Sobre El siglo transparente, la antología poética de Antonio Enrique

Portada de la antología poética "El siglo transparente" y retrato del autor
Portada de la antología poética "El siglo transparente" y retrato del autor. / Autor.

Antonio Enrique nos narra y nos muestra ese tránsito, que es evolución, pero también un esfuerzo de diversidad dentro de una amplia coherencia.

Sobre El siglo transparente, la antología poética de Antonio Enrique

Antonio Enrique (Granada, 1953) cultiva la poesía, la narrativa, el ensayo y la crítica literaria. Recientemente ha publicado sus memorias. Fue uno de los impulsores de la Poesía de la Diferencia, movimiento al que dio nombre y que se oponía a la llamada Poesía de la Experiencia. El siglo transparente no es solo la antología que el propio Antonio Enrique hace de su obra en verso — la publicada entre los años 1974 y 2020—, sino también una suerte de autobiografía poética. No es únicamente una muestra histórica de su poesía, la confirmación de sus virtudes, sino también un acceso al conocimiento de los métodos con los que ha venido encarando la labor de creación a lo largo de todo su periplo creativo. Así, previa a cada uno de los libros que va abordando, encontramos una sucinta pero reveladora explicación de cómo fue construido.

Me llama la atención cómo el autor concreta el periodo en que fueron escritos los poemas de cada libro, que, en muchos de los casos, se refiere a un lapso de tiempo muy corto. Por ejemplo, de Los cuerpos gloriosos (1982), nos dice que fueron escritos entre el 15 y el 31 de octubre de julio de 1980; pero no solo eso, sino que, en muchos casos, nos indica el lugar, que suele resultar trascendente; en este libro, el Museo del Prado. Ese espacio físico en el que se desarrolla la escritura puede ser, a veces, sobrevenido, y otras, provocado. El primer caso se da cuando coincide con las ciudades en las que ha vivido, como Úbeda —que dice le obsesionó, que le prendó por su levitación— o Granada, su ciudad natal, en la que, en 1979, en plena etapa de su poesía más sensorial, rodeado de aquella belleza, escribía La blanca emoción (1980), exactamente en “la casa morisca del callejón de San Luis, en el Albaicín alto, en cuyo patio, a las altas horas, se encajonaba el río estelar, antes de seguir su curso por la galaxia. Allí, frente a la Alhambra, en la colina opuesta, bien se percibían desde el pasado, los sones de una mística —sufí, cabalística y cristiana— por la que se invoca al dios que nos une, al margen de ritos y creencias”. Ya, al comentar un libro anterior, Poema de la Alhambra (1974) nos decía: “Al alcance tenía la joya, la maravilla, el estupor. No podía comprender que poetas de mi época y aun anteriores le volvieran la espalda”. Es esa emocionada captación de lo que perciben sus sentidos, junto con también cierto contagio del culturalismo entonces vigente, la que lo impulsa en esta primera época: “Por eso, en un poema, en cualquier poema, mío o ajeno, me he preguntado ‘si estaba bien` de olor y color, de luz, de sonoridad y de tacto”.

Pero también están esos libros que son como excursiones a unos prodigios que siente que le están esperando para ofrecerle una revelación íntima. Así, al hablarnos de La quibla (1991), nos dice: “En agosto de 1990 sentí la pulsión de marchar a Córdoba”. Nos asegura no saber a qué ni hacia dónde había emprendido ese viaje, pero: “Nada más entrar en la Mezquita, surgieron los tres primeros poemas, de los diecinueve que componen el texto. Una revelación para mí fue que el Todo precisamente se asentara en la Nada, el vacío del Mihrab”. Este libro se compuso entre los días 20 y 23. Y aquí tenemos una muestra de esa tendencia espiritual que reaparece en diversos momentos de su obra. Particularmente logrado me parece uno de los poemas que selecciona, el que lleva por título “Enamórate”: “Enamórate de lo que no tiene forma. / Perdiéndote en la geometría de Dios / encuentras que toda recta / confluye en punto / que se curva y que vuelve”.

