¿Qué perdimos en la pandemia los que ya no somos jóvenes?

Volar y soñar.
Volar y soñar.
Mis queridos contemporáneos que inventamos la locura en los sesenta y nos atrevimos a romper con los esquemas más arraigados: volvámonos cada vez más chiflados y disfrutemos cada minuto, despilfarremos y murámonos de risa pero jamás cuerdos, que la vida es corta.
¿Qué perdimos en la pandemia los que ya no somos jóvenes?

Hace un tiempo, en un relato que se llama “La pérdida de la locura”, conté que me despertaba a la mañana y  “no podía dejar de sentirme como en el sueño. Sentía la adrenalina en mi cuerpo. Estaba viva. Viva como hacia mucho. Fue una resurrección. En un segundo se me hizo la luz. Clarísimo vi que esta nostalgia que siento desde hace un tiempo no es más que la nostalgia de la locura.”

Cuando se cree, se tiene confianza, libertad y proyectos, hay coraje para dar rienda suelta a la locura que nos hace eternamente jóvenes.

Hace dos años nos azotó un desastre. Sí, ese es el término. Contamos al día de hoy con alrededor de cinco millones de muertos contra cincuenta en la Segunda Guerra Mundial que duró seis años. Pero, a diferencia de ella, no terminamos de conocer  al enemigo. Optaron por guardarnos en casa sin saber si nos teníamos que proteger contra el aire, las cosas que tocábamos, las que comíamos o lo que comprábamos.

Si por casualidad salíamos, dejábamos el calzado afuera, lavábamos obsesivamente los pisos con lavandina y nos poníamos alcohol hasta en el pelo. Todavía vivimos enmascarados.

Cuando se cree, se tiene confianza, libertad y proyectos, hay coraje para dar rienda suelta a la locura que nos hace eternamente jóvenes.

Cayó la producción, el empleo, los niños no podían ni ir a jugar al parque. Cerraron las escuelas, las universidades, los lugares de trabajo y de esparcimiento. En un mundo cada vez más global, también  cerraron las fronteras. Los países que vivían del turismo se quedaron sin ingresos.

Los gobiernos debieron elegir entre la salud y la economía.

Algunos pensamos que iba a ser pasajero y hasta disfrutamos de la soledad, nos pusimos creativos, reinventamos el trabajo, disfrutamos de la lentitud y de la paz que da vivir para adentro.

Pero la adrenalina se fue reduciendo, no hubo chance para la locura. Y la cordura es envejecer.

En Argentina fueron pasando los meses y las conductas poco claras de los gobernantes que quebraron las normas de protección —dictadas por ellos—  generaron inseguridad. Esa unión ante la desgracia que pareció surgir al principio de la pandemia fue reemplazada por falta de cohesión grupal y de apoyo social. Brotaron sentimientos de odio, desprecio, ira y desconfianza. De nuevo la grieta.

¿Por qué nos tienen encerrados si ellos salen, hacen fiestas, no usan barbijo, se permiten manifestaciones y funerales masivos y nosotros no podemos ni festejar un cumpleaños?

En Argentina fueron pasando los meses y las conductas poco claras de los gobernantes generaron inseguridad. ¿Por qué nos tienen encerrados si ellos salen, hacen fiestas, no usan barbijo, se permiten manifestaciones y funerales masivos y nosotros no podemos ni festejar un cumpleaños?

Se antepuso la bronca al sentido común. Alguien nos estaba engañando, tal vez por algún interés, como siempre.

Entonces aparecieron las vacunas. Otro negocio, otro motivo para estar a favor o en contra de una o de otra. Largas esperas para recibir una primera dosis y mucho más para la segunda. Y estalló el escándalo de las vacunas VIP: un número importante de funcionarios, dirigentes, empresarios, parientes y hasta periodistas gozaron de ese privilegio y fueron denunciados.

