Así fue mi experiencia recorriendo, y perdiéndome, en el Museo del Louvre

Visitantes se aproximan al Museo del Louvre. / Instagram-Bilderjager
Visitantes se aproximan al Museo del Louvre. / Instagram-Bilderjager

Es probablemente el museo más famoso del mundo y puedo decir que valió la pena cada centavo, desde su fachada hasta sus interminables galerías.

Así fue mi experiencia recorriendo, y perdiéndome, en el Museo del Louvre

El Museo del Louvre es uno de los museos, cuando no edificios más famosos del mundo. Este imponente palacio, que solía ser la casa de la Familia Real de Francia, recibe anualmente a millones de visitantes (solo el año pasado fueron 10,2 millones específicamente). Y como alguien que lo ha visitado, les puedo decir que recorrerlo es una auténtica aventura.

Primero, está la fila para entrar. Pues resulta que para poder ingresar aquellos que no tenemos pasaporte de algún país de la Unión Europea nos toca hacer una cola larguísima, que termina convirtiéndose en un intercambio cultural si se es lo suficientemente extrovertido como para platicar con los demás. Es que de verdad, hay gente que habla en todos los idiomas y en todos los acentos que acepta cada idioma. También hay personas probablemente africanas vendiendo botellas de agua a unos 50 centavos cada una. Quienes han ido a Europa saben que ese precio es muy bueno para ser cierto, por lo que quizás esas botellas son robadas.

Como sea, la cola igualmente no es muy tardada. Yo al menos no me habré hecho más de unos 45 minutos, que tomando en cuenta cuánta gente hay pues ha salido barato. Al final uno ingresa y debe pagar el precio de 8 euros (eso pagué yo, no sé si será el precio regular o era uno especial). Al entrar, los encargados, en perfecto inglés, advierten de que es prohibido ingresar con botellas de agua, como si fuera un aeropuerto. Pasado este filtro, se entra ya al museo, y ahí es donde uno se da cuenta de verdad de lo inmenso que es este lugar.

Es que uno de verdad no sabe ni por dónde empezar. El museo, por un costo extra que ya no recuerdo de cuánto es, da un Nintendo Switch modificado para que sea un guía virtual. El aparato se conecta al Internet inalámbrico del lugar y va cambiando de explicación conforme la persona va moviéndose en las galerías y exposiciones. El juguetito es divertido al inicio, ya que de verdad da gracia oír a esa voz robótica ingeniárselas como puede para describir todo lo que uno supuestamente está viendo. No obstante, después de unos minutos, yo al menos me desesperé porque es que de verdad hay tanto, pero tanto que ver que no sabía cuánto tiempo debía quedarme en cada una para apreciarla pero no perderme de la otra, mientras el Nintendo Switch se echaba un pique para actualizarse y describirme las nuevas colecciones.

Total que uno va lentamente abrumándose por todo lo que hay que ver. Es que cuando les digo “todo” es porque de verdad a este museo solo le hace falta alguna colección de selfies de celebridades. Eventualmente uno dice “ya está, ya no más” porque de verdad no puede con tanta información. Ahí es cuando yo al menos decidí ir a ver la Monalisa, que no podía dejar pasar la oportunidad.

Estaba tan anonadado en las colecciones y exhibiciones, que no fue sino hasta este punto cuando reparé en los detalles tan perfectamente hermosos que se encuentran en el museo. Dinteles, columnas, pinturas, mosaicos y hasta estatuas en los balcones. El Museo del Louvre podría tener las salas vacías e igual tendría mucho para exhibir.

Pues bien, volviendo a lo que iba. La Monalisa es tan importante que literalmente el museo tiene señales repartidas en todas partes que llevan al visitante hasta ella. Tras subir un par de niveles, bajar otros porque me perdí pese a las dichosas señales, y volver a subir porque de verdad estaba muy arriba la dichosa pinturita, pues llegué. No me pude acercar. La tuve que ver de lejos porque la aglomeración de gente es impasable. La gente se acomoda alrededor de la pintura como si estuvieran viendo una criatura desconocida. En lo personal no le tomé foto a la pintura en sí, sino al montón de gente congregada a su alrededor. Es un espectáculo ver a la gente desesperada por sacarle una fotografía, casi como cuando la gente se arrastraba a los pies de Jesús para tocar su manto.

Tras haber echado la vuelta entera me marché. Es que repito que la experiencia si bien única, también es desesperante porque el museo parece no tener fin. Eso sin contar la de asiáticos que hay, porque esta gente tiene unas conductas sociales un tanto extrañas, tal vez incómodas al compararse con las de mi país (Guatemala).

En resumen, el Louvre es un lugar mágico (como todo París), imponente y cultura para todo el mundo. Tal vez lo único que recomendaría sería planear bien la visita e ir más de un día (tengo conocidos que han ido seis días de la semana y siempre les queda algo nuevo por ver) o hacer un mapa de las cosas que quieren ver sí o sí e ir directo a eso para no cometer mi error de entrar a lo que dios quisiera. Pero sí, el Museo del Louvre es todo lo que nos han dicho que es. @mundiario

  

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