España: esa tribu de reprimidos que no salen del armario ideológico

Los Reyes Magos de Madrid. / Twitter
Los Reyes Magos de Madrid. / Twitter

Aquí, chico, se nace azul y se muere azul, se nace rojo y se muere rojo, se nace independentista y se muere independentista… Ni dios se atreve a salir del armario ideológico ¡Que conmovedora tribu de reprimidos!

España: esa tribu de reprimidos que no salen del armario ideológico

A propósito del pueblo soberano y macanas democráticas de esas. Acabamos, mejor dicho, acabáis  de acudir a las urnas, habéis pedido en la barra un cóctel Molotov con 123 partes de PP, 90 de PSOE, 42 de Podemos, 40 de Ciudadanos, 27 de melaza plurinacional y gotas distintas y distantes de discretos desencantos de la burguesía vasca y catalana, de fósiles de Esquerrismo Republicano de la seba terra, de melancolía comunista, de mojo picón canario y así, y esos chicos a lo suyo, oye, cada loco con su tema, con sus cálculos partidistas, con sus axiomas ideológicos, con sus alergias, con sus sinergias, agitando en sus respectivas cocteleras el combinado que a ellos les sale de los huevos.

- ¡Oiga, que les hemos pedido un Molotov!

- Disculpen, ladys and gentlemen, pero solo podemos servirles margaritas, mojitos, caypirinhas y combinados etnoideológicos de esos

El estigma de la bisexualidad y la transexualidad ideológicas

En un país en el que se castiga a un colegio sin poder participar en la cabalgata de Reyes, culo, nene, por practicar la discriminación de sexos, van los políticos recién elegidos y se ponen a practicar la discriminación de ideas, la izquierda con la izquierda, la derecha con la derecha, las chicas con la chicas y los chicos con los chicos ¡Venga ya! Es lo que tienen las guerras civiles, oye, que luego convierten las citas electorales en días del orgullo gay ideológico Aquí, o sea, en España, la heterosexualidad, la bisexualidad o la transexualidad  ideológica es un estigma. Quiero decir que, un español o una española a la que a veces le ponga la derecha y otras la izquierda, y las camas redondas entre conservadores, progresistas y radicales o los triángulos amorosos con constitucionalistas y secesionistas, que de todo hay en esta villa del Señor, es un caso patológico. Y, encima, éramos pocos, padecíamos pocas contradicciones y, en plena fiebre de laicismo, resulta que hemos convertido las ideologías en estrictas y fanáticas religiones que, según el color del cristal con el que contemplamos la vida, nos incitan a una yihad para imponer un Estado confesional, puritano e inquisidor de derechas o de izquierdas.

Una flagrante estafa postelectoral 

Si es que ser español es un lío, que os lo tengo dicho. Por mucho menos hemos montado escraches a domicilio e intentonas de rodear el Congreso. Ahora, ante esa estafa postelectoral de la que estamos siendo víctimas, como si eso que hicieron un huevo españoles el dichoso 20-D no fuesen unas elecciones, repito, E-LEC-CIO-NES, sino talmente una macroencuesta del CIS no vinculante, los soberanos electores no dicen una sola palabra, no mueven un solo dedo, no agitan una sola pancarta, no montan un 13-E a imagen y semejanza de aquel 15-M. Nada, tío. Se limitan, nos limitamos a esperar el resultado de ese “Master chef” endogámico en el que, los elegidos, ellos se lo guisan y ellos se lo comen, decidirán quién va a ser nuestro jefe de cocina

Si este asunto de acudir a los colegios electorales acaba convirtiéndose en un mero trámite, en la representación laica de un auto sacramental en el que el pueblo propone y sus dioses disponen a su capricho, se le hiela a uno el corazón pensando en tanto sudor, tanta sangre y tantas lágrimas derramadas inútilmente para regar el hermoso sueño de la libertad plantado en esa aparatosa maceta común a la que llamamos democracia. Para ese viaje no hacían falta alforjas. Para montar un paripé cada cuatro años, ¡habla, pueblo, habla!, y convertirnos por un día en un coro de voces, de diversas tesituras, claro, que claman en el desierto, mejor dejar que a los políticos y sus cuadrillas les vote la madre que los parió, dicho sea con todos los respetos para ellas y con muy pocos para sus ilustres descendientes.

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?

¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo? ¿Por qué lo llaman elecciones cuando quieren decir proposiciones, eh? ¿Por qué en este país nunca llamamos a las cosas por su nombre? Desde el 21-D, 24 horas después de que millones de españoles se hubiesen ido a la cama convencidos de que eran los reyes del mambo y del mando, mi pueblo y mi gente, cuarenta y pico millones de soberanos, vuelven a vivir en sus carnes, en sus hogares (my home is my castle) la misma sensación que el genuino Rey de una monarquía parlamentaria: reinan, pero no gobiernan; votan, pero no les hacen ni puto caso; proponen, pero conectan todos los días el televisor, husmean en los periódicos, a ver qué disponen por ellos, para ellos, pero sin ellos, je, los viejos dioses de los Olimpos tradicionales y los nuevos dioses de los Olimpos emergentes.

