¿Ha hecho Brasil un pacto faustiano al elegir a Jair Bolsonaro como su presidente?

Jair Bolsonaro, presidente electo de Brasil. RR SS.
Jair Bolsonaro, presidente electo de Brasil. / RR SS.

Bolsonaro es un reaccionario cabal que se enorgullece de serlo, pero es también un producto de la versión brasileña de la diabetes democrática latinoamericana. Es la manifestación plástica de la frustración ciudadana hacia un gobierno ineficaz y unas elites políticas desacreditadas.

¿Ha hecho Brasil un pacto faustiano al elegir a Jair Bolsonaro como su presidente?

Otro relámpago electoral cae sobre América Latina en 2018. La elección presidencial en Brasil trajo como resultado la victoria en segunda vuelta el pasado 28 de octubre del controvertido Jair Bolsonaro, quien obtuvo el 55% de los votos válidos y una ventaja de casi 10% sobre Fernando Haddad, correligionario de Lula da Silva. Ambos candidatos, por supuesto, fueron los más votados en la primera vuelta celebrada tres semanas antes, pero en ella Bolsonaro logró el 46% de los votos válidos y Haddad quedó rezagado por casi 20 puntos porcentuales. Forzado a aceptar el hecho de que ya no hay nada que hacer, Haddad le deseó suerte al ganador sin chistar. Pedro Sánchez extendió sus enhorabuenas, al igual que Donald Trump, Vladimir Putin, Xi Jinping, la Comisión Europea y otros muchos.

El triunfo de Bolsonaro era muy probable y, al menos por un momento, no fue necesariamente una certeza. Era muy probable porque la mayoría de los brasileños está convencida de que las cosas van mal en su país, está disgustada con la clase política y cree firmemente que un cambio profundo es imperativo. No era necesariamente una certeza porque muchos sondeos previos a la primera vuelta veían a Lula como el candidato que tenía más probabilidades de vencer a Bolsonaro en la segunda; de hecho, los correligionarios de Lula querían sacar el máximo de aquella situación interpelando a la justicia brasileña para que permitiera que el expresidente se presentara como candidato aun estando en prisión por corrupción. Sin embargo, dos hechos clave hicieron de la victoria de Bolsonaro una certeza, a fin de cuentas: la prohibición expresa y final de la justicia brasileña a una candidatura de Lula, la cual resultó en la entrada a escena de Haddad, y sobre todo el atentado que Bolsonaro sufrió en septiembre y le llevó al grado de mártir.

Sentando la pauta

Para poder apreciar aún más el grado exacto de contundencia de la victoria de Bolsonaro, es necesario poner a los seis comicios presidenciales celebrados este año en América Latina (Brasil, Colombia, Paraguay, Costa Rica, México y Venezuela) en perspectiva comparada. En primer lugar, Bolsonaro, Andrés Manuel López Obrador en México, Iván Duque en Colombia y Carlos Alvarado en Costa Rica ganaron por incuestionables mayorías (es decir, más del 51% de los votos), aunque existen obvias diferencias entre ellos. Más exactamente, el 55% que obtuvo Bolsonaro contrasta sutilmente con el 53% de López Obrador y Duque, es rotundamente superior al de Mario Abdo Benítez en Paraguay (48%) y Nicolás Maduro en Venezuela (31%) y es superado solamente por el 60% que logró Alvarado.

En segundo lugar, la elección presidencial brasileña fue la más concurrida de todas: solamente un 20% de los votantes se abstuvo de participar en la primera vuelta y otro 21% no votó en la segunda. Si ambas vueltas se juntasen en una sola, dado que en Paraguay, México y Venezuela no hay segunda vuelta, el porcentaje de abstención promediaría un 20%, lo que significa que un 80% de los votantes brasileños inscritos participó en esta elección. Esa cifra de participación es, por consiguiente, muchísimo mayor que el 63% que votó en México, el 61% que votó en Paraguay y el 46% que votó en Venezuela. De igual manera, el porcentaje en cuestión supera los promedios de 66% en Costa Rica y 53% en Colombia, dos países donde hubo segunda vuelta.

