Las rosas terminan, de Luisa Pastor: la triste belleza de lo perdido

Las rosas terminan, Luisa Pastor. Mundiario
Cubierta del poemario "Las rosas terminan" y retrato de la autora Luisa Pastor. / RR SS.

Luisa Pastor se arriesga al no eludir los territorios más abisales, pero consigue emerger con sus sencillas y profundas palabras, creando una belleza a la que asirnos.

Las rosas terminan, de Luisa Pastor: la triste belleza de lo perdido

Las rosas terminan es el primer poemario de una autora, Luisa Pastor, que acumula una extensa obra inédita. Pero no es esta su primera aparición pública en relación a la poesía. Mucho antes, hemos apreciado sus emotivos recitados, incluidos en los videomontajes poéticos que ha producido el Grupo Auralaria, del que forma parte junto a Álvaro Giménez. Asimismo, en los últimos encuentros poéticos, los denominados Aula de Poesía “Miguel Hernández”, que también organiza el grupo, la hemos conocido en su faceta de cantante. De todo ello se desprende una coherente y poética sensibilidad. Ahora la encontramos reflejada en los versos de este poemario que sirve para inaugurar Auralaria Ediciones. La ilustración está realizada por el siempre sugestivo pintor Pepe Aledo y el magnífico prólogo corre a cargo de Manuel García Pérez. El diseño general es de los que incita a la lectura y aumenta nuestro amor por ese objeto tan irrenunciable que es el libro.

Ya en el poema introductorio, que no lleva título, hay una declaración de principios sobre ese objeto simbólico que es la rosa: “No canto a la rosa de talle erguido / a sus pétalos tersos, de vibrante color. / La flor de hoy. / Es la flor desmayada la que me asombra, / su declive. / La flor de ayer”. Y también ya aquí encontramos un rasgo común de estos poemas, ese último verso en cursiva, sin punto final, que nos deja suspendidos en una vibración duradera.

El poemario continúa con una primera parte, Rosa inimitable rosa inútil, que nos sumerge en un tono melancólico que no nos abandonará. Ya en Alba nos sentimos atraídos por el terreno de la nostalgia, de la despedida, del deterioro que crea el tiempo y nos desprovee de recursos inmediatos: “Sin esos transparentes pies intactos / que te alejaban del invierno / hacia una extraña, inesperada, sorprendente / primavera de tez sonrosada”.  Y ya aquí aparece el primer epígrafe, que esta vez es de Silvia Plath, y que luego se suceden marcando un territorio de afinidad sensitiva. Algunos de esos autores se suicidaron, como la misma poeta americana, o Celan, Pavese, Alfonsina Storni; otros murieron en extrañas circunstancias, como Ingeborg Bachman o Jim Morrison; otro, Leopoldo María Panero, sufrió demencia. Pero los hay también exentos de esas trágicas resonancias, como Wislawa Szymborska o José Luis Zerón. Y tal vez venga a cuenta esta parcial e inusual enumeración de los poetas citados, pues es este poemario deudor, en su inspiración, de muchas vividas y revividas lecturas que configuran el universo de la autora. La relación con esas acompañadoras palabras es aquí de punto de partida, de empática exploración, y no de mimetismo.

Si la belleza puede ser una condición de la poesía, aunque esté tocada por la contigüidad de lo desolador, aquí la encontramos contenida en unos versos reposados, que van paulatinamente describiendo los detalles de una poética aparición. Y ese flujo tranquilo, como cauce de emoción en el que se inserta lo sombrío, abunda en la deconstrucción de lo meridiano, en el poso amargo apenas dulcificado por el tamiz balsámico de lo emocional.  

En Solar, precedido por una cita de Alfonsina Storni, encontramos estos versos demoledores: “Bendita la mano que cubre tu boca, aleja el grito / porque sabe que todo es inútil. / La verdad es una profecía que nadie cree. / La advertencia es un muro en el que el vidente se hiere / con todas sus agallas”. Pero, a continuación, en ese continuo balance, en esa peligrosa convivencia entre lo asolador y la íntima salvación: “Pero tú, llena de gracia, resistes en la aparente mudez”.

