Ochenta años del Hechicero del Ande

Portada del libro el Hechicero del Ande, de Franz Tamayo. / Ignacio Vera de Rada
Portada del libro el Hechicero del Ande, de Franz Tamayo. / Ignacio Vera de Rada
No es un libro muy voluminoso y es precisamente esa una de sus virtudes, pues su prosa es electrizante, intensa, aguda, y al mismo tiempo cristalina, diáfana.
Ochenta años del Hechicero del Ande

En unas semanas más se van a cumplir ocho décadas de la publicación de uno de los libros, a mi juicio, más importantes del acervo bibliográfico boliviano y aun latinoamericano. No solo porque trata sobre uno de los más insignes cultores de las letras y el pensamiento, no solo porque su publicación encendió una apasionada polémica entre el biógrafo y el biografiado, sino, sobre todo creo, porque es un alarde de composición prosística y belleza y precisión de lenguaje. Una biografía que bien podría competir con las más valiosas que Stefan Zweig, Emil Ludwig y André Maurois escribieron.

En mi colección de libros, poseo dos ediciones de esta obra: la segunda, de 1944, editada por Puerta del Sol, y la cuarta, de 1980, editada por Juventud. Es, junto con el Thunupa y el Nayjama, uno de los mejores libros de Fernando Diez de Medina. O quizás el mejor. Porque aquí el biógrafo trasciende los límites del pintor de personalidades para meterse con pies de plomo en los ámbitos del captor de los rasgos de toda una sociedad y en los del crítico literario que enjuicia con solvencia erudita una toda obra artística.

Franz Tamayo, hechicero del ande: Retrato al modo fantástico (el subtítulo se suprimió en las últimas ediciones) no es un libro muy voluminoso, y es precisamente esa una de sus virtudes, pues su prosa es electrizante, intensa, aguda, y al mismo tiempo cristalina, diáfana. El lector no puede parar de leer. Para lograr ello, parecería que Diez de Medina adoptó la técnica de Zweig: depurar líneas y párrafos en vez de abundar en ellos. Limpiar oraciones alambicadas. Ningún párrafo sobra. Ninguna palabra está por demás. No hay rellenos ni redundancias. Todas las palabras están seleccionadas con cuidado. Todo fluye y rápido, como fluye la sapiencia en la poesía del protagonista de esas páginas.

Hace poco, Rolando Diez de Medina, hijo del insigne biógrafo de la obra que ahora rememoramos y caro amigo mío, cumpliendo el deseo del padre de publicarlo pasados recién treinta años de su muerte, ha dado a la luz el tercer volumen del Libro de las ideas, que es el diario íntimo de don Fernando Diez de Medina. Le he echado una ojeada, y en una de las páginas, correspondiente a la entrada del 4 de julio de 1981, se lee: «Aparece la 4a. edición de mi Hechicero del Ande. El Para Nunca borra al Para Siempre».

Desde muy joven admiré y seguiré admirando al viejo Tamayo, pero nunca comprendí ni comprenderé por qué un libro como éste le causó tal disgusto. En él, Diez de Medina hace un fresco cabal de la sociedad cerrada y discriminadora de inicios del siglo XX y trata de penetrar psicológicamente el alma del joven Tamayo, un alma atormentada y con un hambre infinita de conocimiento. Un alma que ya para su tiempo fue un mito. Luego pasa al papel de crítico y de exégeta: valora la poesía tamayana como la más grande brotada de pluma americana y trata de comprender los profundos aforismos en los que Tamayo, a la manera de Salomón, especula sobre la vida, el arte y la ciencia.

Hace poco hablaba con Nina Tamayo, sobrina-nieta del pensador biografiado, y comentábamos sobre esta obra. Decíamos que el disgusto de Tamayo pudo deberse más a ciertos complejos psicológicos y sociales que el poeta pudo haber guardado, que a las calumnias difamatorias que, según el folleto Para siempre, tenía el Hechicero del ande.

