Ley de Secretos: derecho a saber y voluntad de ocultar

El Gobierno pretende proteger decisiones del franquismo hasta 2040 dificultando el acceso a historiadores e investigadores
Tras muchos aplazamientos el Gobierno ha trasladado a las Cortes un Anteproyecto de Ley de Información Clasificada que viene a derogar a la vigente Ley de Secretos Oficiales que, con modificaciones puntuales, está vigente desde 1968, hace 54 años. Los aliados del Gobierno han protestado ante los dilatados plazos que se imponen para la protección documental, que pueden llegar a los 65 años. Es decir, que para conocer por ejemplo las últimas decisiones del franquismo será necesario aguardar a 2040.
No se ha justificado el celo en proteger las actuaciones de la dictadura por más que haya asuntos como la independencia de Guinea Ecuatorial, el abandono del Sahara Occidental o las vicisitudes de la Transición, en especial hasta las primeras elecciones democráticas, que han venido siendo objeto de reclamación por parte de historiadores. Es difícilmente justificable extender el manto del secreto sobre actuaciones de Gobiernos anteriores a la Constitución, salvo que el actual Gobierno se identifique con ellas. De hecho las únicas razones para una sobreprotección de determinados asuntos son las relaciones internacionales, la defensa o la seguridad de las personas.
La Ley, redactada por celosos burócratas, evita la desclasificación automática de los documentos lo que es una forma de garantizar su confidencialidad a perpetuidad puesto que la vía judicial que se regula exige la previa identificación de la documentación solicitada lo que al estar protegida por el secreto es directamente un callejón sin salida. Por otra parte quien la solicite deberá acreditar su interés directo en el tema, como si el derecho a saber no existiese dificultando en extremo el trabajo de historiadores, archiveros e investigadores.
Por otra parte la futura Ley pretende facultar a casi trescientas personas para la declaración de confidencialidad o acceso restringido, categorías inferiores de protección, atribuyendo a las mismas la capacidad para evaluar las solicitudes de acceso. Es decir quien clasifica información decidirá además sobre la idoneidad de quien quiera acceder a ella.
Si añadimos que ningún Gobierno hasta la fecha ha querido modificar la norma franquista, debemos deducir la utilidad de la misma. El poder siempre desea ofrecer la mínima información. El Ministro de la Presidencia ha dicho que la cantidad de expedientes clasificados es ingente y que por ello no se pueden desclasificar automáticamente o de oficio. Es una mala excusa. Si es ingente es porque en su mayoría es irrelevante. En los últimos siete años del franquismo no es creíble que se haya producido tal cantidad de información clasificada y que ésta sea tan relevante para la seguridad del Estado.
Cultura burocrática del secretismo
Si ampliamos el foco, la demanda de transparencia de la Administración, a pesar de indudables avances, dista mucho de lo que reclaman los organismos internacionales. El último informe del GRECO (órgano del Consejo de Europa para la prevención de la corrupción) señala que durante el último año los avances en España han sido nulos, citando entre los asuntos pendientes la modificación del aforamiento de altos cargos, la regulación y control de las “puertas giratorias”, la regulación del lobbying o la independencia del Consejo para la Transparencia y el Buen Gobierno.
Por su parte, la ONG de derechos humanos Access Info, con motivo del séptimo aniversario de la legislación española, señalaba que los solicitantes de información de los Ministerios deben pasar por un complejo proceso de identificación, que en la práctica limita el acceso al 18% de los ciudadanos. Por otra parte no existe un régimen sancionador para los organismos públicos que incumplan la ley. Otro dato preocupante es que el 15% de las decisiones del Consejo de Transparencia no se cumplen. Y no se trata de que los ciudadanos reclamen mucha información pues solo se registra un millar de peticiones al mes para el conjunto de la Administración estatal. Por otra parte las Comunidades Autónomas y Ayuntamientos han producido sus propias normas de transparencia con mayores dificultades de acceso si cabe.
Es decir, estamos ante una cultura burocrática de la Administración muy arraigada y con la que el poder político se encuentra cómodo pues establece restricciones a la presión ciudadana. Tampoco los medios de comunicación tienen capacidad ni vocación para cumplir esa tarea, más allá de su alineamiento puntual en alguna campaña política. Sólo cabe esperar que la tramitación parlamentaria mejore hasta donde sea posible el anteproyecto de Ley de forma que no oculte lo que no es necesario ni otorgue patente de corso a los mandos de segundo nivel de la Administración para clasificar a su albedrío. @mundiario