¿Es claro el texto constitucional respecto a la acusación popular?

Mariano Rajoy en su declaración en la Audiencia Nacional. / TV
Mariano Rajoy en su declaración en la Audiencia Nacional. / TV

Es probable que Rajoy –pese a lo impoluto de su presencia ante el tribunal– adolezca de alguna mancha. O de varias. No obstante, hacer de él muñeco del pim, pam, pum, constituye un hecho alevoso.

¿Es claro el texto constitucional respecto a la acusación popular?

Toda acusación popular se genera sobre dos vertientes. Una política cuya sentencia, en un sistema democrático, viene dada por el resultado electoral. Otra, presenta vínculos jurídicos y su ejecutoria, objetivamente, corresponde a la fiscalía. Existen, sin embargo, colectivos que, disfrazados de oscura representatividad, aseguran ser voz y salvaguardia del pueblo. Se arrogan competencias previstas, de forma bastante cautelosa, en el texto constitucional. Tanto que, a veces, precisa de profundo adiestramiento hermenéutico.

Nadie duda del mandato, que recoge la Constitución, sobre el acceso de instituciones oficiosas a ejercer una acusación particular en cualquier proceso penal. Pero su labor queda invalidada cuando subsiste riesgo de extrañas aventuras ajenas al acto justiciable. Conocemos entidades virtuosas hasta el momento de presentar maniobras vergonzantes que dejan al descubierto un sinfín de irregularidades. Primero sucumbió la SGAE (Sociedad General de Autores y Escritores). Luego, salieron a relucir las impurezas que atesoraba Manos Limpias cuyo presidente fue encarcelado y sometido a escarnio social. Este caso marcó bastantes desavenencias entre el espíritu constitucional y usos picarescos que de él se hacen.

Ayer, es un decir, de manera inopinada irrumpió la noticia del tejemaneje que asedia al fútbol. El señor Villar, presidente de la federación española, presuntamente realizó múltiples ilegalidades tramitando el negocio balompédico. La salpicadura también afectó a familiares y amigos, alguno de los cuales le acompañan en la cárcel. Ignoro si hay materia o no para iniciar estrictamente un proceso, deseo, con pocas probabilidades de causar víctimas inocentes. Pareciera una confabulación de individuos sin escrúpulos aunados por un azar maldito.

Hay quienes ofrecían causas engorrosas, con enjundia, dependiendo de qué ubicación doctrinal se asigne al sujeto. La Asociación de Abogados Demócratas de Europa (ADADE) se ha personado como acusación popular en el caso Gürtel. Dicho colectivo, aparte la arbitrariedad que desprende su nombre, aprovecha una coyuntura subjetiva para sentar a Rajoy en el banquillo de los testigos, aunque algunos lo consideren infractor de antemano. Renuncio a buscar implicaciones entre el presidente y la ética como lo haría con cualquier otro preboste de empaque. Por esto, llevarlo a juicio debiera tener consideración de abuso manifiesto, sin que ello significara excelsa templanza o impunidad.

Mencionaba, daba a entender, el atropello de estos abogados al autodefinirse como demócratas. Esa facultad deja al resto, inexorablemente, en el ámbito totalitario. Demasiada vestimenta semántica para tan poca trascendencia. Tal asunto es un ejemplo vivo, reciente, del uso desaprensivo, indigno, que se hace de la acusación popular. Convertir las leyes en subterfugio de brega política mancha su pureza; perversión más significativa en quien debiera observarlas con criterio recto y riguroso. No vale todo para obtener réditos electorales. Al final, el ciudadano acaba percibiendo qué oculta la máscara.

Insisto, es probable que don Mariano –pese a lo impoluto de su presencia ante el tribunal– adolezca de alguna mancha. O de varias. No obstante, hacer de él muñeco del pim, pam, pum, constituye un hecho alevoso. Parece evidente que, la mencionada asociación, no arrastraría a sus partidarios ante ninguna magistratura. Bien por indicios, bien por sospechas, la farsa forma parte esencial del acontecer diario. Además, nadie quiere su propiedad -justo lo contrario a aquello que despierta envidia o loa- pero ante cualquier rechazo el reparto se realiza con equidad, con similar porcentaje.

Sánchez e Iglesias elevan a preeminencia la caricatura urdida por ADADE. Ambos, a dúo, a la par, respectivamente piden la dimisión de Rajoy amén de una comparecencia extraordinaria. Don Pedro, en un arrebato de cinismo, asegura que él dimitió para “defender sus convicciones”. Se coge antes a un mentiroso que a un cojo, asevera rotundo un refrán muy popular. En efecto, a Sánchez le hicieron dimitir por varias razones, entre ellas el abismo a que abocaba al partido. Luego, con artimañas mil, con verdades a medias jalonadas de engaños completos, supo transferir “sus convicciones” a gran parte de afiliados. Tampoco necesitó grandes esfuerzos. Siento auténtico interés de que explique Estado Federal y España Plurinacional; razones y consecuencias. Asido a este pedrusco doctrinal, seguirá alimentando por poco el martirologio del PSOE.

Reitero, Sánchez e Iglesias –con tácito refrendo de Ciudadanos– exigen no sé cuántas renuncias a Rajoy por corrupción. Cuando existe una crisis económica notable, la corrupción crematística es grave pero hay otra vertebral siempre: la corrupción democrática. Populismos y convicciones personales nutren el dogma que cala en mentes irreflexivas poniendo en peligro la convivencia social y con ella el sistema de libertades. Una izquierda radical, ultramontana, favorecida por la resonancia de medios cuya deontología queda supeditada a la cuenta de resultados, lleva irremisiblemente a la ruina material y moral. Así lo atestiguan años de Historia, superada esa posibilidad de enjoyarla con sutilezas.

El individuo cree que propaganda y agitación políticas son tácticas imprescindibles. Para los regímenes totalitarios y tiránicos, sí; sin duda. En absoluto sirven para sistemas liberales; ya que dichas tácticas quiebran, conculcan, la soberanía popular sometida a la conciencia social. Una creación funesta debida a esa corrupción ideológica que pervierte toda esperanza democrática. Además, sin ninguna duda, también potencia el extravío material.

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