Anatomía del pacifismo occidental

España homenajea a Ignacio Echeverría. / Mundiario
España homenajea a Ignacio Echeverría. / Mundiario

La decadencia de occidente se maquilla con medallas al mérito civil, ramos de flores en las calles, velitas simulando la luz al final de un siniestro túnel en el que impera la sombra alargada del egoísmo, el pacifismo sintético, el maquillaje ético y estético y una recalcitrante, insolidaria y vergonzante cobardía ¿Quo vadis, Europa?

Anatomía del pacifismo occidental

Por Ignacio Echeverría no me sale un réquiem, ni un emotivo artículo in memoriam suya para autoconsuelo propio, ni el ramito de flores con su penetrante aroma a cobardía colectiva que depositamos los occidentales, ni una de esas velitas con las que osamos simular un poco de luz al final de un siniestro túnel, ¡oh, la pacífica, la mansa, la decaída y decadente civilización europea!, en las calles donde se reseca la sangre derramada por santos inocentes y por valientes seres humanos que irrumpen en los medios de comunicación como excepciones que confirman la regla ¿Por qué seguimos llamándole paz a lo que deberíamos llamar miedo? Lo mismo que seguimos llamando amor a lo que deberíamos llamar sexo, movilización social a lo que deberíamos llamar gregarismo manipulable y manipulado, estabilidad económica a lo que deberíamos llamar resignación epidémica, trabajo a la esclavitud, empresarios a abundantes especies de buitres carroñeros, salvadores a insaciables lobos ideológicos con piel de cordero, hemos caído en la inercia de llamarle pacifismo, con pasmosa grandilocuencia racional, a lo que solo es una irracional y vergonzante reacción del instinto de  supervivencia que permanece en nuestro ADN desde que todavía éramos monos desnudos.

Parece que nos morimos de pena desde que Ignacio Echevarría se dejó la vida en Borough Market, intentando evitar que una mujer perdiese la suya. Pero, en realidad, nos morimos de envidia. Porque, en el resto de nuestras más cortas o más prologadas vidas, jamás seríamos capaces de arriesgarnos a morir de pie si existiese la mínima posibilidad de poder seguir viviendo de rodillas. Parece que nos sobrecoge el triste destino de Ignacio, (¡tantos pero tan pocos Ignacios!), que ya ha hecho exclamar a los poetas: ¡qué solos se quedan los muertos! Pero en la intimidad de nuestras casas, cuando cesen los panegíricos en los medios comunicación y se desvanezca el eco de los absurdos y conmovedores aplausos de impotencia al paso del ataúd de un paradigma humano de la generosidad, el valor y la justicia, resonará en nuestro interior una voz clamando en este desierto occidental donde solo crecen los cactus del egoísmo, la mansedumbre mísera y la cobardía: ¡Dios mío, ¡qué solos se quedan los vivos!

Tres o cuatro centenares de millones de descreídos habitantes de una Europa convertida en un dramático cementerio de muertos vivientes, hemos olvidado el alto precio en vidas humanas que pagaron nuestros antepasados para dejarnos en herencia un continente, ¡oh, Europa!, sembrado de semillas de Libertad, de Justicia y de Derechos Humanos que todavía demandan el riego gota a gota de sangre, sudor y lágrimas para que alguna sucesiva generación pueda recoger la cosecha perfecta. Aún, verás, nuestra añeja cultura, en la que predomina el legítimo derecho a la vida, no puede permitirse el lujo de anteponer su terror individual y colectivo a la muerte, convenientemente maquillado de eufemismos morales, éticos y estéticos, al desafío minoritario, fanático, incontrolable e incontrolado de otras culturas, por lo visto hostiles a la nuestra, ¡ellos sabrán por qué!, en las que predomina la idea obsesiva de que la muerte no es el final, sino el principio de todo.¡ Los que van a morir! son y serán siempre los favoritos en una guerra sin reglas, sin Convenios de Ginebra, sin posteriores Juicios de Núremberg, frente a unos amedrentados y sofisticados ciudadanos incapaces de jugarnos la vida para intentar alcanzar la paz de nuestros hijos, nuestros nietos y todos nuestros predecesores. Hubo otros tiempos, no muy lejanos, en los que nuestros antecesores, aunque algunos pudieron verlo y otros no, soñaron con dejarnos un mundo en el que la vida, y nunca más la muerte, saliese a nuestro encuentro en las calles, en los puentes, en los conciertos, en los trenes de cercanías, en los Word Center, en esos plácidos días de algo de vino y rosas en los que calienta el sol en alguna playa exótica y remota. Interesante dilema éste, ¿no te parece, Director?, que confronta a seres humanos que quieren morir matando impunemente a seres humanos que quieren vivir aceptando el sacrificio lento, seguro, imprevisible y globalizado de pacíficos corderos humanos, elegidos por puro azar, para santificar a un “todo misericordioso” Dios Allah.

¡Que bonitos los inútiles gestos de la Cruz de Plata al Mérito Civil, de los minutos de silencio en los Estadios, de los desgarradores gritos y susurros en las redes sociales, de los ríos de tinta que van discurriendo hacia el trasnochado mar del Marqués de Santillana “que es el morir” Mitad agradecido y avergonzado de saber que coexistimos algunas personas como Ignacio y tantas como yo, le pido prestado a Dani Martín un pedazo de estribillo que describe a los que vamos quedando vivos tras las masacres del terrorismo islamicida:

                           “Que se mueran de envidia,

                             aunque muertos ya estén,

                             los que todo maquillan,

                             los que día tras día

                             no se atreven a ser”

Por Ignacio Echeverría, director, paradojicamente sigo conjugando en mi cabeza el verbo ser. Por el resto de los occidentales que, estos días, míranos, todavía hablamos y pensamos en él como la otra cara de la moneda de nosotros, ay, solo soy capaz de conjugar el verbo estar, mientras resuena una y otra vez en mi cabeza: ¡qué solos nos quedamos los vivos!

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