El obligado giro sustancial de la política de vivienda antes de una ley

Alquiler de viviendas. / Pixabay
Alquiler de viviendas. / Pixabay
Hay que hacer pasar a los diversos agentes que intervienen en la construcción, financiación, venta o alquiler de edificios, viviendas y suelo, por el condicionante de que están participando en la generación, prestación y utilización de un servicio de interés social.
El obligado giro sustancial de la política de vivienda antes de una ley

El hecho de que el Artículo 47 de nuestra Constitución establezca taxativamente que “todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”, y establezca que “los poderes púbicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho”, convierte a la vivienda en un bien de interés social. Y como tal hay que tratar todos los temas que se refieren a la obligación impuesta a los poderes públicos, y a las prioridades y jerarquía de intereses que se manejen en relación con ese derecho.

En un Real Decreto Ley del 30 de abril de 1985, el Gobierno de la Nación abordó este asunto en la llamada “Ley Boyer”. Y lo enfocó menos en el contexto del mandato constitucional concreto de convertir a la vivienda en un bien de interés social, que en el contexto general de las reformas y mejoras de las ruinas económicas heredadas de la dictadura, en el que se circunscribe también la llamada “reconversión industrial” -que en el mejor de los casos no pasa del saneamiento de la industria pública, con una necesaria reconversión financiera-, y una política monetaria encaminada a regular el déficit y la inflación. Pero no aborda el mandato constitucional sobre la vivienda.

En la propia exposición de motivos del Real Decreto-Ley se cita como uno de los objetivos el de fomentar la construcción, y como otro el de estimular la inversión, se supone que tanto en la compra de vivienda como en su promoción. De hecho, se establece una desgravación del 17% para la inversión en adquisición de vivienda de nueva construcción, cualquiera que sea su destino; se habilita la transformación de viviendas en locales de negocio; y se suprime la prórroga forzosa de los arrendamientos urbanos para los alquileres que se produzcan a partir de ese momento, y en la práctica se liberaliza el precio de los alquileres, porque Boyer prefería apostar por la inversión.

La llamada ley Boyer, más que en el mandato del derecho a la vivienda, se fija en la estimulación del mercado. Era un momento -como decíamos antes- de sanear y estimular la actividad económica, y de arreglar los datos macroeconómicos en las vísperas de la ansiada entrada en la Comisión Económica Europea. Hay un párrafo muy significativo en la exposición de motivos de la ley, que rezuma todas esas inquietudes, pero que no se fija exactamente en una política de vivienda, que ni en esa ni en otras leyes se ha abordado como tal. Ha habido leyes del suelo, reformas de la ley hipotecaria (una ley que, por cierto, data de 1946). Pero nunca se ha abordado una política estratégica sobre vivienda que venga a poner las bases de cómo se cumple el mandato constitucional para el desarrollo de un derecho que -por otra parte- es vital para el desarrollo y bienestar de la sociedad.

El párrafo al que nos referimos es toda una declaración de principios, ajena en sí misma a la concepción de la vivienda como un bien de interés social, o como un derecho básico para la vida de los ciudadanos y de las familias:

“La reforma incluida en este Real Decreto-Ley, al aumentar la oferta reducirá la presión al alza con beneficio para el propietario y para el arrendatario, lo que permite satisfacer las necesidades de vivienda de una generación de jóvenes que, debido a la situación de bajo crecimiento económico, tienen dificultad para adquirir una vivienda…”. Y, por supuesto, no acertó en sus objetivos.

Toda una declaración de principios en la que se deja el protagonismo a la ley de la oferta y la demanda: es decir a esa creencia -ampliamente demostrada como falsa- de que el mercado lo arregla todo, como si éste, en lugar de ser un juego caótico de intereses, fuera una especie de orden lógico universal. Por otra parte, ni por asomo, apunta la más mínima intención de una intervención pública en la planificación del derecho a la vivienda. Subyace también, si no exactamente en el párrafo citado, sí en la filosofía de fondo, el predominio del concepto de la vivienda en propiedad.

Posteriormente a ese Real Decreto-Ley, todas las actuaciones legislativas han abundado en esa filosofía de fondo -que coincide con la del ministro franquista José Luís Arrese de hacer de cada proletario un propietario-, y nos han llevado a la disparatada e insostenible situación actual del mercado de los alquileres, con precios aberrantes y especulativos, y con una oferta pública prácticamente inexistente: y allí donde existía, las políticas liberales se han ido encargando de vender a fondos buitre (ilegítima, y pienso que ilegalmente) la propiedad de los inmuebles, para que entren en la feria del mercado especulativo.

En España no llega al 24% la proporción de viviendas en alquiler, cuando la media europea es del 30%. Y eso teniendo en cuenta el contrapeso que hacen los países del Sur, o países pobres, como Portugal, Italia, Rumanía, Polonia, Lituania, Croacia, Eslovaquia…, o España mismo; o la excepción de los países escandinavos. Sin embargo, en Austria el 44,8% de las viviendas son alquiladas (llegando al 80% en Viena); en Alemania lo son el 44,9%, en Dinamarca el 39,2%, en Francia el 35,9%, o en Países Bajos el 31,1%. La ley del mercado, en la que confiaba Boyer, ha hecho que la demanda supere a la oferta y ponga los precios por las nubes y que la dignidad de muchas de las viviendas ofrecidas se arrastre por el barro de la especulación.