Un callejón con dos únicas salidas

Si es lo que lleva un horror diagnosticando la sabiduría popular, hombre: pasado el día, pasada la romería.  Ahí nos tienes, de meros espectadores, de mirones de obra, esperando a ver cómo acaba esa partida de pocker, a puertas cerradas, claro, en la que los tahúres están jugando de farol con nuestros votos. La verdad es que ser español, enero de 2016, es una putada. Al margen de ensoñaciones y conjeturas estamos en un callejón con dos únicas salidas que nos conducen irremisiblemente a Guatemala o a Guatapeor. Una, que se abra la puerta de atrás de La Moncloa para Pedro Sánchez, y asistamos al cuento de Pedrito y el lobo de Podemos decidido a comerse a la caperucita roja de Ferraz en una legislatura borrascosa. Es la única solución que progresa adecuadamente entre bastidores políticos, pero con claros indicios de acabar siendo otro nuevo problema en diferido de esos genuinamente españoles. La otra, que se abran de nuevo las urnas, con otra campaña y otra jornadita de reflexión cañí, de esas que no cambian casi nada y dejan todo casi igual, en una de las inversiones menos rentables para el depauperado erario público español. Cierto es, señores del jurado, que esta última posibilidad se la pone dura, con perdón, a Mariano Rajoy y a Pablo Iglesias, el madurito play boy que podría llevarse al huerto a las derechas y el joven Narciso malote que podría convertirse en el capricho de las izquierdas. Hombre, que Rajoy aspire a ser Cánovas, qué quieres que te diga, lo convierte en un friqui con pretensiones. Ahora, como te digo una cosa te digo la otra: que Pablo Iglesias aspire a ser Sagasta, es un ejercicio de cinismo sin parangón entre los miembros de la escuela de sabios de esas características en la Grecia clásica.

Aquí es que el personal habla muy alegremente de repetir elecciones. Se escucha en las sesudas tertulias, se comenta espontáneamente en los bares, se llega a suspirar por ellas como si fuesen la panacea. Pero dejémonos de cuentos y hagamos las cuentas, ¡oh, la eterna cantinela nacional del chocolate del loro!, en un país con cuatro millones de parados, compatriotas sin techo, millones de semejantes por debajo del umbral de la pobreza y chiquillos y chiquillas que pasan hambre, frío, miedo al presente y al futuro  en centenares de miles de ¡hogares, amargos hogares! Hay que tener sangre fría, poca vergüenza, anemia aguda de empatía, para darse el lujo de pretender abocar a este pueblo depauperado a una nueva cita con las urnas, ¿me oís, Mariano, Pablo, Pedro, Albert…?

Lo que acaban de costar las elecciones del 20-D
> 130 millones de euros en intendencia, 21.633,33 euros por escaño (7.571.900 euros), 0´81 euros por cada voto a partidos con representación parlamentaria (aproximadamente 18 millones de euros), 0´32 euros por cada voto a partidos con representación en el Senado (aproximadamente 7 millones de euros), 21.633,33 por cada escaño en el Senado (4.499.872 euros). En total, aproximadamente, 167 millones de euros.
Las preguntas del millón, hablando de millones, son estas:
Uno) ¿Se repartirían estas cantidades por los resultados del 20-D, a pesar de que, convocar nuevas elecciones, sería la consecuencia de un manifiesto fracaso político generalizado? Sus flamantes señorías, al fin al cabo, habrían sido incapaces de encontrar una solución política a la ecuación electoral que le han planteado sus electores.
Dos) ¿Es legítimo cobrar los estipulado sin ni siquiera haber iniciado el trabajo encomendado? Porque, sus Señorías, aparte del desgaste neuronal (y para muchos, meritorio, oye) que supone acertar con el botón indicado por sus respectivos corifeos para acabar abortando un par de Investiduras, podrían culminar una meteórica XI legislatura sin haber dado un palo al agua. Y eso está muy feo, chicos, en un país donde tanta gente cobra tan poco por currar tanto.   
Y Tres) Ante la hipótesis de que nos lancemos a la aventura extrema de abrir el melón de la XII legislatura, ¿tendrían la poca vergüenza de aceptar el desembolso de una cantidad, similar y acumulable, a lo que ya ha percibido cada partido tras una fugaz y estéril XI legislatura que podría haber pasado con pena y sin gloria?

 

Si hay que ir, se va. Pero, ir por ir…

Esas son las cuestiones. Ni disculpas con el dichoso chocolate del loro, ni lamentos de incompatibilidad de caracteres, ni argumentos de charlatanes de la vieja y la nueva política. Trescientos y pico millones de euros para intentar resolver, en una segunda oportunidad, lo que no son capaces de resolver en esta que acabamos de darles, es una pasta gansa y obscena para la España austera de Rajoy, la federal-socializadora de Sánchez, la pluri-justiciera de Iglesias, la centro-buenista de Rivera y cualquiera de las múltiples Españas que se baten estos días en goyescos y grotescos duelos a garrotazos.

¿No les han dicho los españoles que se entiendan? ¡Pues entiéndanse, coño! ¡A qué esperan…! Luego, si al final conducen a España contra las piedras de un nuevo proceso electoral, que no se extrañen si muchos españoles se apuntan a la filosofía cachonda y pasota de José Mota: “Si hay que ir, se va. Pero, ir por ir…”

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