En resumen, la victoria de Bolsonaro es una de la más categóricas de este año de elecciones presidenciales latinoamericanas. Y es precisamente ahí, en la idea de un candidato controvertido electo tan decisivamente, donde se encuentran las implicancias más significativas y las posibilidades futuras más inquietantes para Brasil, pero también algunos aspectos que recuerdan temas harto conocidos dentro los últimos 40 años de democracia latinoamericana.

Evocando al siglo pasado

Bolsonaro ha sido descrito por varios medios de prensa como un Donald Trump del trópico en parte por las posiciones que tomó durante la campaña presidencial en contra de la clase política brasileña, para la cual lo ocurrido el pasado domingo tiene que ser la culminación de un prolongado crepúsculo de los dioses. En un país disgustado con los usos y costumbres de la política, el estribillo trumpiano de “drenar el pantano” caló muy hondo. Sin embargo, si prestamos atención, veremos que esa retórica anti-establishment no es nada nueva en América Latina.

La realidad es que candidatos populistas como Alberto Fujimori y Hugo Chávez recibieron el beneplácito de los votantes en 1990 y 1998, respectivamente, esgrimiendo el argumento de que no formaban parte de la putrefacta clase política de sus países y estaban dispuestos a darle una lección, un argumento convincente en una región donde la crisis de representación política ha alcanzado proporciones endémicas hace tiempo. En este aspecto, Bolsonaro se arropó con el mismo manto mesiánico del que Fujimori y Chávez sacaron partido (de hecho, el segundo nombre de Bolsonaro es Messias). La diferencia es que Bolsonaro no se presenta como populista, no quiere crear un nuevo sistema político como Chávez hizo y llevaba hasta este momento casi 30 años como diputado federal, lo que le hace más un veterano de la política que un outsider genuino.

Entre las propuestas que Bolsonaro ha dado señales de querer implementar se incluyen la privatización de empresas estatales, menos restricciones a la posesión individual de armas de fuego y una mano durísima contra el crimen organizado. El problema es que su partido, el Partido Social Liberal (PSL), no tendrá la mayoría en el bicameral Congreso brasileño como para legalizar fácilmente esas y otras propuestas. De hecho, los dos grandes partidos de la coalición gobernante – el Partido de los Trabajadores (PT) de Lula y Haddad y el Movimiento Democrático Brasileño (MDB) del atormentado presidente saliente Michel Temer – serán los grupos mayoritarios en la Cámara de Diputados y el Senado, respectivamente. Esa desventaja será el primer gran escollo al que Bolsonaro tendrá que enfrentarse. Un análisis del diario O Globo lo confirma: es posible que el presidente entrante logre implementar su agenda a corto plazo con la ayuda de legisladores novatos y partidos periféricos, pero a largo plazo su actitud abiertamente hostil hacia la clase política hará escabrosa la implementación de políticas públicas para las cuales es necesario negociar antes con las fuerzas políticas existentes (y en efecto, el PSL es uno de 30 partidos que ocuparán escaños en la próxima legislatura y se puede asumir a ciencia cierta que no todos ellos, mucho menos el PT, están deseosos siquiera de mostrar aquiescencia alguna). En ese sentido, de acuerdo con el análisis en cuestión, las áreas de economía y seguridad pública se vislumbran como asuntos difíciles.

