La delgada línea roja de la Justicia pudo hacer del juez Castro un héroe o un villano

El juez Castro.
El juez Castro.

Un juez instructor de Palma de Mallorca se ha reencarnado en el Cromwell español del siglo XXI. Su resolución ha extendido el “efecto placebo” entre una sociedad con síndrome de abstinencia regicida.

La delgada línea roja de la Justicia pudo hacer del juez Castro un héroe o un villano

Un juez instructor de Palma de Mallorca se ha reencarnado en el Cromwell español del siglo XXI. Su resolución ha extendido el “efecto placebo” entre una sociedad con síndrome de abstinencia regicida.

Al anochecer, en millones de casas donde se van apagando las luces de los pueblos y las ciudades de España, una gran parte del personal se va a la cama aferrado a un dulce sueño reparador entre tantas noches de recurrentes pesadillas: ¡ver a la Infanta Cristina sentada en el banquillo de los acusados, y después morir! El colmo de su felicidad, entre tantas frustraciones personales, familiares, profesionales y laborales, sería verla detrás de unas rejas, con un traje de rayas, convertida en la reclusa más célebre y más celebrada de un pueblo al que siempre se le han escapado las Reinas y los Reyes a Bayona, a París o por Cartagena.

Esto, las conclusiones finales de la instrucción del juez Castro, es lo más cerca que hemos estado los españoles de ver rodar por los suelos una cabeza coronada. A falta de un monarca cuya sangre haya regado las páginas de nuestros libros de historia, se abre la posibilidad de que una Infanta, que ocupa el sexto lugar en la línea de sucesión de la Corona, pase por el cadalso de la opinión pública y la opinión publicada. Hombre, no es lo mismo que el festín que se dieron los ingleses con las reinas consortes de Enrique VIII, naturalmente. Tampoco resonará por la geografía española el ruido seco de la guillotina, crack, que separó de un tajo la cabeza y el tronco de María Antonieta. Pero, chico, a falta de pan, buenas son tortas; a falta de La Bastilla, buenas son cárceles modelo; a falta de corredores de la muerte, buenos son paseíllos exteriores e interiores por los corredores de los juzgados de Palma o los que correspondan.

Lo siento, Ortega, macho: ¡El hombre son sus circunstancia y él!

Este es el pueblo y la gente entre la que he nacido, entre la que he vivido y entre la que cualquier día polvo seré, más polvo mucho menos enamorado que el polvo póstumo de Francisco de Quevedo. A medida que han ido pasando las décadas portando en mi cartera un DNI español, por una parte yo qué sé y por otra qué quieres que te diga. Confieso que he cometido la osadía de cambiar el orden los factores que estableció Ortega y Gasset en su célebre descripción sobre la existencia humana. A mis escasas luces, el hombre no es él y sus circunstancias, sino sus circunstancias y él. Por lo menos los hombres y las mujeres genuinamente españolas, oye. Mis paisanos, mis compatriotas, lo que sean esos millones de seres con los que he compartido el final de una dictadura en la cama, el principio de una transición en estado de éxtasis colectivo, los artículos de una Constitución estructuralmente ecléctica, patológicamente acomplejada, concebida en una orgiástica cama redonda ideológica, o ese decorado de cartón piedra al que seguimos llamado democracia, je, que a la mínima ráfaga de viento sociológico deja al descubierto los instintos básicos de intransigencia, de intolerancia, de sectarismo, de fanatismo, de caudillismo, que ha condenado siempre a este pueblo a volver a empezar por los siglos de los siglos y las siglas de las siglas.

Las circunstancias en España, ya digo, siempre prevalecen sobre las personas. Aquí, no somos terrícolas, ciudadanos del mundo, ejemplares libres de la especie humana con criterio propio, capaces de rectificar como los sabios y dispuestos a afrontar el último viaje, cuando está a punto de partir la nave que nunca ha de tornar, ligeros de equipaje, de prejuicios genéticos, de odio en las entrañas, casi desnudos como los hijos de la mar con los que zarpó una vez, liberado de pasiones y aversiones subjetivas y caducables, el viejo y cansado Antonio Machado que profeta ni mártir quiso ser y un poco de todo lo fue sin querer.

