Sobre La tentación del fracaso, el honesto diario de Julio Ramón Ribeyro

Portada de la edición española de La tentación del fracaso y retrato de su autor
Portada de la edición española de La tentación del fracaso y retrato de su autor

Por lo general, como ocurre casi siempre, escribe mucho más en los momentos menos felices, y ello se traduce en el pesimismo de muchas de sus entradas

Sobre La tentación del fracaso, el honesto diario de Julio Ramón Ribeyro

Dos años antes de morir, Julio Ramón Ribeyro (1929 – 1994) reunió sus diarios escritos entre 1950 y 1978 para publicarlos con el título de La tentación del fracaso. (Parece ser que tanto la esposa como el hijo se han opuesto, hasta ahora, a la edición de los que siguió escribiendo hasta su muerte). El escritor peruano, destacado cuentista, residió la mayor parte de su vida en París. Abandonó sus estudios de Derecho en Lima, para irse a los veinticuatro años, con una beca, a esa ciudad por entonces distinguida meca de las más altas ambiciones literarias. Estaba dispuesto a padecer las máximas estrecheces económicas, pues no veía compatible un trabajo agotador con su deseo de escribir en las mejores condiciones. Durante toda su vida, pasó por numerosos momentos rayanos en la indigencia, en los que se veía obligado a aceptar por unos días o semanas algún empleo que sabía embrutecedor. Vivía de becas, del dinero que le enviaba su familia, y solo más tarde de los derechos de autor de unos libros que tuvieron bastante éxito, pero muy lejos de llegar a ser bestsellers. Más adelante, fue encontrando algunos trabajos que no le ocupaban mucho tiempo, como el de traductor en la Agencia France Press o, después, en la delegación de la UNESCO. Sin embargo, a pesar de esos ingresos, algunas veces no tenía para comer, y ello se debía a que era un verdadero y recalcitrante manirroto.  

Leí por primera vez estos diarios en 2003 y, después de todos estos años, en los que he tenido ocasión de nutrirme de mucha literatura de este género, los sigo considerando entre los más interesantes por su contenido y también como unos de los que siento más próximos, pues he vuelto a simpatizar con los sentimientos y las peripecias de este hombre que desprende en sus anotaciones una sensación de gran honestidad. La afinidad que siento con él no se basa precisamente en su carácter, o en cómo condujo su vida —de forma tan contraria a como yo lo he hecho—, sino en una sintonía esencial que se ha traducido en una fuerte admiración por su humildad, por su forma de encarar una vida difícil, llena de enfermedad y sinsabores, como también de procurados placeres y alegrías.

Ribeyro tenía que beber para escribir, pero lo hacía controladamente, para alcanzar ese punto de locuacidad y de atrevimiento, que, si no es excesivo, no viene mal para acometer la construcción de una obra literaria. Era juerguista, pero también estaba necesitado de una frecuente contrapartida, la de una fértil soledad. Era mujeriego, pero sin coleccionismo ni petulancia. Aunque él, siempre dispuesto a confesarse en estas páginas, a no ocultar la amplitud de sus pecados, escribiera: “He tenido amigas solo de ocasión, salvo dos o tres, también ausentes. La verdad es que la frecuentación de los hombres ha sido para mí siempre más interesante que la de las mujeres, a las que la mayor parte de las veces he utilizado, reaccionaria y machísimamente, como fuente de placer. Error ya irremediable”.

A lo largo de estos diarios —cómo no en un escritor— habla de sus procesos creativos, de las valoraciones de su propia obra. Más a menudo a partir del momento en que se casa con una compatriota, Alida; cuando su vida se organiza bastante mejor, y se reducen las expediciones nocturnas, los traslados de residencia y las mujeres sucesivas. Ribeyro no tiene reparo en criticarse. Considera fallidas sus tres novelas, pese a que alguna recibiera premios y el reconocimiento del público. Se valora mejor como cuentista, y, hacia el final, también se convence del valor que tiene Prosas apátridas, un libro compuesto por textos cortos donde había volcado muchas de sus reflexiones, las que no cabían en sus diarios o a las que les confería una posibilidad literaria mayor.