No es casual que el Gobierno de coalición haya tardado tanto en abordar la ley de Vivienda. Y mucho me temo que en el tiempo que queda de legislatura no va a ser fácil que se pueda estudiar en profundidad, y con carácter estratégico, algo que necesita mucho más que una política de precios, sino que exige afrontar una línea estratégica clara nacida del principio constitucional de que la vivienda es un bien de interés social que, como tal, requiere -antes que nada- una prioridad muy clara; pero también una actuación combinada público-privada que, sin desalentar la inversión privada, combine en toda promoción de viviendas un porcentaje viable, pero no desdeñable, de viviendas en alquiler, y que regule a la vez unos precios sociales de los alquileres, que no permitan que sobrepasen un porcentaje sobre el salario medio.

Algo que, dicho en tres líneas, puede parecer fácil, pero que es más complicado de lo que parece, y que necesita acometer integralmente todos los elementos a considerar. Partiendo incluso de la política y los precios del suelo, y hasta de los edificios, cuando se trate de rehabilitación de viviendas, o de remodelación de edificios o manzanas; o de la amortización real del coste de la vivienda en el caso de los alquileres. Haciendo que todos los intervinientes arrimen el hombro, sin que nadie pierda o pague el pato, pero haciendo que las cargas se equilibren entre todos. Incluidos los poderes públicos, que deben idear incentivos, ayudas, o asunción de una parte de los costes si se demuestra que es necesario.

Hemos de ser conscientes de que se trata de un sector que por el camino que ha ido ha generado mucha especulación, mucha ruina: nada menos que la mayor parte de toda una crisis financiera que hizo tambalear la economía mundial. Un coste social muy elevado (un mínimo de 3 millones de empleos en España), y un coste público muy alto, no sólo por las ayudas directas a la banca, sino por la forma como terminó abordándose la propia crisis de los activos tóxicos, con miles de familias desahuciadas (178.000 entre 2007-2009), con una gran cantidad de activos aún comprometidos: catorce años más tarde la Sareb no ha conseguido liquidar la totalidad de los bienes embargados. Con decenas de empresas arruinadas, y un gran cúmulo de activos (maquinaria, herramientas) destinado a la chatarra. Con un abecedario empresarial -me temo que aún no rectificado- basado en la especulación, y muchas veces en la falta de solera empresarial de los actores implicados, que hace que la presente crisis de las materias primas, el transporte y la energía, tengan otra vez a centenares de empresas en la zozobra de nuevas quiebras.

Abordar la gestión del derecho a la vivienda no es cuestión de parches ni de medidas provisionales, aunque haya que adoptar algunas. Es más bien un mar de fondo que tal vez necesite que se eche mano del artículo 38 de la Constitución, que sitúa la libertad de empresa en el marco “de la economía general, y en su caso de la planificación”.

Con la Constitución en la mano, hay que hacer pasar a los diversos agentes que intervienen en la construcción, financiación, venta o alquiler de edificios, viviendas y suelo por el condicionante de que están, en la práctica, participando en la generación, prestación y utilización de un servicio de interés social. Si no, siempre estaremos volviendo a las andadas.

La ingente tarea del Gobierno pasa por armonizar la interacción de todos esos agentes, de manera integrada, y logrando que fluya la iniciativa de la libre empresa, siempre ateniéndose a la situación de la economía general, que quiere decir salarios, inversión pública, incentivos fiscales condicionados al cumplimiento de unas reglas, precio del suelo condicionado a la coyuntura económica, e incluso al precio inicial de compra, y de la amortización real, en el caso de los alquileres; y muchas otras derivadas que habrá que sopesar y valorar, sin dejarlo en manos de aventureros, como muchos que han pululado por el sector durante demasiado tiempo.

Y, por supuesto, habría que hablar de las hipotecas, terreno en el que se impone revisar muy a fondo toda la filosofía de la propiedad y de los derechos de cada parte, para sacar el tema de la concepción posiblemente trasnochada de una ley de 1946, y reflexionando sobre la irracionalidad y la tragedia social que vivimos por culpa de la malhadada burbuja inmobiliario-financiera. Y sobre los derechos del propio hipotecado que, aunque hay pagado el 50% o más de la hipoteca y sus intereses, se queda sin la vivienda como muchos nos quedamos sin abuela. O sobre el conformismo de la dación en pago, que no tiene en cuenta que en el fondo un acuerdo hipotecario -a partir de una tasación aceptada por el banco- es como un negocio entre dos partes, que como todo negocio está sometido a riesgos que, por lógica, ambas partes deberían asumir en su justa medida.

Un capítulo para el que no queda espacio en este artículo y que exige una reflexión complementaria y profunda. @mundiario

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