Mira bien las arrugas del dorso de tus manos...

jubilacion
Un dibujo relativo a la jubilación.

Ninguna relación medianamente plausible veo yo entre dudar y estar, a la vez, perfectamente seguro de mi mismo. Tener la suerte de acertar en la elección decidida tras la duda previa, no es moco de pavo.

Mira bien las arrugas del dorso de tus manos...

Hace poco tiempo, menos de un mes, una muchacha, en relación con una pequeña confidencia que le hice relacionada con algunas de mis múltiples dudas a la hora de decidir una o varias opciones sobre no sé qué, de escoger por tumbarme totalmente a la bartola todo mi tiempo, o seguir con mi actual estado de puedo, pero no quiero; o liarme esa manta zamorana que nunca tuve a la cabeza y gastar todo el patrimonio en viajes a lugares desconocidos, que vienen a ser la mayoría de los sitios, claro. Y me apareció esta pequeña reflexión.

Dado que jobis, lo que se dice jobis (palabra castellana que proviene del inglés “hobbies”), pues ni tengo ni he tenido nunca, que yo sepa.

Y dado que la lectura no es una opción de jobi, más bien una necesidad; así como tampoco lo es escuchar música de mi gusto – que suele relegarse a la mal llamada “clásica”, y no toda; al buen y verdadero “blues”, a Serrat y... casi pare usted de contar–.

No, no son opciones de “jobis”, son pura necesidad habitual. (gym, pádel, golf y demás deportes de mi estatus etario, ni pensarlo, vamos, ni pensarlo). Andar callejeando si acaso, y ya noto que me va aburriendo.

Y la muchacha, –Chelo –, casi se echó las manos a su blanca cabeza en la certeza que tenía de un servidor, como una persona muy segura de sí misma, y en el que cualquier duda no tenía ni nido ni cabida.

Nada más lejos de la realidad; desde que me conozco o creo conocerme (ya saben lo que dijo el sabio: una cosa es lo que la gente cree que somos, otra lo que nosotros creemos ser, y otra – y muy distinta–  es lo que en realidad somos), siempre he sido una pura duda en mi mismo. Y agradezco profundamente tal esencia.

Creo ser de los que, de lo único que no dudan, es que dudan – cartesiano, hasta el testuz–; e incluso, en días poco afortunados, hasta soy capaz de dudar si realmente estoy dudando (esa afirmación revolucionó en su día a toda mi clase de Filosofía y a mi amado profesor Ramón Fernández, pero eso es otra historia…).

Ninguna relación medianamente plausible veo yo entre dudar y estar, a la vez, perfectamente seguro de mi mismo. Tener la suerte de acertar en la elección decidida tras la duda previa, no es moco de pavo. Y eso te da seguridad en ti mismo; tanta que hasta es más que probable que la gente te tome – como siempre ha hecho - por un gilipollas altanero, arrogante y engreído personaje; algo que llevo muy asumido, por cierto. Por la costumbre de ser tildado como tal desde siempre, más que nada.

Todo aquel que no dude, y tenga claro todo, debe ser muy bienaventurado en el reino de los ciegos. Y de los necios al tiempo.

El caso es que, como dice jocosa mi hija Isabel, estoy en primera pista y en funciones de una exención más o menos próxima (más bien más que menos, muy a mi pesar... ¡O no!).

Estar en la septuagésima década de la vida – que es haber cumplido los sesenta, no que andes por los setenta, no nos equivoquemos–, ya está rozando la época del ¿merecido? descanso. O eso he oído que dicen que han dicho.

Y a uno le agobian las dudas más profundamente que cuando era un lozano mozalbete, aunque crea seguir estando en tal condición, que es lo normal; mirarse al espejo cada mañana y diariamente puede hacer estragos, porque la diferencia de jeta que ves es muy distinta a la real. Por puro acostumbramiento.

Basta con mirarse uno al espejo mañanero, por muchas legañas que acumules antes de la noble ducha, para comprobarlo.

El tiempo, mientras el muy malandrín va pasando sin ser reconocido, va machacando y machacando. Sin prisa ninguna. Sin pausa sosegadora. Y no le prestas la menor de las atenciones que tanto precisa y exige. Hasta que te aplasta de una si, por una de esas, te detienes a observarte un poco más de lo habitual.