Desde joven su salud no es buena, lo que no impide que lleve una vida poco saludable de fumador empedernido, de bebedor y trasnochador. Pero, en 1973, su situación se agrava. Precisa de una operación de esófago. Le ocultan el motivo —el cáncer—, que no conocerá hasta dos años después. Adelgaza quince kilos. En uno de sus viajes, al Cabo de Gata, se queja de que no va a poder bañarse sino muy a primera hora, para que no vean su cuerpo escuálido. Durante buena parte de su vida padecerá episodios corrientes de vómitos por las noches, y algunos más esporádicos de esofagitis. El pronóstico de su enfermedad es muy grave, aunque finalmente sobrevivirá diecinueve años. En 1975 escribe: “Mis días están contados, pero no como los de cualquier ser humano, para quien esa certeza carece de plazo, sino como la del animal de lidia que acaba de entrar en el ruedo y sabe qué poco le queda para salir arrastrado”. Más adelante, ve claro que debería operarse otra vez, pero no dispone de dinero para ello.

En cuanto al sugerente título, podríamos remitirnos a esta anotación de 1961: “La sensación de fracaso en la que permanentemente me encuentro reside en haber querido establecer un compromiso entre los “placeres de la inteligencia” y “los placeres de la vida”. He querido llevar una existencia intelectual, pero sin renunciar a las perspectivas de una vida holgada, cuando, teniendo en cuenta mi escasa capacidad de acción, la obtención de uno de estos objetivos apareja el sacrificio del otro. De este modo, careciendo de fortuna y no poseyendo un gran talento, estoy condenado a ser un mediocre vividor y un escritor mediocre”.

Escribir es su vicio más constante: “Escribo porque el placer que me produce el acto de escribir es de una calidad tan especial que no puedo compararlo con ningún otro que pueda ofrecerme la vida”. Será por eso que, para rellenar el tiempo en que no estaba inmerso en una obra creativa, recurre a estas anotaciones. Sobre esta actividad tiene, en diferentes momentos, sensaciones distintas. A veces desprecia sus diarios, le aburren; y otras se lamenta de haberlos interrumpido en algún periodo en el que sus vivencias hubieran dado mucho de sí. Por lo general, como ocurre casi siempre, escribe mucho más en los momentos menos felices, y ello se traduce en el pesimismo de muchas de sus entradas, que seguramente no reflejan bien del todo el hombre que fue.

Ribeyro interrumpe su residencia en París con algunas temporadas en Alemania, Madrid,  Amberes o Lima. Pero, curiosamente, las relaciones que tiene son, casi siempre, con sus compatriotas; entre ellos, como autores conocidos, Bryce Echenique o Vargas Llosa. La capital francesa le ofrece un gran acceso a libros y discos, a la ebullición artística e intelectual, así como a los ambientes bohemios. Aunque a veces sueñe con alguna casa junto al mar, la ciudad es un estímulo que necesita: “Busco quizá cierto riesgo, cierta incertidumbre, sin los que la vida me parece insulsa. Y aquello solo pueden dármelo las grandes ciudades, porque mi espíritu necesita del movimiento, de la metamorfosis, para funcionar, no del tiempo detenido ni del espacio inerte”. Es algo que está escribiendo durante su estancia vacacional en una mansión en la montaña italiana: “Puedo sacar de mí muchas cosas, pero siempre gracias a la presión exterior, que aquí no existe. Aquí sopla un aire virginal, arcádico, que me condena a la contemplación, a una especie de sabiduría silenciosa”.

