Dilma Rousseff encabeza la defensa de lo embarazosamente defendible

Dilma Rousseff. / tiempo.hn
Dilma Rousseff. / tiempo.hn

Dilma Rousseff tiene un ejército de airados simpatizantes dentro y fuera de Brasil que condenan su proceso de destitución sin el deseo de siquiera considerar varios hechos poco convenientes.

Dilma Rousseff encabeza la defensa de lo embarazosamente defendible

Las voces que han condenado y continúan condenando el proceso que se le sigue a la presidenta de Brasil Dilma Rousseff son interesantes de escuchar. Las más resonantes dicen cosas más o menos parecidas: que se trata de una conspiración llevada a cabo por una derecha brasileña que no perdona su derrota en la última elección presidencial o que se trata de una estratagema orquestada desde Washington para quebrar la unidad latinoamericana y revertir las conquistas de sus pueblos en materia de igualdad socioeconómica. Más que acusaciones con fundamento o teorías que pasarían la prueba de la navaja de Ockham, estos son golpes de pecho teatrales que se hacen tal vez a sabiendas de que existen hechos poco convenientes.

Las acusaciones que me resultan más curiosas son aquellas que culpan a Washington porque los que las hacen están convencidos de que la vía última y definitiva hacia el cambio social es la del radicalismo de izquierda representado por las agotadas revoluciones cubana y bolivariana. Rousseff no ha hecho declaración alguna culpando a EE UU de lo que le ha pasado, pero eso no es inconveniente para aquellos que están seguros de que el fantasma intervencionista estadounidense sigue tan vivo como en la época de oro de la Doctrina Monroe. En adición, algunas voces académicas han señalado, con mucha anterioridad, que el modelo socialdemócrata latinoamericano representado en Brasil por el Partido de los Trabajadores (PT) de Rousseff no ofrece políticas públicas verdaderamente transformadoras, con todo y su carácter redistributivo, porque en ellas no se plantea el desmantelamiento del sistema neoliberal que origina desigualdades como las que, lamentablemente, hacen a Brasil un caso notorio. En efecto, una cosa son subvenciones monetarias como Bolsa Família, pero otra muy diferente es sustituir a la economía de mercado por otra cosa; por ello, el PT pertenece a la “izquierda permitida” – un término que se menciona siempre en oposición (y en ocasiones, como desdeñosamente inferior) — al proyecto de la democracia radical. Ahora, como por arte de magia, Rousseff ha pasado a ser una mártir de la causa de los condenados de la tierra, tan asediada por el neoliberalismo como Nicolás Maduro. Ciertamente, la defensa feroz del socialismo del siglo XXI hace extraños compañeros de cama.

Algunas voces académicas han señalado, con mucha anterioridad, que el modelo socialdemócrata latinoamericano representado en Brasil por el Partido de los Trabajadores (PT) de Rousseff no ofrece políticas públicas verdaderamente transformadoras, con todo y su carácter redistributivo, porque en ellas no se plantea el desmantelamiento del sistema neoliberal que origina desigualdades como las que, lamentablemente, hacen a Brasil un caso notorio.

El que Rousseff haya presuntamente manipulado datos fiscales para encubrir un déficit y así evitar que se descarrile su re-elección en 2014 es, a mi juicio, más apropiado para una moción de censura o un voto de desconfianza. Sin embargo, el hecho al que hay que atenerse es que en Brasil gastar más de lo presupuestado es un delito además de ser mala administración y que la oposición política que hoy domina el Congreso brasileño ha tomado partido de eso. Es obvio que la acusación que pesa sobre Rousseff se tiene que probar con evidencia irrefutable, pero si ello ocurre sería una confirmación de algo dicho en días pasados por el New York Times: que el PT se ha “intoxicado de poder”. Y en tal caso, el PT ya no sería el movimiento honrado y decente que fue en un principio, sino un partido obsesionado con ganar elecciones a como dé lugar. Sería, pues, otro partido más.

Es cierto, y muy lastimoso, que un número muy significativo de los legisladores que votaron por someter a Rousseff al proceso de destitución han sido acusados de cometer actos de corrupción política. Rousseff tiene, hasta ahora, un récord limpio en comparación con todos ellos, pero varios correligionarios suyos, implicados en los dos escándalos de soborno más sonados de la historia brasileña reciente – el del mensalão y el de Petrobras – no lo tienen. Algunos siguen en la cárcel. Por todo eso, condenar el proceso de destitución aduciendo la factible falta de honradez de los que han puesto a Rousseff en el paredón legislativo no tiene fundamento alguno porque el PT no está tan libre de pecado como para tirar la primera piedra. Por otro lado, hay quien especula que el motivo detrás de destituir a Rousseff es parar las investigaciones anticorrupción y salvar el pellejo de los legisladores deshonestos. Como están las cosas hoy en Brasil, el cálculo puede salir tan mal que la ira ciudadana no dejará dormir (literalmente y en sentido figurado) a los interesados. Parar las investigaciones en curso equivale a jugar con fuego al lado de un bidón de gasolina abierto. De todas maneras, esa especulación no resta méritos a la justificación legal detrás del proceso de destitución a Rousseff porque se basa en una decisión unánime y legítima de un tribunal colegiado.

Finalmente, estamos hablando de una presidenta cuyos niveles de popularidad disminuyeron desde antes de su proceso: según Datafolha, si en marzo de 2013 un 65% de los brasileños consideraba su gestión como buena o excelente, en febrero de este año ese porcentaje se desplomó a un 11%, muy por debajo incluso de aquellos que la califican como regular. Ni siquiera los simpatizantes del PT cierran filas a favor de la presidenta, cuya gestión es aprobada por un 31% de ellos (la mayoría la califica como regular). Un buen retrato del nivel actual de insatisfacción con Rousseff lo son las protestas anti-Copa Mundial de 2014, pero sobre todo las masivas manifestaciones del año anterior. La corrupción política en general y el mal estado del transporte público en São Paulo han sido algunas reivindicaciones de aquellas protestas, pero lo fueron también carencias de gobernanza efectiva reflejadas en áreas tan esenciales como salud pública y educación. Y aunque los programas de inclusión socioeconómica apoyados por Rousseff son justificables e incluso meritorios como medio de disminuir la pobreza, cuando se combinan con el gasto superfluo en Juegos Olímpicos y torneos de futbol, estos se convierten en despilfarro que motiva quejas dentro de la opinión pública, sin mencionar que todavía existen necesidades que pueden resolverse con el dinero que se gastó en construir elefantes blancos como el mega-estadio de futbol de Manaus, entre el calor y los mosquitos del Amazonas.

Por si acaso nadie se dio cuenta, no queremos decir que Rousseff no tiene derecho a la presunción de inocencia o que es imposible que salga exonerada. Los juicios están para demostrar culpabilidad más allá de toda duda razonable y este de Rousseff debe seguir su curso, sin interrupciones ni tretas por ninguna de las partes. Solamente así se sabrá la verdad y se impondrán las responsabilidades que corresponden. Mientras tanto, es muy difícil defender a Rousseff en este contexto de contradicciones ideológicas, obsesiones electoralistas, culpabilidad por asociación y desplome en popularidad. Pero como hay que plantarle cara al neoliberalismo vil dondequiera que se asome, sus defensores apuestan por su inocencia y superioridad moral. A riesgo de perderlo todo.


Publicado originalmente en inglés en mi blog “South [of] America”. Editado y revisado para su publicación en MUNDIARIO.

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