Uno pensaba que su piel era tersa, suave y limpia, sin arruga desleal, inoportunamente impertinente. Pero, cuando tienes un poco de tiempo que robarle al tiempo y te dedicas a observarte más profundamente, no solamente ves una arruga, sino cientos. Párpados superiores caídos si los comparas con los de hace dos años máximo. Ojeras insolentes y perpetuas. Dos patas de gallina formando inmenso arbusto en las partes exteriores de los ojos, más marcadas si tienes el mal gusto de sonreír. Unas manchas aisladas, todavía no extensas, que te invaden toda a piel y a las que los sabios suelen llamar lentigos seniles. Una abrumante caída general de pellejo, incluida esa barriga de la que tanto presumiste otrora.

Lo miras, lo observas profundamente, dudas y... ¡zas! Te compras las mil y una soluciones inapelables que tanto te abofetean el coco, las desmesuradas casas de estética en forma de cremas y otros mejunjes que te garantizan la reducción irremisible de arrugas, agostamiento de piel y lentigos y demás familia odiosamente intolerable. Eso cuando no te garantizan también la desaparición de las ya existentes. Eso sí, siempre que seas paciente y constante: ¡Qué menos que cremas y mejunjes por la mañana y por la noche durante al menos tres años y medio, como término medio!.

Igual son algo eficaces y no soy paciente – eso sin asomo de duda anteriormente mencionada – ni constante – que tampoco.

Quizá, ahí si cabe la duda, lo que más malaleche me produce es haber cometido el tremendo error de mirarme la coronilla mediante dos espejos enfrentados. Tengo una calva inmensa, me recuerdo a mi admirado Ernest Lluch, que enfocado de frente todo iba bien, pero oiga, era mover la cámara de foto, televisión o lo que fuera, y la calva era total., inmensa.

Puesto que no estoy por la faena de hacer un Pascasio – ya saben, esos hombres que se dejan una parte larga de pelo de una esquina a fin de, ayudado por gomina, cruzan en diagonal por la zona intertemporal hasta cubrir con tres o cuatro pelos en guerrilla toda la zona craneal hasta la otra orilla-. Como tampoco soy muy dado a hacerme injertos capilares, pues llevaré mi terrible depresión alopécica como buenamente pueda.

Sí que soy de llevar gorras elegantes, pero no para ocultar mi calvorota, sino porque me encanta llevarlas – si es que no voy de etiqueta, que veces voy–.

Total que, próximo a mi licenciamiento más o menos obligado, las dudas se me están incrementando en proporción exponencial; no tanto intelectuales – que también, y cada vez más – como estéticas.

Que otra cosa quizá no – más dudas – pero presumido he sido y soy un ‘puñao’. Aunque también feúcho y canijo... las cosas como son.

Si uno eso a mi falta total de interés por los “jobis”, a que – cada vez más- se me hacen insufribles y terriblemente aburridas las conversaciones con cualquier ente de aspecto humano (¡qué tostón, por dios!, siempre las mismas cantinelas, corregidas, aumentadas y, por supuesto, vestidas de opiniones inapelables por parte de los tertulianos y tertulianas, – de estas últimas, mucho más acusadas... en mi experiencia, vayan a pensar mal; algo que, por otra parte, me da absolutamente igual, sin dudas a las que agarrarme –, pues imaginen el periodo de retiro laboral que me espera casi a la vuelta de la esquina.

Mi grado de misantropía –que ya andaba alto– va a ir creciendo de todas, todas y sin la menor duda.

Redundando en mis dudas, sin desdén de mi seguridad en mi mismo, estoy seguro, tengo claro cristalino que si ha habido, hay y habrá un verdadero y cierto vencedor invencible en cualquier circunstancia real o inventada y por los siglos de los siglos y sin contemplaciones, es el Tiempo. En mayúscula. No hay mejunje que le venza. Por muy prudente, paciente y constante que te propongas ser. No tiene enemigo a pelear.

Te quedarás con arrugas sin remedio; sin pelo que disimule tus desengaños, con los ojos más caídos y ojerosos, con pequeñas manchas café con leche diseminadas y una especie de verruga en el polo externo del ojo derecho que no es tal, sino el producto de quedarse uno totalmente sopa durante horas bajo un sol de justicia, en cualquier playa mediterránea y que por miedo al melanoma este servidor no tuvo la valentía de extirparla.

¡Valiente jubilación me espera! Progresivamente demacrado, aburrido de juegos, jobis y gentes… Y con la eterna duda de saber si lo que hice toda mi vida era dudar o era capaz de poner en tela de juicio si era capaz de dudar de que dudo. @mundiario


P.S.: El próximo escrito lo haré sobre temas candentes. ¿O no?

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