En el último tramo de su vida, uno de los elementos de normalización es su papel de padre. Cuando su hijo parte por primera vez, para una simple excursión de un día, se despierta en él un dolor de la separación que lo retrotrae al que pudo producir él cuando joven: “Solo ahora comprendo cómo mi madre debió sufrir cuando me vio partir en 1952 para Europa”. A pesar de sus graves dolencias, no abandona del todo su talante hedonista. En Capri se siente cansado tras un primer paseo: “Para reconfortarme bebo una gran cru Château Martinet 1971 que mi primo me ha ofrecido… y escucho los conciertos para flauta de Albinoni”. A veces, en agosto, se queda de rodríguez en París, pero las locuras del pasado ya son historia: “De pronto me di cuenta de que estábamos con tres jóvenes tunecinas, haciéndoles una corte que me hizo recordar a las más idiotas épocas de mi juventud. Me puse de pie y me fui sin despedirme”.

Desde lejos, sigue la convulsa situación de su país. El general Velasco es depuesto. Según Ribeyro, no realizó la necesaria limpieza: “El viejo aforismo se cumple una vez más: una revolución que se detiene a medio camino cava su propia tumba”. Su cargo en la UNESCO lo obtuvo por su recomendación y ahora peligra. Además, si continuase en él, incurriría en una incongruencia, en un conflicto ético, pues el nuevo gobierno será reaccionario, contrario a sus ideas, y no puede participar de él, sino demostrar su lealtad a Velasco. Redacta una carta de renuncia, pero no la envía; y después será convencido de no hacerlo, pues se le dice que su cargo es más técnico que político: “Razones materiales prevalecieron sobre las principistas”.

Pasa por periodos de crisis en su escritura. En un momento siente que el cuento ya no le dice nada. Lo ve como un género caduco: “Yo sé que podría escribir veinte o treinta cuentos más de impecable factura, pero sería un poco artificial, casi un hábito, una tarea mecánica, industrial y por eso mismo sin interés, al menos para mí”. Se lamenta de que su literatura no tenga mayor repercusión y lo achaca a su “carácter antiépico, cuando el grueso de los lectores de narrativa anhela la epopeya”. Y califica su estilo de “apto para lo minúsculo pero inútil para lo grandioso”.  Tiene conciencia de que su obra es a menudo valiosa, pero tal vez sin llegar a ser genial: “Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido: he aquí algunos de los calificativos que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”. Sin embargo, le gustan mucho sus Prosas apátridas: “Probablemente es lo mejor que he dado de mí. Encuentro algunas que me sorprenden y me emocionan porque no sé cómo surgieron ni por qué las expresé así. Son textos que me sobrepasan, quiero decir que son mejores que yo”.

A Ribeyro el género biográfico le apasiona cada vez más. De Bacon, del que lee que es considerado uno de los diez pintores más importantes de nuestra época, Ribeyro dice que su obra no le entusiasma, pero sí le interesa mucho el personaje: “Esto es absurdo. Hablar de un pintor no por lo que pinta sino por lo que dice. ¿Y qué, finalmente? Yo nunca he podido desligar la vida del hombre. Y lo que finalmente me interesa es más el hombre que la creación”. 

Menciona una cena con Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce, y dice: “Es obvio que los escritores hablan poco de literatura”. Pero, cuando hablan: “Comprobé que los novelistas famosos leen poco a sus contemporáneos del oficio. Y quizás con razón, pues si se pusieran a leerlos no tendrían tiempo de escribir”. Hablando de quien luego fuera Premio Nobel, dice: “Bryce y yo no tenemos frente a Mario ningún complejo, lo tratamos como a un par, tampoco hemos “llegado” ni tenemos su prestigio ni seguramente su talento, pero esto no nos incomoda ni nos frustra y por ello no tratamos en ningún momento, públicamente, de oponernos a él e impedirle que se luzca”. Previamente había referido el caso de dos compatriotas que se dedicaban a boicotear actos de sus colegas y paisanos.

Según el pronóstico de los médicos, el final de este magnífico diario podría haber coincidido con el de su vida; pero, afortunadamente, Julio Ramón Ribeyro vivió dieciséis años más. En ese tiempo adicional, pudo seguir nutriendo a su obra de magníficas piezas, y a su diario de nuevas páginas que ojalá algún día las podamos leer, completando así ese entrañable rastro de vida que con tanta sencillez y sinceridad fue dejando en sus cuadernos. @mundiario

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