'Caso Prestige': Otra víctima del “cainismo” genuinamente español

Concentración Plataforma Nunca Máis contra la resolución del Prestige en el Obelisco de Coruña
Concentración de la plataforma Nunca Máis contra la resolución del Prestige en el Obelisco de A Coruña. / Cris Andina

La sentencia del Prestige ha condenado a las dichosas dos Españitas a mirarse al espejo y exclamar: ¡verdaderamente somos 47 millones de gilipollas sin propósitos de enmienda!

'Caso Prestige': Otra víctima del “cainismo” genuinamente español

No quedan, que va, ni vencedores, ni vencidos. La sentencia del Prestige ha condenado a las dichosas dos Españitas a mirarse al espejo y exclamar: ¡verdaderamente somos 47 millones de gilipollas sin propósitos de enmienda!

 

Por el Prestige, aquella chatarra en forma de barco que intentó rematar a mi Costa de la Muerte, me gustaría que me saliese un artículo, pero seguramente me saldrá una reflexión del subconsciente tumbado en el diván virtual de un psiquiatra.

Me remonto once años atrás, como los pacientes de Freud a sus infancias, y veo humo, Doctor, y suenan extrañas sirenas en la noche, y escucho las voces de los ecos en un Babel político, mediático, intelectual, técnico, profano, que logra el inédito fenómeno lingüístico de que no se entienda ni Dios, de que nadie comprenda o quiera comprender lo que dice nadie, mientras se cruzan conversaciones, se transmiten informaciones y se emiten opiniones en el mismo idioma. Llegan de la costa estremecedores aullidos de lobos de mar esteparios, ¡aún los oigo!, dirigidos a una luna incapaz de reflejarse en el espejo del Atlántico empañado de chapapote. Todo es inútil en el inesperado proceso de metamorfosis de un bendito mar azul en un nuevo y maldito “mar negro”

Un Prestige, un Potemkin, un Aurora…

Entonces, buceo con la imaginación hasta once años de profundidad en el tiempo, hasta más de tres mil metros de profundidad en el océano, y le pregunto a una proa y una popa, divorciadas por toda la eternidad en los fondos marinos, ¿quiénes, de qué forma nos robaron el mes de noviembre de 2002?, ¿cómo pudo sucedernos a nosotros los gallegos?, ¿por qué decidieron romper, precisamente delante de mis playas, lo que algún astillero había unido a miles de millas de distancia…? En el fondo, y nunca mejor dicho, parecen dos pedazos de un Potemkin que encendió la mecha de la revolución contra Aznar y su corte. O quizá los restos arqueológicos de un Crucero Aurora que disparó los primeros cañonazos sociológicos, ¡Nunca Máis!, ¡Nunca Máis!, como señal inequívoca de que se iniciaba el lento pero seguro asalto al Palacio de Invierno.

Eso es lo que me viene a la cabeza mientras recorro el fantasmagórico paisaje de aquel noviembre de nuestros descontentos. Aún veo las banderas de Nunca Máis ondeando a los cuatro vientos de mi tierra galaica. Aún contemplo los carteles pegados en decenas, centenas de miles de ventanas, anunciándole al mundo el luto riguroso que guardaban los hogares galaicos por tan irreparables pérdidas. Aún oigo los ecos de los apasionados adagios de Manuel Rivas. Aún releo las filípicas y las necrologías de Suso de Toro. Aún escucho el triste concierto al aire libre de un pueblo de marineros que, en vez de poder hacerse a la mar, tenía que hacerse todos los días a las calles, en un desesperado intento de lograr en tierra firme lo que ya no podía esperar mar adentro: su milagro de los panes y los peces de cada día. Luego, verás, abro los libros de contabilidad del Movimiento NM y, a mis escasas luces, descubro que se pueden añadir apuntes contables en su Debe y en su Haber.

