Lo sublime

Belleza natural. / Nicolle Kreisch. / Pexels
Belleza natural. / Nicolle Kreisch. / Pexels
¿Qué es para ti lo sublime? ¿Utilizas de vez en cuando esta palabra? Desde lo más grande hasta lo más pequeño, toda experiencia que te eleve hasta las estrellas, sin duda, es sublime.

Sublimes pueden ser muchas cosas, ente otras, la comida. Todas aquellas personas que me conocen desde hace muchos años saben de qué estoy hablando. A lo largo de mi vida he disfrutado, y sigo disfrutando mucho con la comida, llegando a levitar en ocasiones. Mi progenitor suele recordarme que mmmm es mi onomatopeya característica cuando estoy disfrutando de un plato, aunque esa es -por otra parte- la exclamación más habitual cuando se disfruta de algo riquísimo. Algo sublime.

Tuve la ocasión de disfrutar de algo sublime en la boda de una amiga, prima a su vez de una de mis mejores amigas.  El convite se celebró en un bonito pazo, donde saboreamos los entrantes, a cada cual más sabroso; si bien, cuando probé por vez primera aquella delicatessen culinaria creí estar rozando el cielo. Se trataba de una aceituna. Sí, habéis leído bien. Desde el minuto uno aquella aceituna me sedujo de un modo muy sorprendente. Debo decir que no era una aceituna cualquiera. Grande, sin hueso, todo su cuerpo estaba completamente empapado de vermut. ¡Oh, maravilla de lo sublime!  Para los que hayáis leído mi artículo Lentejas embriagadoras, aclararé que la boda no acabó en cogorza por mi parte. Eso, pese a haber saboreado varias, infinidad de aceitunas seguidas. Y es que cuando me pongo…

Por eso me extrañé mucho cuando, leyendo un interesante libro titulado "El viaje y su sentido", su autora, Emily Thomas, atribuía un significado completamente distinto a esa palabra.  Yo no suelo usar sublime a troche y moche. Sublime, entiendo, tiene que ver con algo delicado.  A un tiempo grandioso y sutil. Sublime es bocado di cardinale. Sublime es una experiencia fascinante en todos los sentidos, grande o pequeña, pero que no te deja indiferente.

Todo lo que tiene que ver con la luz es una experiencia sublime. Ver una aurora boreal es una de las experiencias- intuyo- más fascinantes que se puedan contemplar.

Observar cómo la luz de diversos colores va apareciendo y desapareciendo en el cielo es un fenómeno fascinante. El simple hecho de contemplar las estrellas, algo más difícil hoy por la contaminación lumínica, es indudablemente hermoso. En mi libro Palabras luminosas para tiempos inciertos dedico un pequeño poema a las estrellas.

Estrella

eres

luz que parpadea.

Tan inmensa,

tan pequeña.

Desde el cielo,

en la tierra.

Contemplo tu luz,

estrella,

y me alimento de ella.

El pasmo de Emily Thomas al narrar su experiencia boreal se manifiesta en su siguiente frase: “Igual parezco boba, pero hasta entonces no sabía que las auroras boreales se movían. “ Tampoco lo sabía yo, que ahora sé más sobre ese fenómeno lumínico con su interesante y ameno relato. “Se produce cuando el sol lanza partículas cargadas a la tierra. Los polos magnéticos hacen que esas partículas se concentren, y, al chocar con nuestra atmósfera generan luz.” Una definición precisa de un fenómeno complejo. Supe algo sobre auroras boreales ( hace tiempo que la luz me fascina) para documentarme para mi novela La espiral dorada (aún sin publicar), tema que toco tangencialmente en ella, pero la explicación científica casi la había olvidado.

La autora define lo sublime como una especie de “terror placentero”; una experiencia que requiere una posición intermedia entre el miedo y la indiferencia. Por ejemplo, pensemos en una avalancha. Si la vemos a través del televisor, desde la comodidad del salón de casa no causará ningún efecto en nosotros, más allá de ver belleza en la nieve cayendo con fuerza por la ladera de la montaña. Si la presenciamos en primera persona nos causará miedo, incluso pánico si sentimos que la bola de nieve nos puede alcanzar. Es en el punto intermedio cuando experimentamos lo sublime: viendo la nieve rodar desde una distancia lo suficientemente cercana como para sentir asombro, y lo suficientemente lejos como para no sentir miedo.

La naturaleza muestra lo sublime de mil formas.  Las montañas son un claro ejemplo de lo sublime. Mary Shelley, la creadora de Frankenstein, en un libro de viajes que publicó después dijo: “La montaña, desnuda y sublime, se desplegaba a nuestro alrededor y su grandeza se veía acrecentada por tenues neblinas, ráfagas heladoras y nieve racheada.”

