La Guardia Civil de Ceuta y Melilla está desmoralizada y su personal agotado

Melilla.
Melilla.

Ningún país del mundo tolera el asalto violento a sus fronteras como se reproduce en las plazas africanas, según concluye este profesor universitario y analista político.

La Guardia Civil de Ceuta y Melilla está desmoralizada y su personal agotado

Es indiscutible que la vida y la dignidad de las personas son valores supremos que deben figurar en el frontispicio de los países civilizados. Es indudable que el ansia de mejorar, de encontrar una vida mejor, de huir del hambre, la guerra o la miseria impulsó en el pasado e impulsa en nuestros días las grandes migraciones. Pero también es cierto que ningún país del mundo permite que se violenten sus fronteras del modo que se está produciendo en las de Ceuta y Melilla de modo cada vez más frecuente. Y tampoco España puede resolver los problemas del mundo y éste en particular.

Es un hecho que los subsaharianos que pretenden entrar en territorio español a través de las dos ciudades autónomas son cada vez más violentos al enfrentarse con la Guardia Civil o, ya en territorio español, irrumpir en los centros de acogida para asegurarse la permanencia en España. Lo  vemos todos los días. Y no responden estas conductas solamente a la desesperación, sino a una táctica prevista.

¿Qué hacer ante esto? No desde luego disparar pelotas de goma contra unos desesperados que malamente avanzan hacia la playa. ¿Pero no se hace nada? La Guardia Civil está desmoralizada y el personal acusa la tensión en la que desarrolla su trabajo, ahora con incertidumbre, sin directrices adecuadas y con escaso apoyo social. O eso parece. Y este es otro aspecto que puede tener gravísimas consecuencia ante la creciente presión en las fronteras y la versatilidad para intentar hacerlo en cerrada masa por quienes tienen la determinación de traspasarlas sea como sea.

España no puede resolver sola este problema, ni tampoco puede acoger a esa masa de desesperados que esperan alcanzar nuestra orilla. Solamente la cooperación internacional, una efectiva campaña de información en los países de origen, además de la inversión y el apoyo financiero para crear alternativas podría, al menos paliar este problema. Pero no es suficiente. Muchos de los países de procedencia de estas personas son estados corruptos o estados que no responden propiamente al concepto de tales. No es la primera vez que la ayuda se difumina, dispersa o reparte entre sus élites del poder sin alcanzar a los pueblos. Es otro problema.

También parece que una lucha efectiva contra las mafias de la inmigración ilegal como la que se desarrolló contra la piratería podría ayudar a encauzar esta tragedia cotidiana. Pero, ¿qué hacer mientras?  ¿Debe España abrir sus fronteras y permitir su asalto sin hacer nada por miedo a la crítica o a que se puedan producir incidentes no deseados? ¿No hacemos nada ante el asalto violento y la agresión a quienes guardan la frontera?

Mañana o cualquier día volverá a haber un asalto. Lo sabemos. En otro tiempo, cuando una persona entraba de manera ilegal en el territorio de un país europeo se aplicaba el principio de la última frontera y era devuelto al otro lado de la traspasada ilícitamente. La cambiante legislación de extranjería, donde España ha aplicado los principios de la Declaración de Derechos Humanos y todos los pactos y convenios asumidos en este sentido (y conforme a los cuales principios debe ser interpretada nuestra Constitución) estableció una serie de garantías y reguló el procedimiento para tratar este fenómeno de la inmigración ilegal. Pero la propia evolución cualitativa y cuantitativa del mismo y una mayor sensibilidad hacia la aplicación de los Derechos Humanos y la compasión hacia esas masas de desesperados nos enfrentan a un grave dilema que es difícil conciliar en una solución intermedia y razonablemente satisfactoria para todos.

Pero los miles de personas que quieren llegar a España y a Europa están del otro lado de la verja. Y no van a esfumarse.

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