Nunca Máis encalló en Corcubión

Nunca Máis ha ingresado en la historia como paradigma inmaterial del punto de apoyo que suplicaba Arquímedes para mover el mundo; como prototipo de campaña audiovisual capaz de alcanzar la velocidad del sonido; como réplica real del siglo XXI al viejo y ficticio “efecto llamada” del Flautista de Hamelín; como un innovador caballo de Troya que permitió el asalto al inexpugnable reino de Fraga; como un logotipo que todavía desprende esa esencia de genialidad que se guarda en el tarro pequeño de la sencillez. Y, sin embargo, once años después de haber desembarcado en las playas del mar del chapapote, clama por las calles de Galicia, de España, alzando a los cielos con impotencia sus manos vacías de culpables y de indemnizaciones. Le ha perdido la avaricia de la caza del hombre y del nombre y la impaciencia de repartirse el botín ideológico del enemigo. Le ha faltado la proverbial paciencia de la Iliada del maestro Homero. Tenía tanta prisa, que en vez de vestirse despacio, de acudir a tribunales internacionales, cogió el atajo del juzgado de Corcubión que le pillaba más a mano ¡Qué error, qué inmenso error!, como dijo un clásico a medio camino del Éxodo de la transición.  

Los “Hundimientos”, salvo el del Prestige, eran espejismos

Así, con el hundimiento del Prestige, habría iniciado yo una versión cinematográfica del “Hundimiento” de otro señor bajito y con bigote que yo me sé, dicho sea sin ánimo de establecer odiosas comparaciones, claro, en la recta final de la caída de Madrid. Porque, no nos engañemos, Galicia estaba empachada de “fraguismo”, de brotes de delirios faraónicos en Monte Gaiás, de pequeños Goebbles nacidos en Redondela, de siniestros Himmlers con denominación de origen de Lalín. Y España, verás, padecía indigestión de absolutismo del Zar de La Moncloa, de su zarina entre la espada de los Legionarios de Cristo y la pared de los Kikos y de aquel Rasputín incombustible al que todavía seguimos llamando Pedro Arriola. Todo era pura gasolina sociológica y, Nunca Máis, la chispa imprescindible en el lugar adecuado en el momento oportuno.  Estas cosas es que empiezan con un barco que se aleja, con un “chapapote” que se acerca, con una marea negra que se extiende, con una marea blanca de hermosos voluntarios que encogen el corazón de la opinión pública y la opinión publicada y, al final, acaban como el rosario de la aurora. O sea, como el PP y Mariano Rajoy el 14-M de 2004.

Claro que Nunca Máis pasará la historia como la primera piedra de dos edificios que, al final, se convirtieron en meros decorados de Estudios de Hollywood: el gobierno bipartido, perdón, bipartito gallego y el gobierno bipolar de Zapatero. Cierto es, señores del jurado, que el movimiento genuinamente gallego influyó directamente en el desahucio del Viejo León de Vilalba en las urnas. Pero, con Rajoy y sus hilillos, lo habría tenido más crudo si Aznar no se hace el harakiri en la foto de las Azores y aquellos funestos trenes de cercanías, ¡Oh cielos, qué horror!, no hubiesen regado Madrid, España, el mundo de sangre, dolor y lágrimas.

La prensa efímera derrotó a la historia sostenible

Pero al principio fue el verbo dimitir. Y las banderas de Nunca Máis izadas en los mástiles de los corazones y de las primeras páginas de los periódicos, en contraste con banderas gallegas a media asta y banderas de España con crespones negros. Al principio fue la grandeza de la fuerza de la razón llevándose de calle el pulso contra la miseria de la razón de la fuerza. Al principio se aspiraba a entrar en las inmortales páginas de la historia, antes de caer en la tentación de entrar en las efímeras páginas de los periódicos.

No seré yo el que diga que esto no ha tenido un final feliz. En realidad lo están confirmando los hombres y las mujeres de Nunca Máis por las calles de España. No hay nada más decepcionante que haberlo cambiado todo: a Fraga por Touriño, a Aznar por Zapatero, a los conservadores por progresistas, para que todo haya acabado igual: un cachorro de Fraga en Monte Pío, un alter ego de Aznar en La Moncloa, un gobierno conservador al frente del BOE, Mangouras con nueve meses de embarazo penitenciario, López Sors sin antecedentes penales, España sin un euro de daños y perjuicios y el Prestige, ahí abajo, en el silencio de su cementerio marino, recordándonos lo estéril que resulta el irracional “cainismo” ideológico genuinamente español.

Servidor, en asuntos de España, se ha vuelto hippy: ¡probemos a hacer el amor y no la guerra! Aunque sólo sea en algunas cosas, hombre.

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