El duque: una evocación íntima y personal del ex presidente Adolfo Suárez

Carteles electoral de UCD en las elecciones generales de 1977
Carteles electoral de UCD en las elecciones generales de 1977.

Le zurraban la badana desde todas partes. Le crecían los enanos por doquier y los titulares de los periódicos, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, lo ponían tibio.

El duque: una evocación íntima y personal del ex presidente Adolfo Suárez

Le zurraban la badana desde todas partes. Le crecían los enanos por doquier y los titulares de los periódicos, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, lo ponían tibio. Pero, contra viento y marea, arrostró el temporal.

Escribí mi primer poema, un poema malo ―invoquemos una vez más a Wilde: todo poema malo es sincero― y producto de un rapto emocional incontrolable, a los 17 años, en un pequeño gabinete contiguo a la salita de estar de la casa paterna y poco tiempo después de haber oído, aterrorizado, la noticia en la televisión: unos pistoleros de ultraderecha habían cosido a tiros a un grupo de abogados laboralistas en un despacho del barrio de Atocha. Por aquel entonces, yo escribía los poemas en una vieja Olympia de mi padre, que, muy pulcramente, ponía sobre de un tapetillo verde de felpa con los bordes dentados. No me hacía falta corrección alguna (no había tipex ni nada parecido), pues practicaba una especie de haikus o arranques de poesía automática que iban al papel tal cual salían del caletre. No recuerdo la totalidad del poema (ni falta que hace, probablemente) pero sí un verso que era una solicitud lírica a los asesinos: no cortéis su aliento, y otro en el que los tildaba, en un apocalíptico batido de calificativos, de imperiales bestias del destrozo (supongo que lo de imperiales era una reminiscencia freudiana de mi paso por la OJE: voy por rutas imperiales caminando hacia Dios, ¿quién recuerda hoy estas cosas?).

A la sazón, yo hacía el COU, tenía el pelo rojo como las zanahorias, cara de leche hervida, mil pecas en la cara (parecía Huckleberry Finn), un bigotillo tan incipiente como ridículo y muchos pájaros en cabeza. Militaba en la Xuventú Comunista de Galicia, brazo adolescente del Partido, que lo por excelencia, magnífica escuela política de muchos nombres cimeros de nuestra historia contemporánea. Nos reuníamos en el reservado de cierto bar del pueblo con Inma, una a modo de instructora política que nos hablaba de espacios de libertad, eurocomunismo, Gramsci, Berlinguer y así, y yo, que a veces no entendía mucho, me dejaba seducir por una ensoñación poco respetuosa con la disciplina del partido y pensaba que la tal Inma estaba bien buena y le medía la delantera.

El trasfondo permanente de estos tiempos era un nombre y un rosto habituales de la tele y los medios de entonces. Cuando hablaba transmitía un convencimiento anómalo para un político cocido a la lumbre de lo más granado del Régimen. Poco a poco, entre el odio del búnquer, la indignación del ejército y el escepticismo de la izquierda, el país en general iba coincidiendo en que el tío los tenía como el caballo de Espartero. Le zurraban la badana desde todas partes. Le crecían los enanos por doquier y los titulares de los periódicos, desde la extrema derecha hasta la extrema izquierda, lo ponían tibio. Pero, contra viento y marea, arrostró el temporal. Cuando solidificó la vasija de su proyecto y supo pasado su momento, se retiró, con despedida por televisión y todo. Y seguía, años después, transmitiendo el mismo convencimiento de siempre. Le concedieron un ducado un poco prosaico, con su apellido, bastante vulgar, sin ánimo de ofender a nadie. La vida le pagó mal. Se le murió gente muy querida y yo, que seguía recordando su rosto en la televisión en blanco y negro de la casa de mis padres, lo sentí mucho por él cuando ―como guinda de un perverso pastel ― me enteré de que era víctima de una afección especialmente injusta en un hombre que consagró los cinco sentidos, perdidos en un limbo insondable, a la mejora de las condiciones sociales, políticas y económicas del país donde le cupo vivir.

Ya van allá treinta y siete años de las primeras elecciones democráticas en esta vieja y sufrida piel de toro tras la dictadura. Recordar al ahora fallecido Adolfo Suárez es muy grato para mí, por la época y por él mismo. Aquel poeta arrebatado, comunista e imberbe de 17 años le debía este homenaje.

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