Vida y pasión de la siempre joven poeta chilena Teresa Wilms Montt

Retrato de la poeta chilena Teresa Wilms Montt
Retrato de la poeta chilena Teresa Wilms Montt. / Twitter.

Teresa vivía sus amores con intensidad extremada, la misma que aplicaría a una obra poética muy considerable, caracterizada por ciertas reminiscencias románticas.

Vida y pasión de la siempre joven poeta chilena Teresa Wilms Montt

Tuve conocimiento de la existencia de esta malograda poeta, la chilena Teresa Wilms Montt (1893–1921), a través del vídeo de la presentación hace más de cuatro años de sus diarios por parte de una editorial, La señora Dalloway, con vocación feminista, que no parece haber tenido continuidad. El título de aquel libro era Preciosa sangre, que era el nombre del convento donde fue recluida la poeta como castigo por su adulterio. Ahora, he accedido a esos cuadernos a través de otra edición, Diarios íntimos (Pepitas de calabaza, 2022), libro que también incorpora una breve biografía. En aquella presentación, junto a los editores, estaba Laura Freixas, defensora y buscadora de literatas sobresalientes.

Desde su activismo feminista, hizo hincapié, especialmente, en los agravios que padeció esa joven, debidos a la condición de su sexo. En los comentarios a ese vídeo, participaron, en Youtube, varias mujeres chilenas, lamentándose de que, en su país, Teresa Wilms Montt, todavía estuviera poco menos que proscrita. Una de ellas dejó anotado: “Sus diarios acá son lectura oculta y negada por sus herederos, tal vez lo merece esta patria tan indolente con el talento de una mujer adelantada a su tiempo”.

Me pareció interesante internarme en esa vida tan corta y tan intensa, tan dolorida, de una joven que a sus veintiocho años perpetró exitosamente su ya antiguo proyecto de suicidio. En la presentación de la que hablaba más de un interviniente de la mesa o del público, repitió no saber la causa de esa decisión. En sus diarios, como en los de tantos suicidas, aparece ese horizonte, esa posibilidad de la muerte voluntaria anticipada como una inflexión deseable y salvadora.

Muy tempranamente escribía: “Morir debe ser una cosa deliciosa, como un hundirse en un baño tibio en las noches heladas”. Y en 1916, cinco años antes de su final, y unos meses antes de un fallido intento con morfina en el convento Wilms Montt expresaba en su diario: “¡Morir, qué lindo sueño, no me cansaré nunca de desearlo! Acabar con esta lucha y llevarme mi amor para elevarlo al infinito”. Y añadía: “Ya puedo menos con la vida; todos mis ideales van encaminados a la muerte; es con ella que quiero celebrar mis nupcias grandiosas”. Parece entonces que hay en ella una cierta atracción por la muerte pero que las circunstancias de su vida, la adversidad a la que fue sometida por una sociedad tan pacata y machista, podían haber potenciado la contemplación de esa salida.

Teresa Wilms Montt era de familia aristocrática, con varios ascendientes insignes. Sus padres, que lo tenían todo económicamente, no habían adquirido una mirada abierta. Su padre la llamaba “mi Tereso”, en su frustración por no haber tenido el ansiado vástago varón. Su madre le impedía ciertas lecturas por considerarlas poco apropiadas para una mujer. A los diecisiete años se inició en su conflictivo periplo enamoradizo. Contra la opinión de sus padres, y en factible huida de estos, se casó con un joven por el que se había sentido tan deslumbrada que no supo ver en él su definitiva ruindad e inconsistencia. Al parecer, desesperada de él, se enamoró de Vicente, su primo. Sus encuentros con ese hombre le supusieron ese “encarcelamiento” en el convento de Santiago de Chile. El adulterio —de la mujer, claro— era imperdonable. El matrimonio había tenido dos hijas. Ya pocas veces podría la madre gozar de su presencia. Se le suprimió el derecho de relacionarse con ellas.

Suponemos que la pérdida de sus hijas tuvo que ser un elemento decisivo para la interpretación de su desgracia, pero no sabemos hasta qué punto. En una de sus anotaciones en el convento, decía: “Todo me lo absorbe Vicente; su recuerdo destierra de mi alma hasta lo más sagrado, lo que debe tener el primer lugar, el amor de los hijos”. O también: “Las recuerdo, pero en mí hay algo más poderoso que la poderosa voz del amor materno, el amor a Jean (Vicente, su amante, al que le aplicaba este pseudónimo). Imploro al cielo la bendición de ellas, y para mí la muerte si mi deshonra ha de hacerlas desgraciadas”.