Entonces todo se desbandó. Estábamos en el pico de contagios. La sensación de vulnerabilidad, de indefensión, de peligro y de indignación nos enfermó más. Y morían amigos, conocidos, compañeros de trabajo. Algunos por la epidemia, otros por enfermedades causadas por la baja de defensas que ocasionan los traumas psicológicos.

Argentina es, desde hace décadas, un país de emigrantes. Muchos de nuestros hijos están viviendo en otros países. Antes de este desastre era raro que un argentino de clase media no viajara una o dos veces al año a verlos. “Ya tenés una excusa para viajar”, se solía decir. No hay excusa que valga. La separación de los seres queridos puso en juego nuestra estabilidad emocional y fuimos perdiendo la esperanza.

Ya no se habla de otra cosa que del tipo de vacuna, de que si en España te dejan entrar, o en Francia imponen tales condiciones, o que en Inglaterra nos catalogan con un color y tenés que hacer cuarentena. O de que tal vez, con un pasaporte europeo…

Y hubo éxodos de compatriotas viajando a Miami a vacunarse. Porque a Miami sí se podía, si tenían visa, claro.

“Che, pibe, caé en la cuenta: no sos europeo, vivís en un país sudamericano, y por más que tengas guita, no podés viajar. Se te terminó la joda” — dice una voz interior.  Y sobreviene la nostalgia, que es como la del soldado que está en combate y  no sabe cuándo va a volver a ver a su familia.

Y hoy se sientan y multiplican en los bares  — que ya están abiertos— los Ulises  hablando de sus viajes y añoradas aventuras.

Los más jóvenes también hablan de nuevos negocios y formas de trabajo. Se ha desarrollado una imaginación importante sobretodo a través de la informática. Hay una revolución, que el que se une y aprende tiene futuro y el que no, se hunde en el pasado.

También en la última guerra mundial se inventó la primera computadora: la máquina de Turing, que sirvió para decodificar los mensajes de los nazis en sus telecomunicaciones. Y nació una nueva era.

Como en aquel desastre de hace más de setenta años, se dañó la cultura. En la Europa de post guerra creció el analfabetismo. Hoy, la inmediatez de la información, la falta de interés por profundizar, la pérdida de la paciencia por la lectura del contenido de las noticias, o de interpretar algo que ofrece la mínima dificultad, está dando paso a una mediocridad que habrá que combatir, como se hizo en la post-guerra para reconstruir ciudades, cultura y civilización.

El atraso educativo será duro de remontar en Argentina. El acceso a clases por Zoom fue para una élite. Los niños de bajos recursos, que son la mayoría, perdieron clases y hoy hay chicos de ocho años que no saben leer.

El atraso educativo será duro de remontar en mi país. El acceso a clases por Zoom fue para una élite. Los niños de bajos recursos, que son la mayoría, perdieron clases y hoy hay chicos de ocho años que no saben leer. También dejaron de contar con el vaso de leche o la comida diaria que les ofrecía la escuela pública. El Estado intentó subsanarlo con bolsas de alimentos pero nada reemplaza al sustento que se logra con trabajo y productividad.

A los menos jóvenes, aunque no tan viejos,  les cuesta encontrar nuevos rumbos, entender que ya no está el empleado en el banco que les va a resolver el problema, o que se puede vender o comprar on line, que hay otro ritmo, otra forma de crecer y ganar dinero. Al paralizarse y sentirse afuera del sistema la autoestima baja y disminuye la confianza en sí mismo. No es necesario discriminar por edad, raza, ni invalidez, como hizo el nazismo. La generación de adultos mayores está postergada cuando ya no tiene tiempo para postergaciones.