Bolsonaro y la diabetes democrática

Es necesario mencionar ahora dos puntos relevantes a este asunto de las probabilidades actuales de gobernanza y gobernabilidad en Brasil con Bolsonaro a la cabeza. En primer lugar, los brasileños apuntalan su satisfacción con la democracia – la más baja de América Latina según la versión de 2017 de la encuesta Latinobarómetro (13%) – sobre el desempeño gubernamental, como en el resto de la región. La pregunta es cómo se explica entonces el que esos mismos brasileños hayan participado tan masivamente en un acto tan fundamentalmente democrático como una elección presidencial. Hay por lo menos dos explicaciones posibles. Una de ellas enfatiza factores contextuales y apunta a que Brasil es actualmente un país politicamente polarizado, con seguidores y detractores tanto del PT (sobre todo después del impeachment a Dilma Rousseff y el encarcelamiento de Lula) como de Bolsonaro abiertamente enfrentados y muy motivados a presentarse a las urnas para expresar su sentir. La otra explicación va más profundo y explora actitudes ciudadanas; más exactamente, por qué ese enfrentamiento fue canalizado en las urnas y no a través de otros medios. Según Latinobarómetro 2017, un 62% de esos mismos brasileños insatisfechos con la democracia también está de acuerdo con el dicho churchilliano de que la democracia es el peor sistema de gobierno excepto por todo lo demás que se ha intentado. Aquello parece una contradicción enorme, pero en el fondo no lo es.

Suponemos que la insatisfacción con la democracia latinoamericana da pie a dos tipos opuestos de comportamiento electoral que, sin embargo, son parecidos en su carácter de modos de protesta. El primero se manifiesta a través del ausentismo electoral como modo de protesta. El segundo es la propia participación electoral, pero con matices muy importantes. Uno de ellos, que se infiere de un análisis hecho en 2015 por Latinobarómetro, señala que el sufragio es visto como medio para exigir una pronta y eficaz satisfacción de las aspiraciones de acceso a bienes políticos y económicos que tienen los ciudadanos tras el progreso material vivido en América Latina en décadas recientes. Simplemente, los que salieron de la pobreza no quieren regresar a ella y los que todavía son pobres exigen dejar de serlo, pero ambos han dejado saber igualmente que sus demandas son impostergables y los gobiernos las ignoran bajo su propio riesgo. El otro matiz se relaciona estrechamente con las circunstancias que produjeron a Fujimori y Chávez: mientras existan candidatos que conecten mejor con el pueblo porque no provienen de un sistema deteriorado o de una clase política desacreditada, habrá razones para creer que la democracia tiene fallas pero, después de todo, funciona mejor que otros regímenes porque otorga a los ciudadanos la capacidad de sacar a los gobernantes que no sirven y posibilita una renovación o hasta una transmutación total del sistema.

El triunfo de Bolsonaro cae evidentemente dentro del segundo tipo de comportamiento electoral y recoge un poco de ambos matices, todo ello refrendado con el dato de que, según datos de Latinobarómetro para 2016, un 54% de los brasileños encuestados está de acuerdo con la premisa de que la manera en que se vota puede mejorar las cosas para el futuro. Se puede, pues, criticar merecidamente el que Bolsonaro tenga seguidores entre aquellos que apoyan el conservadurismo social más retrógrado y la avaricia terrateniente más grosera, pero no se puede menospreciar la súplica por reactivar el crecimiento económico luego de años de estancamiento o generar empleos para los 12,7 millones de parados que hoy existen en Brasil. Tampoco se puede obviar el reclamo de poner coto a la ola criminal que arropa a ciudades como Río de Janeiro o el desapego ciudadano hacia un establishment político que muestra su lado más afanoso al beneficiarse de la corrupción y no al atender las necesidades ciudadanas. Los seguidores de Bolsonaro, agobiados por la crisis, votaron por él exigiendo eficacia gubernamental y el drenaje del pantano. Pero todo ello hace que Bolsonaro no sea una excepción; de hecho, ahora que ha sido electo, está obligado a cumplir.

