que quieran proteger a sus hijas e hijos de todos los conspiradores del mal, les lean por las noches las historias sobre el trato que la Inquisición daba a las que llamaban “brujas”. En el siglo XVII, procesos como el de Zugarramundi tuvieron mucha presencia política y cultural; tanta que el posible inventor del traslado del significado de “aquelarre” como tierra de cultivo, a reunión satánica –de brujas y brujos-, alcanzó a tener éxito con el deslizamiento semántico; tanto que todavía suena mal cuando políticos de ahora mismo usan esta palabra para hablar de mujeres que deciden actuar conjuntamente en la esfera pública.

La connotación que quieren trasladar a nuestro subconsciente es la de “brujas” en su sentido más peyorativo. Antes de meternos en ese jardín –en que ansían meternos- protéjanse leyendo Las brujas de Salem, que Arthur Miller estrenó en 1953, en pleno macartismo americano. Aprovechando la analogía de unos juicios que, contra unas supuestas brujas, habían tenido lugar en Massachusetts en 1692,  Miller advertía a los espectadores de su obra teatral sobre los riesgos del extremismo, los falsos testimonios y la intromisión desleal en las libertades individuales, las que si se suprimen arruinan la vida de la gente.

La “realidad”

Los ciudadanos tenemos derecho a saber qué opinan nuestros políticos sobre la “realidad”, y por mucho éxito twitero que les puedan deparar disparatadas alusiones a reuniones como la que estos días ha hecho que alguno mentando la palabra “aquelarre”, no tienen derecho a confundirnos. Si no saben qué “realidad” conviene a la mayoría de los españoles y españolas o tienen lapsus fuertes como este, mejor sería que se callaran: empiezan por destrozar la semántica, siguen con la sintaxis y acabamos todos hechos un lío. Si han estudiado en colegios tan selectos como dicen, prueben a hablar razonablemente y, en vez de dar voces resentidas, intercambien ideas, análisis y soluciones sobre la dura “realidad”. Si no nos toman por ignorantes, verán que todos ganamos en convivencia. @mundiario

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