El sol de las ánimas (1995) supone un cambio de orientación. Esta vez mira hacia atrás en su vida, situándose en la infancia, y logrando recuperar la emoción de aquellas vírgenes vivencias, tamizadas ahora por la temblorosa luz del recuerdo: “Había cansancio en el aire, cuando justamente / se encendían los anuncios de neón. / Entonces los abrigos eran tristes, pesados y tristes, / tristes y grises, pesados y largos”.

No faltan los poemas en los que describe su propia poética. Me gusta particularmente “Los espejos incendiados”, de Santo Sepulcro (1998): “Un poema es una idea absoluta. / No debe dar apariencia de nada / No pretender estar bien escrito. / Debe, por ser una idea, ser / y por ser una idea absoluta, ser siempre”. Pero apenas se detiene en esas miradas hacia sí, sino que, cada vez más, se centrará más en el sufrimiento de afuera, en “el silencio de Dios ante la degradación, la enfermedad y la miseria, pero también el desasosiego y el hastío humanos”.  En El reloj del infierno (1999), hace una primera incursión en “la zona oscura de la naturaleza humana”, que luego en el impresionante La palabra muda (2018), centrado en la barbarie nazi con respecto a los judíos, agudizará en la experiencia que la mirada de la poesía confiere, y que lo acerca y lo penetra todo, hasta el horror: “Nadie conoce a nadie, / todos a todos se miran. / El hambre les ha secado la faz / y el frío los huesos del cuerpo. / Las más bellas mujeres son un despojo, / los ojos chispean en el aire / como escamas heladas”.   

En Cisne esdrújulo (2013), es la persona amada la que inspira los poemas, la bailarina Trinidad Sevillano: “Pero aquí no se halla su triunfo, sino la sombra de su sufrimiento, común a todas las bailarinas”. Son poemas muy emocionados. En el poema “III”, dice el poeta: “Yo soy tu madre. / Soy un hombre, pero soy / tu madre para más amarte. / Te admiro hasta la aflicción, / te venero”. El siguiente libro. Al otro lado el mundo (2014), supone otro nuevo paso en la experimentación poética, en la inspiración buscada en el cambio de escenario. Está escrito en Corme, en plena Costa da Morte, y como su autor comenta: “Implica la entrada de lleno en el ámbito de lo visionario, la dimensión genuinamente misteriosa de la poesía”. A este libro le sigue el ya mencionado y desolador La palabra muda, que es otra variación de la mirada, siempre en pos de aumentar un abanico amplio de aproximaciones al misterio de lo humano. 

La antología finaliza con Resplandor (2020), un pequeño libro de trece poemas, que el autor consideró tan íntimo y radicalmente sincero que debía ser casi secreto, por lo que se publicó en una edición especialmente reducida, a la que solo accedieron unos pocos privilegiados. Afortunadamente, aquí Antonio Enrique ha decidido mostrarnos seis de sus poemas, unas maravillosas piezas de amor, profundamente emotivas, como la que tiene el mismo título del libro: “Esto de amar / se parece a un relámpago. / Entra por los oídos, / sale por la boca. / Y vuelve a entrar / y no sale del cuerpo. / Entonces lo calcina. / lo va minando, / demoliéndolo. / ¿Por qué a mí? / ¿Qué tiene ella que ver / con el sufrimiento? / Entró en mí a galope / de fuego. / Es un resplandor como jabalina / en el aire. / Se rompe ella también / traspasando la barrera del sonido. / Se acaba ella también. / Como también sus párpados / se aceleran. / ¡Estamos muriéndonos de amor!”

El siglo transparente es un apasionante recorrido por la producción poética de quien, a través de casi cinco décadas, se ha esforzado en canalizar su mirada más profunda a través de los versos; de propiciarla, haciendo que su afán literario no fuera una mera ambición artística sino también un aporte de conocimiento, un fértil contenedor de la emoción y de los vislumbres que nos acercan a lo esencial y lo verdadero. Antonio Enrique nos narra y nos muestra ese tránsito, que es evolución, pero también un esfuerzo de diversidad dentro de una amplia coherencia; una trayectoria que, cada vez más, deviene en empatía y radical amor, a través de unos versos siempre alcanzados por su genuina respiración poética. @mundiario

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