Es aquí donde se puede abordar el segundo punto: cómo Bolsonaro podría superar la dificultad de implementar sus propuestas a largo plazo presenta un peligro para las instituciones democráticas brasileñas. Bolsonaro ha dicho que respetará los modos de la democracia, pero su faceta de antiguo capitán de ejercito que exalta sin tapujos a la dictadura militar que gobernó Brasil entre 1964 y 1985 le hace perfilar como alguien cuya concepción de liderazgo político está totalmente influenciada por sus años en los cuarteles: vociferar órdenes y demandar que sus subalternos las obedezcan en el acto y sin cuestionar. Hay que preguntarse entonces lo que Bolsonaro sería capaz de hacer cuando sus propuestas sobre economía y seguridad pública confronten la oposición cerrada de la mayoría del PT en la Cámara de Diputados o deban someterse al trueque partidista en un Congreso con tantas formaciones representadas. ¿Recurrirá Bolsonaro al otro viejo truco populista de esquivar las instituciones democráticas en favor de la conexión plebiscitaria con sus seguidores? ¿Pensará en emular a Fujimori y efectuar el primer autogolpe del siglo XXI? ¿Ninguneará a los que se atrevan a disentir, como Chávez? ¿Los reprimirá, como Maduro? Solamente el tiempo dará las respuestas a estas interrogantes, pero de momento algo sí sabemos: a Bolsonaro no le agrada la Organización de Estados Americanos (OEA), de modo que cualquier señalamiento que esta haga de prácticas no democráticas por parte del nuevo presidente será vista por este como una intromisión imperdonable por parte de un organismo sin credibilidad. A pesar de la antipatía que Bolsonaro siente por el chavismo, él tiene en la hostilidad hacia la OEA un punto en común con Maduro.

Ser demócrata o no ser demócrata, esa es la cuestión

A propósito, existen elementos de la cultura política brasileña que serán puestos a prueba, y otros posiblemente confirmados, durante la gestión del nuevo presidente. La razón es simple: a simple vista, parecería que Brasil no quiere revivir los años del autoritarismo militar con Bolsonaro en el poder, pero en el fondo existen dudas razonables sobre ello que pueden servir de coartada a cualquier probable tendencia autoritaria que este pueda tener y, por consiguiente, dar respuestas positivas a las preguntas hechas en el apartado anterior.

Por un lado, Latinobarómetro 2016 ha revelado que un 51% de los brasileños se decanta por vivir en una sociedad donde los derechos y las libertades se respeten aun cuando haya desorden, además de que los demócratas superan casi dos a uno a los autoritarios (32% versus 13%) en cuanto al tipo de régimen que la gente prefiere. A renglón seguido, la versión 2016-2017 de AmericasBarometer pone a Brasil como un país de alta tolerancia política, un término que incluye algo siempre prohibido rigurosamente por dictaduras como la que Bolsonaro venera tanto: la posibilidad de disentir. Estas son razones lógicas para decir que los brasileños no quieren volver a los años de una dictadura que no fue tan asesina como la argentina o la chilena, pero que tampoco dudó en reprimir y torturar.

Por otro lado, durante una huelga de camioneros que paralizó Brasil el verano pasado, muchos ciudadanos demandaron que los militares tomaran el poder civil para restaurar el orden. A pesar de lo sorprendente que aquello suena, en realidad no lo es, pues Latinobarómetro 2017 pone a las fuerzas armadas como la segunda institución con mayor confianza ciudadana (detrás de la iglesia) y un sondeo del Pew Research Center que también fue llevado a cabo ese año reveló que un 38% de los brasileños encuestados dijo que un régimen militar sería bueno para su país. Y paradójicamente, habiendo mencionado los matices del apoyo de los brasileños a la democracia churchilliana, AmericasBarometer pone a Brasil como el país con el índice más bajo de apoyo al sistema político en todo el continente (debido en parte a la corrupción), mientras que los índices de apoyo de los brasileños a la democracia que Latinobarómetro ha calculado desde 1995 promedian un preocupante 44% y se situaron en 2017 en un todavía menor 43%.

