Guantánamo existe

Este año se cumplen los veinte años de existencia de la cárcel, campo de concentración, centro de detención ilegal (la verdad es que no sabría qué nombre darle) de Guantánamo. Una incalificable falacia inventada desde el poder de la Casa Blanca para mantener, de una manera hipócrita y leguleyamente farisaica, fuera de su territorio una situación como mínimo irregular, que dentro de sus fronteras podría generar el procesamiento de sus responsables y colaboradores.
Existe, en primer lugar, como una mancha en el diploma de premio Nobel preventivo de la Paz concedido a Barack Obama, que se había comprometido firmemente a acabar con esa terrorífica cárcel al margen de la ley. Y existe como algo más que un pesado fardo sobre el papel de “maestro” de la democracia que pretende jugar Joe Biden frente al mundo entero. Y existe como un inmenso y prolongado fracaso del “sistema” -palabra talismán en el argot del aparato político de los Estados Unidos-, en el que se incluyen no sólo la presidencia, sino los aparatos de los partidos, el Congreso y el Senado, la judicatura, y todos los que tienen algo que ver en el funcionamiento ordinario de las conductas cívicas y democráticas de sus ciudadanos y de sus servidores públicos.
Veinte años de existencia de esta perla del gulag (el nombre de gulag se lo otorgó Amnistía Internacional ya en 2005) organizado por George Bush hijo, presidente de la llamada primera potencia mundial, no sólo allí, sino también en otros campos de concentración fuera del país, es un fracaso de todos los demócratas del mundo. A veces se lo ha comparado benignamente con un limbo legal, pero no deja de ser un retorcido invento diabólico, y un infierno para sus todavía 38 víctimas allí encerradas, sin juicio durante décadas, y sin que en veinte años haya habido una sola visita de inspección ni de Naciones Unidas, ni de su Corte Internacional de Justicia, ni de ningún observatorio internacional sobre derechos humanos.
Demócratas de escaparate
Estados Unidos, país tan dado a administrar sanciones y bloqueos a terceros países, muchas veces amparándose en el pretexto de los derechos humanos, no ha sufrido ni un amago de sanción por la existencia de este auténtico agujero negro en el ámbito de la justicia y de la legalidad democrática. Y la Unión Europea, para nuestra vergüenza, ni siquiera ha amagado con la más mínima advertencia sobre una irregularidad tan impune y manifiesta.
En su discurso del 6 de enero, Biden, aludiendo al asalto al Capitolio y a la recalcitrante actitud de los seguidores de Trump y de una parte significativa de representantes republicanos, afirmaba que en los Estados Unidos la democracia estaba en riesgo. Y no deja de ser paradójico ese asombro y descubrimiento por parte del líder político de un país que lleva ahora veinte años manteniendo, pública y descaradamente, una realidad tan brutalmente obscena como el encarcelamiento permanente, sin juicio con garantías procesales y democráticas, donde hay más que fundadas sospechas, y testimonios de víctimas y testigos sobre un maltrato programado de personas que puede calificarse en muchos casos de torturas.
No. Los Estados Unidos no tienen la más mínima justificación para intentar desatar una guerra fría internacional -sospechosa, por otra parte de encubrir una competencia económica, tecnológica y comercial, e incluso una disputa de mero poder- frente a terceros países, bajo acusaciones de lesionar el ejercicio de los derechos humanos, mientras no solvente, entre otras cosas, la existencia de Guantánamo y la de otros campos de concentración fuera del país. Porque el hecho de situarlos fuera de su territorio no les exime de la misma responsabilidad que si estuvieran ubicados en la misma Casa Blanca o en el Capitolio. Ya que están organizados bajo su poder.
Una obligación ética
A estas alturas, todos los países democráticos están obligados a realizar una reflexión sobre estas realidades, y calcular el grado de complicidad en el que incurren por mantener unas alianzas sin condiciones (véase la OTAN, sin ir más lejos) con unos Estados Unidos que mantienen tamaña ilegalidad, que no es precisamente un “pecado venial”, sino que atenta contra la integridad y la dignidad de personas, y contra los más básicos principios del desenvolvimiento democrático.
Queda aún en el mundo una gran cantidad de irregularidades y de prácticas, más propias de barbaries del pasado que de un tiempo en el que se predican convivencia y derechos. Sin ir más lejos, la pena de muerte, por ejemplo, que también -¿cómo no?- afecta a los Estados Unidos.
¿Cómo era aquello de “Dios salve a los Estados Unidos de América”? Pues que a sus aliados nos coja confesados.@mundiario