Luis Bagué reflexiona sobre la reificación de las relaciones humanas en su último poemario

Luis Bagué autor de Desde que el mundo es mundo. / RR SS.
Luis Bagué autor de Desde que el mundo es mundo. / RR SS.
En un primer momento, los poemas se conciben como paratextos, glosas y apuntes en los márgenes que no renuncian a la elocuencia ni a la ironía.
Luis Bagué reflexiona sobre la reificación de las relaciones humanas en su último poemario

Después de la publicación de Clima mediterráneo, de Luis Bagué, esperaba un nuevo poemario donde lo biográfico acudiera a lo simbólico, a esa peligroso camino de bosque donde la incertidumbre y la paradoja demasiadas veces coquetean con el sentimentalismo.

Sin embargo, con Desde que el mundo es mundo, publicado en Visor, el autor gerundense decide adentrarse en la fractalidad de lo anecdótico y lo cotidiano para reivindicar el hastío de un mundo que, saturado de técnica y tecnología, adolece de trascendencia, como el propio autor razona al final de su poemario en una especie de paratexto al que titula lógicamente: “Esto no es un paratexto”.

En los eslóganes que marcaron la infancia de los que nacimos en la Transición, Bagué encuentra un motivo elocuente de articular su poesía, inspirada en el análisis de la fatalidad que conlleva la desgana en una época en la que los mitos y las metas han pasado a un segundo plano, como si, de alguna manera, el poeta fuese cómplice de aquellos que se niegan a aceptar que la ciencia y la tecnología pueden con todo.

En un primer momento, los poemas se conciben como paratextos, glosas y apuntes en los márgenes que no renuncian a la elocuencia ni a la ironía. Pero basta detenerse un momento para comprender que, detrás de ese virtuosismo sintáctico, hay una denuncia al tedio y a los rituales que reifican nuestra convivencia y que van desarmando nuestros recuerdos, como si las experiencias humanas hubiesen dejado de serlo para hallar en lo objetual una forma de subsistencia: “Llegas a tu destino/ sin haberte movido de baldosa./ Noche oscura en el cuerpo./ El alma en vela./ También la casa tiene/ olor a duty free”. (pág. 34)

No es la primera vez que Bagué usa lo paralingüístico como un espacio en el que su poesía medra. Su apuesta por la metaliteratura hace del intelectualismo, en esta ocasión, una mofa de sí mismo, sin caer en la manida estrategia de denunciar por denunciar lo que significa vivir en un país desarrollado. Imperios de lo efímero, como llamara Lipovetsky.

Bagué no quiere eso. Bagué quiere celebrar la perplejidad que todavía el mundo y la mundanidad prestan, como si, tras el consumismo más compulsivo, fuesen recuperables la aprehensión de la nostalgia y la fascinación por lo minúsculo, por lo aparentemente imperceptible, por el silencio mismo, por la palabra como epifanía de una realidad que puede persuadir al margen de su alternativa virtual: “Hay palabras cordón umbilical./ Mantras corrientes./ Pero también la sílaba que falta,/ la que da de comer,/ las palabras con nombres de animales,/ las que empiezan mejor por el final,/ y la palabra adiós/ y las primeras últimas palabras” (pág. 47).

La autenticidad de Bagué reside en que sus versos no niegan su formación erudita, por muy mal que suene el adjetivo. En los recovecos y entresijos de la literariedad, encuentra la matriz de la que nacen sus poemas, una prolongación de su manera de vivir y de amar lo que hace y lo que enseña.

Lo paratextual es una proyección y también el pre-texto de esa intromisión en aquello que caracteriza a una poesía que pretende durar. En su caso, lo existencial, sabe Bagué, no puede librarse de la naturaleza teórica, hasta especulativa, de algunos de sus versos: “Cambiar las estaciones por decreto./ Hacer de la mudanza una costumbre (…)./ Cogidos de la mano, / para no perder pie,/ somos gotas de lluvia en la cola del cielo,/ dos sombras simultáneas en mundos sucesivos”. (pág. 54) Ese regusto por el refrán, la cita, el aforismo, lo intertextual y el marchamo contrasta con la última parte del libro, “Comunidad digital”, donde el neologismo y la neo-realidad conviven como un horizonte de expectativas y como un presente que evidencia un cuestionamiento que artistas plásticos como Daniel Ganogar también han visibilizado. Hasta qué punto es idílica esa convivencia entre esos dos ecosistemas. O hasta qué punto es soportable. Yo no sé si se puede amar sinceramente desde un estimulante y continuo alud continuo de imágenes y bytes. Luis Bagué, tampoco. Me temo: “Las sirenas pregonan las mejores ofertas./ La tejedora Aracne se enreda sin remedio/ en el cajón de sastre de YouTube./ Paraíso cerrado y libro abierto./ Un nombre entre comillas./ Un mensaje lanzado/ al mar de Google Maps”. (págs. 62 y 63).

Desde que el mundo es mundo aboga así por la paradoja de una simbiosis entre metaliteratura y vida. Y también por el conflicto inexorable y necesario entre técnica y humanidad que, aquí, en este libro, a veces, solo a veces, parece perdurable: “Abrir, cerrar pantallas./ Desordenar la Red para cambiar el mundo./ La plaza está vacía./ La cámara se apaga” (pág. 64). @mundiario

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