También el mar, con su inmensidad. John Muir en su libro Viajes por Alaska (1915), respecto a las olas del Pacífico, dijo lo siguiente: “La estética de ese oleaje impetuoso y teñido de púrpura al romper contra las rocas es al tiempo sublime y serena, pues combina la elegante belleza del movimiento con una tremenda exhibición de poderío”

Etimológicamente hablando, sublime procede del latín sublimis, que significa elevado, alzado. Emily Thomas, atribuye a Edmund Burke, escritor y filósofo del siglo XVIII, la distinción entre lo sublime y lo bello. “La belleza de las mujeres se debe a su debilidad y delicadeza, y aún se encarece más por su timidez, cualidad del ánimo análogo a ella”, decía el filósofo. Los tiempos, sin duda, han cambiado, y casi nadie sostendría esta afirmación, o no en su totalidad. Sin embargo, algunos filósofos que han sido muy reputados, y que siguen ocupando una alta posición en el podio de la Filosofía, sostuvieron cosas curiosas, muy curiosas. Immanuel Kant por ejemplo, dijo” que los italianos y franceses perciben lo bello; los alemanes, ingleses y españoles lo sublime, los holandeses sin embargo ninguna de estas dos cosas.” ¡Pobres holandeses! He leído el brevísimo ensayo de Kant y me he reído mucho. De las pocas cosas de Kant que me han resultado amenas al leerlas.

La sorpresa es el factor clave de toda experiencia sublime. Claro que tiene que ser una experiencia grata; si no, se trataría de un susto morrocotudo. Tuve una experiencia opuesta a lo sublime en un viaje al extranjero con una de mis mejores amigas. No recuerdo en qué ciudad europea estábamos, pero sí en una terraza. Acababa de pedir un café, el día era soleado, el cielo límpido y claro. Luego llegó el café… Di el primer trago y, literalmente escupí aquella bazofia. O el café estaba mal o la leche estaba cortada. Sabía a rayos y así se lo hice saber al camarero quien- para mi indignación- siguió mostrando un rostro impertérrito. Aquel café fue la némesis de lo sublime. Algo terrorífico. Y quizás podría conseguir que Edmund Burke de estar vivo, conviniera conmigo en que esta experiencia gastronómica -por su espantosa asquerosidad- fuese sublime. Aunque no del todo, pues aquella experiencia no podría calificarse de placentera, a no ser que yo fuera "masoca". Si  fuera masoquista, mi experiencia con el café habría sido terroríficamente placentera.

También para Burke son sublimes las cosas muy pequeñas.  En su libro “Indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de lo sublime y lo bello (1757) siguiendo a la autora antes citada:” Burke señalaba a cosas muy pequeñas, como, por ejemplo, lo que parecen ser imágenes microscópicas. Sostenía que cuando buscamos la vida animal en los “seres excesivamente pequeños”, que escapan a nuestros sentidos (…) quedamos “asombrados y confusos” ante esas diminutas maravillas.

Si eso es así no veo porque una aceituna no puede ser sublime.

El denominador común a toda experiencia sublime se encuentra en la relación entre lo pequeño y lo grande, haciendo de nuestra experiencia algo inabarcable. En el caso de la naturaleza (la avalancha, las montañas, el mar, las auroras boreales…) lo “grande” de ella nos hace pequeños, y al interiorizarlo la trascendemos.  Se trata de una pequeñez que alude- no a un sentimiento de insignificancia sino- a nuestra grandeza; al formar parte de un todo mayor- el Yo- se expande. En el caso de la aceituna, invirtiendo el orden. Lo asombroso, lo inesperado de lo pequeño nos trasciende. 

La experiencia de lo sublime nos eleva. Comer una aceituna no suele representar más que agrado. A fin y al cabo, hemos comido unas cuantas aceitunas a lo largo de nuestra vida, y la habitualidad puede ser un obstáculo en el goce de toda experiencia. Por eso las primeras experiencias (agradables) son fascinantes.  Tanto o más que las grandes, las cosas pequeñas tienen el poder de elevarnos al cielo y ver las estrellas.  Lo que se disfruta es lo de menos. Lo importante es cómo se disfruta.

Aunque hayas comido una tortilla de patatas infinidad de veces puede que sigas viendo sublime su sabor. Aunque hayas disfrutado de más de una puesta de sol, seguirás anonadado ante tanta belleza. Así que, sea una aceituna, una almendra tostada, foie con moras, una cerveza bien fría o una puesta de sol, tenemos lo sublime a nuestra disposición en lo cotidiano. ¿Cuál sería tu experiencia sublime favorita? Ve a por ella. @mundiario

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