Después está el aburrimiento, que no es algo banal porque puede traer aparejada ansiedad crónica o pasajera. El consumo de series es una adicción que actúa como paliativo para contrarrestar sus secuelas. Hay toda variedad de depresiones con las que los psicólogos deberán actualizarse si quieren servir de algo. No se abren puertas para vivir esa locura de mi sueño del relato. Por el contrario, el insomnio y las  pesadillas invaden las noches. Se pide socorro hasta en Facebook. Y no hay terapia  ni meditación oriental que alcance.

Nunca vi tantos posts sobre nostalgias de tiempos pasados: “¿cuánto tiempo pasó de esto?”, “¿cuándo volveremos a viajar a…?”, “¿se acuerdan de cuando…? Son sentimientos característicos del trastorno por estrés postraumático (TEPT). Se repiten los recuerdos y nos vamos quedando sin presente. Y perder el presente no es pavada cuando se tienen años.

A mayor edad, mayor cotización del tiempo.  El desastre ha marcado caras, aflojado la piel, los músculos y emblanquecido el pelo.

Los países que no hemos tenido la experiencia de las grandes guerras convivimos con integrantes de la generación silenciosa que vinieron como inmigrantes. Así se llamó a los nacidos entre 1928 y 1945. En Europa y Estados Unidos estos adolescentes compartieron con sus padres los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Perdieron a su familia y crecieron en un orden social devastado. Quedaron con la cabeza baja creyendo que trabajando duro podrían no arriesgar e ir a lo seguro. Sus padres les enseñaron a ser frugales y hoy, aunque tienen muchos años, siguen siendo ahorrativos, a veces incluso avaros. Ser derrochador les parece un defecto imperdonable.

Sus hijos fuimos los baby boomers, jóvenes en los sesenta, con la cultura antisistema, libertad y rebeldía. Nos distanciamos de esos padres represivos. Creímos que la vida nos iba a sonreír siempre y enarbolamos la bandera del amor libre y el “prohibido prohibir”. En Buenos Aires, salíamos a la calle cantando con música de Piazzolla y letra de Ferrer:

Loco, loco, loco

Cuando anochezca en tu porteña soledad

Por la ribera de tu sábana vendré

Con un poema y un trombón

A desvelarte el corazón.

Pero hoy no hay barricadas como las de Mayo del 68 en Paris, ni locura que detenga el virus.

El perdedor de esta batalla es el baby boomer. Los silenciosos que quedan se adaptan. Desarrollaron la capacidad de sobrevivir en la adversidad.  Y la generación X que los sigue dio un salto y ya están en el futuro.

La peste negra duró seis años, desde 1347 hasta 1353 y terminó con el cincuenta o sesenta por ciento de la población europea. También empezó en Asia y llegó a Europa por las rutas comerciales.

La fiebre amarilla surgió en África y viajó a América del Sur en los trasatlánticos que traficaban esclavos, para instalarse en 1647.

La covid-19 viajó rápidamente en avión y contaminó el mundo globalizado. 

Es para pensar en estas coincidencias.

Camus, en su tan mencionada novela “La Peste”, cuenta cómo la ciudad de Orán, en la Argelia de la época de la colonia, es invadida por ratas que contagian una enfermedad que los va matando.  Él presenta el flagelo como un símbolo de la fragilidad del hombre ante las enfermedades contagiosas. Estalla el terror, la gente intenta sobrevivir como puede, algunos echan mano al poder y privilegios —como nuestros gobernantes— para evitar el contagio.

Para Camus, la peste es un absurdo dictado por el azar, que mata en una lotería siniestra. Su postura no es optimista: dice que es imposible vencer las epidemias porque los microbios no mueren jamás y reaparecen para destruir a los hombres.

Mis queridos contemporáneos que inventamos la locura en los sesenta y nos atrevimos a romper con los esquemas más arraigados: volvámonos cada vez más chiflados y disfrutemos cada minuto, salgamos, divirtámonos más que nunca, metámonos en el mar a la noche, emborrachémonos a la luz de las velas, despilfarremos y murámonos de risa pero jamás cuerdos, que la vida es corta. @mundiario

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