La espada en la palabra

Cuestionando el mantra liberal

Revolución francesa, símbolo del liberalismo. / RR SS.
Revolución francesa, símbolo del liberalismo. / RR SS.
Las democracias, liberales en esencia, también se están quedando insuficientes para responder a los nuevos desafíos globales y locales. Las amenazan sobre todo los nacionalismos redivivos y la disrupción tecnológica.
Cuestionando el mantra liberal

Durante varios años, tanto en mi vida intelectual como en mi breve paso por la política, defendí el liberalismo y me pasé no menos tiempo rebatiendo ideologías que no fueran liberales. Hoy, con la cabeza más fría, y además para tratar de ser justo y poner a la ideología que defiendo —y ponerme a mí mismo también— tras el tamiz de la crítica, puedo escribir un ensayo crítico de esta doctrina que fue ganando terreno en todo el mundo desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta nuestros días, pero que parece ya no tener respuestas para los nuevos desafíos que el mundo, cada día más acelerado, nos va planteando.

Un mundo cada vez más complejo es sinónimo de un mundo cada vez más difícil de entender. Podríamos volvernos locos con la cantidad de preguntas de orden material y espiritual que nos podríamos plantear para acercarnos a la verdad de las cosas. Las ideologías del pasado parecen ya no servir para responder a los desafíos del cambio climático o de la inteligencia artificial, por ejemplo. Y así, me pregunto: el dogma de la libertad y de la infalibilidad de la voluntad individual, ¿sirve para solucionar los más graves problemas que embargan hoy a las comunidades del mundo? Es más: ¿qué es libertad en un mundo de relativismo y qué es libre albedrío en los individuos cada vez más influenciados por la inteligencia artificial?

Los economistas liberales no han dicho nada nuevo en estos años. Siguen creyendo que el comprador siempre tiene la razón y que el mercado es una varita mágica. El capitalismo, dogmático como el estalinismo o el islam, no ofrece nuevos caminos para responder a la amenaza de la creación de nuevas élites económicas; la mano invisible sigue siendo el mantra del librecambista. Lo que quizás no advierte es que esa mano es tan invisible como ciega, y que, si bien es cierto que hizo prosperar naciones y pueblos, también preparó el terreno para la proliferación del consumismo devastador del medioambiente y la explotación de la mano de obra, entre otras cosas. Lo que nos cuesta entender es que los pobres, que no tuvieron estudios ni tienen comida, no pueden esperar a que el crecimiento de los mercados cree empleos (si es que los crea), sino que viven esperando ser saciados diariamente con un plato de comida, so pena de morir. En un viaje que hice a El Cairo hace varios años, visité un barrio de extrema pobreza, con calles de barro y niños viviendo entre ratas y cerdos, y ese fue un primer shock que me hizo cuestionarme si muchas personas, privilegiadas por haber estudiado en un colegio y una universidad y tener al menos medio litro de jugo en el refrigerador y quizá un periódico como el que estás leyendo en este momento, podíamos entender esas realidades. Me temo que no.

Las democracias, liberales en esencia, también se están quedando insuficientes para responder a los nuevos desafíos globales y locales. Las amenazan sobre todo los nacionalismos redivivos y la disrupción tecnológica. El liberalismo clásico, que se funda en la idea de que el votante sabe cuál es la mejor opción para sí y su sociedad, apuesta por elecciones libres e instituciones meritocráticas, obviando que en estas épocas las masas son tal vez más manipuladas que antes (ahora por las noticias falsas o las empresas que procesan datos de preferencias), que un pobre jamás llegaría a tener un representante que tenga las credenciales de haber estudiado en Oxford o haber publicado un artículo en una revista o que una elección libre puede ser la puerta por la cual ingrese en el gobierno, con todas las de la ley, un populista autoritario con toda su grey de malhechores. Si llega, normalmente se instaura la demagogia, que es la tiranía de las mayorías. Así, nos podemos preguntar: ¿realmente el pueblo es sabio? Si tantos votos errados dan paso a un gobierno malo, ¿qué valor realmente tiene el libre albedrío que defiende el liberalismo? (Planteando estas cuestiones peliagudas probablemente me gane el adjetivo de antidemócrata o quizás algo peor. Pero no puedo dejar de plantearlas para la reflexión filosófica.)

Es poco probable, por muchos secretarios o asesores que tengan, que en el futuro los políticos entiendan mejor sus países, ya que cada vez se sentirán más abrumados por la cantidad de problemas globales (ya no solamente locales) que azotarán al mundo. Esto por una razón sencilla: los políticos, afanados en sus tejemanejes partidistas y burocráticos, tienen generalmente poco tiempo para reflexionar este tipo de cosas o, sencillamente, para abrir un libro. Dar con la verdad de las cosas, como hicieron los antiguos griegos y romanos, especular sobre las verdades eternas o sencillamente pensar cómo contentar a los adinerados y pobres de mi municipio, es un lujo no apto para el animal político, quien ve realidades nada más que aparentes en todas partes donde pone la mirada.

Pero lo más cierto parece ser que cada vez todos, presidentes u obreros de fábrica, incluidos los filósofos y sociólogos, entenderemos menos este mundo. La globalización, en vez de uniformar el todo, al parecer lo diversificará todo. El terrorismo, el cambio climático, las filosofías posmodernas, la insuficiencia de los ordenamientos jurídicos, los nacionalismos que resucitan, los gobiernos con políticos que parecen estar desconectados de las necesidades perentorias, la disrupción tecnológica, la globalización cibernética (que, paradójicamente, nos vuelve cada vez más solitarios), todos esos fenómenos se juntaron en una misma época para plantearnos el escenario posiblemente más cargado e incomprensible que el ser humano haya tenido frente a sí. Y lo más probable es que en los siguientes años el mundo se vaya complejizando más todavía. Todo esto nos lleva a la pregunta de si el liberalismo, ese liberalismo clásico planteado por Smith, Hayek y Vargas Llosa y que a fines del pasado siglo parecía ser el final feliz de la historia, sigue siendo una doctrina a partir de la cual podemos interpretar el mundo actual y resolver sus más grandes problemas.

En este mundo incomprensible, la actitud más sensata que podemos asumir es la perplejidad. Esta, a diferencia del fanatismo de capitalistas, libertarios, socialistas o feministas, los cuales nos dicen: “sé cómo resolver esto”, más bien nos dice: “no entiendo lo que sucede, pero trataré de hallar soluciones a partir de lo poco que sé”. Y así, esta actitud parece ser, primero, la más pacífica y, además, más sabia que todas las anteriores. Ni la realidad de magnates como Elon Musk ni la vida de un niño ruandés que vive esperando un bocado todos los días para sobrevivir están al alcance de nuestra comprensión; es por esto que nuestras ideologías no pueden ser la panacea de nada. Es como si reflexionando todo esto volviéramos a ver con una admiración desbordante aquello que Sócrates dijo hace miles de años y que parece ser lo más coherente de todo lo dicho por humano alguno: “Solo sé que nada sé”. @mundiario

Comentarios