Teresa vivía sus amores con intensidad extremada, la misma que aplicaría a una obra poética muy considerable, caracterizada por ciertas reminiscencias románticas. Prácticamente deificó a los hombres a los que amó, pero esa devoción no podía mantenerse mucho tiempo. En su reclusión, después de cuatro meses sin verse con Vicente, escribía: “Examino mi amor a fondo, y qué veo en él? Un ideal, vida de eterno amor, de inacabable luna de miel… Un amor así, y eso poniéndolo mucho, solo resiste un año. Después tiene que venir la rutina; y así son las cosas de la vida”. Tras esa fase de obnubilación, su inteligencia le permitía ver claro: “¿Qué amo yo en él? Nada. Amo el ideal que me he forjado de él, una quimera con poquísimas realidades. Igualmente ¿Qué ama él en mí? Nada. Me ama a mí, que represento su amor que cualquier otra mujer. Y así sucesivamente son todos los amores del mundo”. Pero no podía controlar la efervescencia de unos sentimientos tendentes a finalizar en el dramatismo: “Medito sobre el enorme misterio del alma humana… ¿Por qué quiero morir cuando amo? Porque esta idea me llena el ser espiritual”. En sus momentos de calma, intentaba las respuestas: “No hay duda que el amor es el sentimiento que más nos acerca al infinito. Nuestro constante deseo de amar no es otra cosa que nuestro inmenso deseo de llegar a lo sublime. Hablo del amor `alma’, de la excitación del cerebro que conduce al abismo pasional de la materia”.

Teresa Wilms Montt era una mujer guapísima, por lo que a su propio carácter enamoradizo se unía la facilidad con la que quedaban embelesados los hombres. Cuando escapó del convento, ayudada por el poeta Vicente Huidobro, estuvo un tiempo viviendo en la Argentina. Allí publicó sus primeros libros, que tuvieron cierto éxito, y allí conocería a un joven poeta de diecinueve años, Horacio Ramos Mejía, que se enamoró de ella; pero Teresa solo pudo prometerle la amistad. A los pocos meses, se suicidó. “Atrás queda un jirón de mi vida…Oh, dolor… Ausencia sempiterna… Horacio, ¿por qué te fuiste?”, escribe en su diario. Pero es en su magnífico poemario Anuarí donde se vuelca en su figura echando mano de sus potentes recursos literarios.

Había abandonado la asfixiante Chile por la más respirable Argentina, pero su afán de libertad, de encontrarse sin trabas y plenamente a sí misma, precisaba de otras geografías. Por otra parte, necesitaba apartarse del permanente recuerdo de Horacio. Pero también le dolía aumentar la distancia con sus inalcanzables hijas: “Será horroroso partir, dejando a mis hijas, pero… yo no soy digna de ellas, y no podría tenerlas a mi lado jamás”. Se dirigió a Nueva York con la intención de presentarse como voluntaria de la Cruz Roja, en plena Primera Guerra Mundial, pero, al llegar a puerto, fue detenida —debido a sus apellidos— como posible espía alemana. Luego se trasladaría a Europa: a Londres, a París, a Madrid. En uno de sus largos viajes en barco hace amago de suicidarse tirándose por la borda. “¿Morir? Era ya un placer vivir imaginado cuál sería la más hermosa forma de suprimirse del mundo”.

En España, conoció a muchos de los escritores más relevantes de su época: Ramón Gómez de la Serna, Valle-Inclán (que le escribiría el prólogo de la edición de Anuarí), César González Ruano. Fue retratada por Julio Romero de Torres. En París se relacionó con André Breton, Paul Éluard y Max Ernst. No obstante, junto a esos reconocimientos —aunque a veces fuera más considerada como musa que como la verdadera poeta que era— redundaba en sus momentos depresivos: “Extraño mal que me roe, sin herir el cuerpo va cavando subterráneos en el interior con garra imperceptible y suave. ¡Me muero!  ¿De qué?”

Dejó París cuando se terminó su oportunidad de ver clandestinamente a sus hijas, que habían tenido una estancia en esa ciudad acompañando a su abuelo. Ese pudo ser un golpe definitivo. Volvió a Madrid, pero sus últimos meses los pasó en París nuevamente. Las anotaciones en su diario eran ya de despedida: “Me siento mal físicamente. Nunca he tributado a mi cuerpo el honor de tomar su vida en serio, por consiguiente no he de lamentar el que ella me abandone. Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido. Morir, después de haber sentido y no ser nada...”.

La obra poética de Teresa Wilms Montt está llena de ardor sentimental, de imágenes muy intensas. Murió a los veintiocho años, después de una vida tan rica como fallida, tan apasionada como inestable sentimentalmente, tan atacada por una sociedad que, por ser mujer, no le permitió la radical libertad para la que había nacido. @mundiario

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