Échese al mar don Arsenio, en una oscura madrugada, en pleno febrero, vestido...

El diario El Mundo publicó esta infografía sobre la tragedia de los inmigrantes en Ceuta. / elmundo.es
El diario El Mundo publicó esta infografía sobre la tragedia de los inmigrantes en Ceuta. / elmundo.es

Hágalo en un entorno que no domina bien, fronterizo entre dos países cuyo idioma no conoce, y con policía en cada uno de los extremos de su recorrido, armada.

Échese al mar don Arsenio, en una oscura madrugada, en pleno febrero, vestido...

Cuando alguien divulga un video, sin duda lo hace con la intención de comunicar algo. Y Arsenio Fernández de Mesa avaló la difusión de un video editado a partir de las imágenes que habían recogido las cámaras existentes en la frontera de Ceuta. Una edición que, comparada con las imágenes en bruto que el gobierno ha proporcionado con posterioridad, evidencia una intención de dudosa rectitud. En ella se han omitido -seguro que no de modo casual- fragmentos en los que aparecen comportamientos inconvenientes para la prudencia, el cumplimiento de la ley o la obligada prestación de auxilio.

Quien dirigiera aquella operación convirtió a los equipos de la Guardia Civil intervinientes en una especie de "vigilantes de la playa" al revés: primaron la discutible misión de "salvar la patria" frente al ataque de unos "atléticos" y "violentos" inmigrantes (según palabras del ministro del Interior y del Delegado del Gobierno), por encima de la tarea de ayuda a unas personas que trataban de alcanzar a nado la playa de El Tarajal, algunos de ellos pertrechados de precarios flotadores.

Me gustaría pedirle al señor Fernández de Mesa solo dos cosas. La primera es que no trate de involucrar -para defender lo indefendible- a todo el Cuerpo de la Guardia Civil en la torpe actuación de El Tarajal. La segunda, que se someta mentalmente a dos ejercicios sencillos, a ver si entiende de una vez la barbaridad que continúa defendiendo, y de la que su tozudez o soberbia le ha hecho, cuando menos, cómplice. Atrévase, don Arsenio, a ejercitar la imaginación.

El primero es muy simple: ¿ha visto el video? No el editado, no: el real. Póngase usted en el pellejo de ese inmigrante que -tal vez más facultado que los otros- acaba de llegar sin resuello al lado opuesto de la playa, y se encuentra con un hombre uniformado y armado que se hace con él, sin darle respiro, porque tiene prisa por obligarlo a cruzar toda la playa, para devolverle "en caliente" a la casilla de salida. Y se le acelera el corazón, tratando de obedecer a los empujones de ese hombre armado, que tal vez le dice a usted cosas en un idioma que no conoce, o que no puede escuchar bien, por el martilleo de la sangre en sus oídos. Es difícil, ¿verdad?, caminar por la arena con la ropa pingando, que pesa más que la negra conciencia de un maltratador. Y usted cae, y el otro le acucia a empujones para que se levante, para que camine, y usted se siente reventar... Y siente usted que las pocas fuerzas que le quedan tratan de convertirse en el último baluarte de su dignidad ultrajada, y se le transforman en impotente  rabia, tal vez en odio... Quizá incluso quisiera usted poder ser violento.

En el segundo ejercicio tiene usted ventajas: primero, porque ya conoce el desenlace, y segundo, porque al ser de El Ferrol (usted igual prefiere decir también del Caudillo) no necesita flotadores. Pero échese al mar don Arsenio, en una oscura madrugada, en pleno febrero, vestido, en un entorno que no domina bien, fronterizo entre dos países cuyo idioma no conoce, y con policía en cada uno de los extremos de su recorrido, armada y con intención de no dejarle hacer su travesía.

Señor de Mesa, examine usted su estado de nervios en esa situación: incluso en un juego de rol, las pulsaciones seguro que se le aceleran por encima de las 120 por minuto. Y en medio de la fría y oscura travesía, comienza usted a oír detonaciones, y tal vez a sentir algún proyectil caer en el agua cerca de usted. Fíjese: le voy a hacer el favor de no tirar a dar. Son botes de humo lanzados con la exclusiva intención -aunque sin avisarle de ello- de señalarle a usted la línea fronteriza que no debe usted sobrepasar: es lo que explicó su ministro en sede parlamentaria. Pero usted no sabe si son botes de humo o balas, porque usted, que ahora no es de El Ferrol, no sabe de protocolos (por cierto inexistentes...).

A pesar de la sangre fría que usted ha demostrado para mantener lo insostenible, para amenazar con querellas, y para sostenella y no enmendalla después de que su ministro -sin llegar a decirlo- dijo que lo que usted había afirmado no era verdad. A pesar de su sangre fría, estoy seguro de que esas detonaciones y esos impactos cercanos le habrán generado a usted un poco de zozobra. ¿Siente usted el sabor salado del agua? Pues imagínese a un grupo desordenado de inmigrantes que tratan de nadar vestidos, en la noche, en una zona que no conocen, que se sienten hostigados, pero que cifran -equivocadamente, los pobres, porque no sabían que estaba usted enfrente- todas sus esperanzas vitales en ese desordenado "largo", contra viento, oleaje y marea.

Atrévase a ponerse en el desesperado pellejo de uno de ellos: el más débil; uno de los más débiles: le doy quince pellejos para elegir. Y reconozca usted conmigo el miedo a la incierta intención de los disparos en la noche; el inicio de pánico de quien comienza a tragar agua; la zozobra de manotear a la desesperada -¿un calambre, quizá?-, tal vez tratando de agarrarse al cuerpo  más cercano; de sentir que se hunde sin saber muy bien cómo salir a flote. ¿Recuerda usted lo de la angustiosa visión del ahogado?: ese ver pasar por la cabeza la propia vida a un ritmo aún superior al de las pulsaciones desbocadas (¿a cuánto se le va ya rompiendo el corazón: a 180, a 200..?): el pueblo natal, la infancia, la madre, los hermanos, tal vez la esposa, o el marido, los hijos... ¿Siente usted todo esto?

Ahora, antes de ahogarse, reconozca conmigo que aunque usted no sea responsable voluntario de todo esto, ya que no ha necesitado -me alegro por usted: era solo un ejercicio mental- tratar de agarrarse desesperadamente a la vida, tal vez no valga la pena agarrarse casi igual de desesperadamente al cargo, a costa de ocultar, falsear (aunque solo sea por omisión), y amenazar con querellas. No a costa de una tragedia en la que quince personas como usted han perdido la vida.

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