La democracia guatemalteca, en un laberinto

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Manifestación en Guatemala en 2017 / ©kaosenlared.net

La democracia guatemalteca, a pesar de las exigencias y manifestaciones de la población, que han resultado fundamentales y esperanzadoras en los actuales procesos en marcha, aún se mueve dentro de una suerte de laberinto.

La democracia guatemalteca, en un laberinto

El 2 de septiembre de 2015, el entonces presidente de Guatemala, el general retirado Otto Fernando Pérez Molina, renunciaba al cargo, luego de haber sido desaforado por el Congreso de la República, en virtud de los actos de corrupción por los que era señalado y que llevaron a que un juzgado librara orden de captura en su contra después de que el mandatario perdiera su inmunidad. Previamente, la vicepresidenta Roxana Baldetti —primera mujer en alcanzar dicho cargo en el país— también había renunciado y enfrentaba un proceso con similares características. Todo ello, aderezado con manifestaciones ciudadanas masivas que pedían una lucha frontal a la corrupción y el enjuiciamiento de los involucrados en hechos ilícitos, incluidos el presidente y la vicepresidenta de la república.

Dos años después de aquellos hechos, la ciudadanía guatemalteca vuelve a las calles, las plazas nuevamente se llenan de manifestantes exigiendo transparencia y la renuncia de múltiples funcionarios señalados por distintos hechos de corrupción. Pero esta vez, los señalamientos y consignas no son sólo para el Ejecutivo, también se extienden al Organismo Legislativo y hacen que los parlamentarios, asimismo, se encuentren justo en el ojo del huracán, debido entre otras cosas, a la aprobación de leyes controversiales y oscuras contrarias al bien común, y por no responder a las necesidades y peticiones colectivas.

El actual presidente de Guatemala, un outsider sin experiencia previa en la administración pública, y sin conocimiento real de lo que iba a encontrar si ganaba la presidencia, obtuvo la máxima magistratura del país con lo que podría denominarse “el voto en contra del contrincante” (es decir, no voto en favor de este candidato, sino en contra de aquél otro), una suerte de reacción natural del electorado que resulta evidente y que desnudó el hartazgo y cansancio que el votante experimentó durante el período previo a la elección presidencial de 2015 en el marco de un proceso limitado y carente de verdaderos liderazgos para ocupar el cargo. Ahora, dos años después de aquéllas jornadas, aunada a una serie de hallazgos e incumplimiento de expectativas ciudadanas, esa realidad empieza a cobrar la factura, poniendo de manifiesto la fragilidad del sistema democrático y partidario del país, y evidenciando la necesidad de realizar cambios de fondo que lleven a una completa transformación de los mecanismos y formas democráticas de elección popular.

La democracia guatemalteca, a pesar de las exigencias y manifestaciones de la población —que han resultado fundamentales y esperanzadoras en los actuales procesos en marcha—, aún se mueve dentro de una suerte de laberinto cuya salida no ha sido del todo vislumbrada. Algunos bloques de legisladores se atrincheran negándose a ver más allá de ciertos intereses particulares, mientras el Ejecutivo se desmorona con la renuncia de ministros, viceministros y funcionarios de alto rango, resistiéndose a aceptar los reiterados errores en que incurre y minimizando una crisis que ya es imposible invisibilizar, y que, aunque con ciertos elementos diferenciadores, pareciera llevar al país por derroteros similares a los ya experimentados durante 2015.

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