Y esa “gracia” reaparece en el siguiente poema, Tanto más lejos, en el que se describe la búsqueda de un territorio eximente: “Huir, escapar / es lo único verdaderamente importante […] Hallo el estado de gracia, / los pasos capaces de vencer la aflicción, / el argumento para la supervivencia”. Es el refugio en aquello que conecta con el pasado: “Mientras el viento se revuelve / y las colinas se emborronan, / yo escribo / sentada bajo el árbol de ayer”.

Te llaman y las llamas y juntas jugáis junto al río y arañáis la tierra, es uno de esos títulos largos que salpican este poemario y que aquí juega con unos versos de Leopoldo Panero. Pero lo que importa en este poema es ese emocionado homenaje a un tipo determinado de mujer, luchadora y damnificada: “Las mujeres de mi casta no hablan bajito, / duermen poco y mueren solas”. “En estancias vacías oímos ecos que nadie más puede oír. / Y lloramos ante el muro, / y contamos con el silencio, / que —quién sabe por qué— nos reconforta”.

Es en otro poema, también de extenso título, Caen como la rosa en la página los pájaros amarillos, donde se explicita con la mayor fuerza esa doblez de la rosa, ese ambivalente poder de deslumbre y de apagamiento: “La rosa en los kioscos de la infancia / con fragancia a golosina, irresistiblemente bella, / tocada por la intensa luz dominical / y una melodía que jamás se recuerda / y que ya solo tocan los fantasmas de un templete”. Y los versos que siguen son terribles. No es fácil salir de ellos. Parecen fortalecidos en su lobreguez por esa cita de Leopoldo María Panero, “y que lo pájaros se alimenten de mi vida”, que precede al poema: “Rosa de los pantanos profundos y tristes, / rosa negra enmascarada de rosa, / rosa irrepetible, /aún más rosa de recobrado color”. “Aquella que se deshojó indolentemente en tu inocencia, / aquella que tus dedos no debieron rozar nunca / porque con tu tacto sus pétalos se deshicieron, / cayeron como ceniza / y como ceniza siguen cayendo para atormentarte”. 

En la segunda parte, Como deshojar el paraíso, encontramos poemas que adquieren una correspondencia aún mayor con los personajes o los autores de los que se derivan. En el tono melancólico del libro no podía faltar una alusión a El gran Gatsby, con esos versos que tan bien describen su soledad y su espíritu decadente: “Asombrarse, temblar, acaso estar triste”. “Soñar con sentirse uno menos solo, / menos uno mismo, / entre el espino blanco y los junquillos”.

En Sevenels, dedicado al poemario de Amy Lowell, aparece de nuevo esa posibilidad del recuerdo que, si no restaña del todo la pérdida, al menos restablece su capacidad de generar amables sentimientos, de fundar otro tipo de realidad, intangible, pretérita, virtual, pero hecha de sensaciones perennes y verdaderas: “Lo sé. No estoy sola. / Me queda aún el tacto / de las cosas que amé”. “La silla en el porche para contemplar las estrellas / rutilantes, muertas hace tiempo”.

Las rosas terminan es un poemario que ejemplifica esa extraña relación entre lo bello y lo siniestro, de la que hablaba Eugenio Trías. «Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”, escribió Rilke. Y lo podemos soportar porque estamos en el punto de declinante inflexión en el que aún no es poderoso el olvido. Nos queda el recurso de rememorar y habitar las estancias de lo imaginariamente recuperable, esa huella de cada amado sentimiento que vamos atesorando. Luisa Pastor se arriesga al no eludir los territorios más abisales, pero consigue emerger con sus sencillas y profundas palabras, creando una belleza a la que asirnos, endebles tablas de salvación que nos deslizan sobre lo oscuro, con el ritmo exacto que marcan estos versos. @mundiario

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