Atrapados en la desigualdad, cincuenta años después de la euforia de los sesenta

El presidente John F. Kennedy.
El presidente John F. Kennedy.
Globalizados en una especie de pensamiento único, en el que apenas caben ciertos matices, parece como si toda la humanidad haya quedado atrapada en una espiral depresiva de desigualdad interminable.
Atrapados en la desigualdad, cincuenta años después de la euforia de los sesenta

Eran tiempos de euforia. Europa había remontado los años difíciles de su segunda gran guerra y, aunque ya algunos empezaban a dar toques de atención sobre el despilfarro de recursos, predominaba el criterio optimista del progreso permanente. Incluso en la rígida Unión Soviética, después de la desestalinización proclamada por Nikita Jruschov, colaborador y heredero de Stalin –es decir, que conocía perfectamente la pesadilla en la que él mismo había participado–, parecían abrirse nuevos horizontes, de la mano del despegue tecnológico de la carrera espacial, en la que habían conseguido adelantarse a Estados Unidos.

Y en la Iglesia católica, un papa elegido por su ancianidad, Juan XXIII, se destapaba como el impulsor de un aggiornamento de las viejas estructuras eclesiales, poniendo en marcha un concilio de renovación e incorporando en su encíclica Pacem in terris, y por primera vez en un documento oficial de la Iglesia Católica, la defensa de los derechos humanos que se habían proclamado a finales del siglo XVIII en las Constituciones de Estados Unidos y de la Francia revolucionaria. De la publicación de esa encíclica (el 11 de abril) y de la muerte misma del papa Juan XXIII (el 3 de junio) acaban de conmemorarse cincuenta años, los mismos que se conmemorarán en noviembre del asesinato del tercer gran protagonista mundial de aquellos momentos de esperanza, el presidente estadounidense John F. Kennedy. Un año más aguantó Jruschov, hasta octubre de 1964, cuando la recalcitrante burocracia estalinista puso fin a sus veleidades aperturistas y lo sustituyeron por Breznev, uno de los gobernantes más grises de todos los tiempos, que convirtió a la URSS en una gran potencia militar a costa de hundir su economía.

Ellos abrieron las ilusiones de aquella década de los años sesenta, cuando se esperaba que el diálogo entre ideologías y sistemas económicos superase la guerra fría entre bloques, a través de lo que se llamó coexistencia pacífica, mientras los procesos de descolonización empezaban a dibujar la configuración de un tercer bloque equilibrador. Pero la década terminaría con un saldo desigual de esperanzas y frustraciones. Las posibilidades de ese tercer bloque fueron desvaneciéndose entre conflictos como el de Vietnam o el de Oriente Próximo y los nuevos modelos de colonialismo indirecto que desvirtuaron y corrompieron los estados nacidos de los movimientos anticolonialistas. La primavera de Praga, que abría un proceso democratizador dentro del bloque comunista, remataría aplastado por los tanques del Pacto de Varsovia en 1968, en el mismo año que el estallido libertario del Mayo francés pero también de la matanza represora en la mexicana Plaza de las Tres Culturas.

Cincuenta años después, y con toda la ofensiva involucionista que nos vuelve a caer encima con el pretexto de la crisis financiera, las esperanzas están más que olvidadas y las frustraciones cada día más consolidadas. De aquellos bloques que, de una manera u otra, entre tensiones y malabarismos, no dejaban de proporcionar cierto equilibrio, por muy inestable que fuese, ya no quedan diferencias ideológicas ni de sistema económico. Globalizados en una especie de pensamiento único, en el que apenas caben ciertos matices, parece como si toda la humanidad haya quedado atrapada en una espiral depresiva de desigualdad interminable.

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