Ser de alguien, de algo, contra alguien o contra algo…

Aquí, no. Aquí pasas por las calles de España, decides de vez en cuando tomar café o compartir una copa con la vida, de buen rollito, colega, y en seguida se te planta un/una plasta decidida a colocarte su Currículum Vitae: yo soy Juancarlista; yo, republicano; yo anarquista; yo, antisistema; yo, indignado; yo, pro o anti abortista; yo,  de derechas o de izquierdas; yo, independentista o unionista; yo, culé o madridista; yo, reformista o constitucionalista; yo, tú, él, nosotros, vosotros, ellos…¡Joder, qué coñazo de pueblo, tronco! Siempre conjugando el verbo ser de algo, de alguien, contra algo, contra alguien, sin el mínimo rastro de vida propia y con hiperactividad patológica para hurgar en la vida de los otros. Haber nacido en este país, esa circunstancia geográfica, está eclipsando la esencia de las mujeres y los hombres con denominación de origen español ¡Qué difícil es intentar ser uno mismo, en una sociedad obsesionada con ser uno de los nuestros, entre los muchos nuestros de toda ideología, de toda condición, de toda edad, de todo origen geográfico, que aparecen en cuanto levantas una piedra!

¡Escribir y vivir en España es morir! De aburrimiento, claro.

Por lo menos para Larra escribir en España era morir. Pero, chico, para sus descendientes, vivir en España también es morirse, oye, pero de aburrimiento, a ver si me entiendes, que siempre es una agonía más lenta. Te mueres de asco, dita sea, con sobredosis de tipos que casi nunca son ellos; con meapilas que se pasan el día a Dios rogando y con el mazo fiscal, legislativo, social, educativo, sanitario repartiendo a todo y a todos los que se muevan; con jóvenes indignados que venderían a su madre por un trending topic; con mentalistas/alquimistas de derechonas, izquierdonas, secesionistas, Pablistas recién caídos del caballo, Llamazaristas que han convertido en dogma de fe la vida política eterna que, a fuerza de pócimas de laboratorio sociológico, han ido dividiendo la piel de toro en extensos ranchos ideológicos donde pacen sus respectivos rebaños humanos. Apenas quedan españoles sin llevar grabada a fuego la marca de la ganadería a la que pertenecen. Apenas quedan conciencias salvajes, asilvestradas, en serio peligro de extinción, que puedan repoblar el hábitat natural de la libertad, del pensamiento sin hipotecas, del futuro sin complejos del pasado, mientras permanecen encerrados en los parques naturales que ha ido diseñando la fría y calculadora civilización democrática.

Un Cromwell mallorquín

Ya sé, ya sé que me he ido por los cerros de Úbeda. Pero no se me olvida el guion de esa peli woodyalleniana “Castro, Cristina, Barcelona”. Tenía que pasar por la España en la que vivo antes de coger uno de esos vuelos de la imaginación low cost que están transportando a millones de españoles al destino masificado de Palma. No es su sol, ni sus calas, ni el inconfundible sabor de su sobradada, ni el aroma de una ensaimada de Mallorca esculpiéndose en el horno.  Es un cóctel de expectación, de morbo, de una sana esperanza ciudadana y del sórdido síndrome de abstinencia regicida de un pueblo frustrado con su historia. Necesitábamos un Cromwell para ajustar nuestras cuentas con Austrias y Borbones, y hemos encomendado nuestra terapia de grupo a un Juez de Instrucción al que llamamos Castro. Nadie, mejor que su Señoríal, sabe lo delgada que es la línea roja que separa a un héroe de un villano. La ley, los indicios, la convicción de colaboración necesaria, la ética profesional, le ha permitido que al lanzar la moneda de la justicia al aire le haya salido cara, una resolución de imputación, un dictamen que permite echarle carnaza al pueblo. Ahora, también te digo una cosa: si a este pobre hombre la misma ley, el análisis de los mismos indicios, la misma ética, le hubiese obligado a anunciar que le había salido cruz, una resolución de no imputación, un dictamen en contra de los vientos del pueblo, ahora sería un villano, un vendido, uno de los tipos más indeseables de España.

Hemos pasado por la democracia, pero la democracia no ha pasado por nosotros…
Esa es la cuestión. Los españoles elevamos a los cielos a los que nos dan la razón, pero condenamos a los infiernos a los que nos la quitan, con motivo o sin él. Esta guerrita civil oral entre tertulianos, analistas, editorialistas, portavoces políticos, españoles compartiendo una caña pero discrepando sobre un juez, una resolución, una infanta, a la hora del aperitivo, es la demostración de que llevamos tres décadas y media pasando por la democracia, pero sin conseguir que la democracia pase de una puñetera vez por nosotros. No son ustedes, ni yo, ni nadie. Son los dedos miserables que le han dado cuerda al reloj de nuestra historia, que siempre ha ido, que todavía va, que siempre irá con retraso. 

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