Varios escritores, críticos y académicos bolivianos se han dedicado a escribir sobre la obra de Tamayo, pero ninguno de ellos la describió e interpretó de manera tan bella como Diez de Medina en su Hechicero. Baste leer esto sobre La Prometheida: «El soplo de cuatro culturas cruza su hirviente poesía: la oriental; la grecolatina; la medieval; la sincrética o renacentista. A veces, sin saberlo o sin quererlo, trasparéntase [sic] la quinta: la cultura euroyanqui o contemporánea —electro-mecánica-mercantil— que expande al límite la naturaleza fáustica y exaspera el nerviosismo ancestral del alma humana». O esto: «Tiene la profundidad metafísica, la majestad sonora, la epifanía cromática de los mundos poéticos totales, que por el contrapunto de los giros y las imágenes realzan la sublime variedad de las ideas. Sus estrofas fulgurantes traen resonancias de los Vedas, de Homero y de Virgilio, del Ferdussi y del Tasso, del Dante y del Ariosto, de Schiller y de Goethe, de Kleist y Zaratustra —genitores del espíritu moderno— sin que les falte una ciencia del corazón que las emparenta con Cervantes y los clásicos de Castilla». Estos juicios denotan un joven escritor también sapiente, señor del idioma castellano y dueño de una vastísima cultura. Y también muy inteligente, pues para hilar y concatenar ideas de tal forma se precisa una lucidez elevada. Un escritor en el más digno y elevado sentido del término.

Cuando se publicó este libro, su autor tenía solo 34 años. Pero, por lo que sabemos, el joven Diez de Medina ya venía preparando el libro desde hacía varios años: leyendo y estudiando la poesía de Tamayo, tratando de entrevistarlo, recopilando información, etc. Sobre todo esto se han ido tejiendo muchas historias, como la de que el joven Diez de Medina era por demás terco e imprudente, y que iba a visitar al viejo sabio de la calle Loayza de manera cargosa hasta lograr algunas entrevistas.

Franz Tamayo vivió varios años más, hasta 1956. Diez de Medina no narró la vida pública de Tamayo como presidente de la Convención de 1945, no comentó los mensajes que dirigió a la juventud ni sus últimos afanes políticos, ni hizo crítica de los Epigramas griegos (1945), poemas compuestos en hexámetros y de no menor dificultad, tanto por su forma como por su vuelo filosófico, que la de todas las obras poéticas precedentes. Pero debemos saber que la parte más importante de la vida de Tamayo, así como sucede con Goethe y en general con todo gran hombre, es la de su juventud, y esa juventud está narrada en el Hechicero. Pues es esa mocedad —como sucede con todo escritor, con todo poeta, con todo artista— la que cala más hondo y la que se va replicando, como ecos eternos, en el pensamiento y en la obra artística posteriores.

La polémica entre el viejo Tamayo y el joven Diez de Medina, según se lee en la nota del editor de la edición de 1980, suscitó comentarios en diarios de Chile, Perú y Venezuela. La última edición de 1980 incorpora algunas cartas que durante dos décadas intercambiaron Diez de Medina y la señora Blanche Bouyon, primera esposa de Tamayo. Y aunque no está mal seguir especulando sobre la relación entre biografiado y biógrafo, lo más importante es el fruto hermoso que dieron ambos en una sola obra. Probablemente ninguno se dio cuenta del monumento literario boliviano que juntos, aunque sin quererlo, construyeron.

Franz Tamayo sigue siendo hoy un enigma psicológico y artístico; Diez de Medina, un genial prosista y un gran humanista. Es por eso que, aunque valgan para la caja de chascarrillos historiográficos, ya no importan las polémicas y los dislates. Importa solo la conjunción del gran pensador y poeta y el gran prosista y fundador de la teogonía andina en un solo y maravilloso libro. A esta obra deben acudir las juventudes bolivianas del presente. @mundiario

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