Entre una serie de datos y otra parece existir el sinsentido lógico que supone una contradicción. Sin embargo, se puede identificar una explicación posible para estas actitudes tan disparejas: aquellos para los que les da lo mismo vivir en democracia y vivir en autoritarismo, quienes, con más de dos quintos de los entrevistados por Latinobarómetro 2016 sobre el tipo preferido de régimen (casi 42%), superan claramente a demócratas y autoritarios. Puede que, para efectos de expresar una preferencia entre orden y libertades, estos ambivalentes se han dividido entre una opción y otra, pero su mera existencia indica que la democracia liberal, la que enfatiza el sufragio, las libertades ciudadanas y el gobierno limitado a partes iguales, no está totalmente consolidada en Brasil. La que sí está plenamente consolidada, sobre todo en conjunción con el apoyo considerable de los ciudadanos al axioma churchilliano, es la definición minimalista de la democracia, la que enfatiza solamente el sufragio. Los derechos y las libertades son negociables para una porción muy considerable de brasileños, y no es inverosímil suponer que haya seguidores de Bolsonaro entre ellos.

Aunque el clamor por una intervención militar en Brasil fue muy ruidoso, la posibilidad fue siempre remota debido a que el poder civil, durante la democratización, logró implementar políticas que redujeron la autonomía institucional de las fuerzas armadas brasileñas y, por consiguiente, los incentivos para un golpe militar (en cualquier caso, la alta oficialidad nunca dio muestras de tener interés por derrocar a Temer). Pero ese clamor encierra un convencimiento bien expresado por el Ministro de Defensa de Brasil: la ciudadanía añora valores y considera que las fuerzas armadas los tienen. Para el 55% de los votantes brasileños, ese alguien con valores es el capitán Bolsonaro y esos valores que él encarna, en la práctica, son lo contrario a lo expresado en Latinobarómetro: vivir en una sociedad donde haya orden aun cuando los derechos y las libertades terminen menoscabándose. Si a esto se le suma el hecho de que Bolsonaro no tiene una mayoría legislativa que respalde sus propuestas pero sí detractores acérrimos (es decir, el PT) en control de una de las cámaras legislativas, el resultado es que el nuevo presidente tiene ante sí incentivos para incumplir su promesa de respetar las reglas de la democracia con tal de imponer el orden y la estabilidad por las cuales votaron por él tan decisivamente. Y así como no hubo lágrimas por parte de la mayoría de los peruanos luego del autogolpe de Fujimori, es muy posible que tampoco las haya cuando el Bolsonaro añorante de la dictadura, y no el demócrata que ha prometido ser, entre en acción.

Conclusión: El pacto faustiano

En conclusión, Bolsonaro es un reaccionario cabal que se enorgullece de serlo, pero es también un producto de la versión brasileña de la diabetes democrática latinoamericana en el sentido de que él es la manifestación plástica de la frustración ciudadana hacia un gobierno ineficaz y unas elites políticas desacreditadas. Más que el Trump del Cono Sur, el nuevo presidente es alguien que ha empleado la retórica anti-establishment de la América Latina de otro tiempo para ganar el poder. Sin embargo, esa actitud díscola, junto con su talante castrense, no augura nada bueno. En vez de resolver los problemas existentes, Bolsonaro puede empeorarlos y hasta crear otros nuevos.

El fujimorismo fue autocrático, corrupto y abusivo de los derechos humanos, aunque sus partidarios no dudan en afirmar que durante su existencia la economía peruana salió de su crisis y se derrotó a la guerrilla terrorista de Sendero Luminoso. En cualquier caso, el inicio del fujimorismo no se puede entender sin tomar en cuenta a la masa de votantes peruanos que auparon a Alberto Fujimori a la presidencia creyendo encontrar en él a un redentor, muchos de los cuales le veneran al sol de hoy y ven a su hija Keiko como heredera y depositaria de su legado político. Con esto en mente, cabe preguntarse si los que votaron por Bolsonaro, especialmente cualquier ambivalente con el régimen político entre ellos, ha hecho un pacto faustiano a cambio de un gobierno que valga la pena. Asumiendo que Bolsonaro tenga éxito en su gestión, ¿cuán caro será el precio que todos los brasileños tendrán que pagar por ello? @mundiario

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