La herencia de Cristina Cifuentes

Cristina Cifuentes.
Cristina Cifuentes.

La vanidad de cargos electos con licenciaturas inexistentes o títulos vacuos de contenido, suele corresponder a personajes con escaso bagaje profesional fuera de la política. La Conferencia de Rectores perdió una ocasión excepcional para imponer un mínimo de ética y credibilidad.

La herencia de Cristina Cifuentes

Tendremos una deuda de gratitud con Cristina Cifuentes. Gracias a su contumacia ocultando la verdad, se ha destapado un extraordinario mercadillo de titulaciones universitarias, al que han acudido políticos, amigos, policías y lo que iremos sabiendo. Titulaciones a la carta, exenciones y convalidaciones generosas, reclamos atractivos: “un master por 80 folios y unos pocos euros” podría ser el resumen. Donde hay demanda, hay oferta y así la Universidad creó la institución autónoma en la que un virrey organizaba el negocio y al tiempo barría “pro domo sua”, colocando a su pareja, valiéndose de su ascendiente sobre sus subordinadas y gozando del manto de silencio del corporativismo.

La Conferencia de Rectores de las Universidades españolas, que se autotitulan “Excelentísimos y Magníficos”, perdió una ocasión excepcional para imponer un mínimo de ética y credibilidad. Cerró filas en el más rancio corporativismo y endosó a la Justicia la resolución del entuerto en el que ha sido cómplice por omisión. Sin duda temieron tan doctas autoridades que una denuncia seria abriese la caja de Pandora de los títulos carentes de rigor, sima a la que no sólo se ha asomado la Universidad madrileña “Rey Juan Carlos”.

Abierto el filón informativo se ha iniciado la caza del político, a la que se han entregado distintos medios, cada uno dedicado a un determinado partido político de acuerdo con su línea editorial. Gracias a esa enconada contienda, se ha comprobado la inmarcesible vanidad de muchos cargos electos: licenciaturas inexistentes, títulos tan rimbombantes como vacuos de contenido, verdades a medias…Suelen corresponder a personajes con escaso bagaje profesional fuera de la política, que antes de reconocer sus limitaciones, como las han tenido muchos políticos a los que la historia honra por sus méritos y no por sus títulos, han preferido revestir su inseguridad con falsos oropeles académicos. En paralelo se descubre la absoluta falta de control de las organizaciones políticas y también de las Cámaras legislativas, sobre las declaraciones y curricula de sus miembros.

Esta feria de las vanidades tiene su origen en dos hechos distintos. De un lado la proliferación de titulaciones académicas bajo demanda, iniciada con el desembarco de universidades extranjeras que ofrecían el prestigio de su título en condiciones muy ventajosas, modelo rápidamente imitado por las Universidades autóctonas. Se trata, no hay por qué ocultarlo, de un modelo de negocio antes que académico, donde lo único censurable es que no se haga con rigor.

De otro lado, la cultura de la impunidad en la que nos desenvolvemos con soltura, desde la economía sumergida a los pelotazos urbanísticos, donde soslayar las normas de cualquier rango sigue siendo bien visto. Herencias de una sociedad premoderna que todavía cuestiona el imperio de la ley, única forma de establecer la igualdad.

Ahora la Justicia aparece como paladín de la ética pero es más probable que sea el velo del tiempo que al dilatar la respuesta, diluya y a la postre exonere muchas conductas impropias. El mal gobierno universitario no lo resolverá un tribunal pues para algo la Constitución, artículo 27.10, reconoce la autonomía de esa institución. Ni la fatuidad de algunos dirigentes tendrá remedio si el cuerpo electoral no considera inaceptables esas conductas. Aquí se tropieza con un escollo insalvable: si bien la selección de cargos públicos se realiza básicamente por la facción dominante en cada momento en su partido político, la ley electoral al imponer listas cerradas y bloqueadas, impide que los electores puedan establecer diferencias entre las personas que componen las listas. Es un sistema criticable, como todos los demás conocidos, pero ha funcionado durante cuarenta años y nadie parece interesado en cambiarlo. Las experiencias de otros países aconsejan gran cautela sobre los posibles efectos de las reformas electorales.

Sufrimos una degradación de la ética pública. Sólo la opinión pública puede corregirla. Desgraciadamente no parece que exista hoy una corriente de opinión mayoritaria que así lo demande. Más bien hay mucha impostura en la denuncia de quienes, pudiendo actuar sobre los suyos, se limitan a criticar a los de enfrente. @mundiario

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