Esa visible oscuridad: la depresión y sus grados

El escritor William Styron y la periodista Milly Gualteroni
El escritor William Styron y la periodista Milly Gualteroni

La depresión no parece tener apenas nada que ver con los pensamientos previos. Al menos, la profunda, aquella por la que pasará el diez por ciento de la población

Esa visible oscuridad: la depresión y sus grados

Si a los libros de autoayuda, en la foto del autor que los acompaña, este debe mostrarse debidamente exultante de felicidad, del relato de un deprimido esperamos un rostro endurecido, tan triste como extrañamente conciso. Eso es lo que encontramos en la fotografía de William Styron, insertada en la solapa de la edición de su libro Esa visible oscuridad en Capitán Swing Libros. Buscando en Internet, sin embargo, hallo alguna muestra de su capacidad para la alegría, la que posee, incluso en su forma más asediada, hasta el ser más infeliz. 

En este libro, el novelista norteamericano, conocido especialmente por su novela La decisión de Sophie, que exitosamente fue llevada al cine por Alan J. Pakula, nos cuenta su paso por la depresión. Los precedentes de ese viaje a los infiernos podrían haber tenido alguna influencia y haber actuado como detonantes, pero no podían considerarse como la causa necesaria.  Para empezar, Styron nos refiere el cese abrupto de su fuerte adicción a la bebida, motivado por una repentina intolerancia. Por otro lado, descubre el nivel de la sobredosis de barbitúricos que, bendecida por su médico, había estado tomando para dormir. Hasta aquí los posibles coadyuvantes químicos. En cuanto a las razones psicológicas, menciona un cierto colapso creativo, pero es cierto que este podría suponerse como una derivación de su abstinencia alcohólica. Lo curioso, lo que nos habla de los motivos tan profundos de esta enfermedad, es que el terrible agravamiento, que lo hace ponerse en manos de los médicos, se produce en un viaje a París, nada menos que para recoger un importante premio. Por eso, perdido en su perplejidad del presente, indaga en la lejanía, repara en un hecho muy antiguo, tal vez secretamente muy traumático, como fue la muerte de su madre cuando solo tenía trece años. 

Mensaje de esperanza

La depresión no parece tener apenas nada que ver con los pensamientos previos. Al menos, la profunda, aquella por la que pasará el diez por ciento de la población, con mayor o menor resistencia a los fármacos o a las terapias psicológicas. La otra, la tristeza intensa, el desánimo paralizador, la puntual u oscilante anhedonia, es un estado anímico que se puede prolongar más o menos, o que, incluso en grados suaves puede acompañar toda una vida, pero que no causa ese intenso dolor que describe Styron, ese abocamiento al suicidio o al deseo de una virtual desaparición. 

Sin embargo, de la depresión, si se superan los deseos de acabar con la vida, todo el mundo ha salido —aunque un cincuenta por ciento pueda reincidir una segunda vez, en la que será, por la experiencia anterior, más fácil curarse—. Es el mensaje de esperanza que da el escritor, el que no atienden o desconocen quienes, en circunstancias similares, no viendo una salida, han buscado la solución fuera de la vida. Él lo tenía todo preparado para ello, pero en las que iban a ser sus últimas horas o minutos, recibió un mensaje que no interpreta más que como casualidad, sin caer en la tentación de considerarlo una comunicación espiritual o divina. En el televisor, en la película que está viendo, suena la Rapsodia para contralto, de Brahms: “Este son, al que, como a toda música —como a todo placer en realidad—, había permanecido yo insensible, en mi aturdimiento, durante meses, me traspasó el corazón como un puñal, y en un desbordamiento de recordación súbita pensé en todas las alegrías que la casa había conocido: los niños que correteaban por la casa, las fiestas, el amor y el trabajo…” “Todo esto, comprendí, sobrepasaba con mucho lo que jamás podría yo abandonar, más aún cuando lo que con tal deliberación me disponía a hacer excedía en tan gran medida lo que me era lícito infligir a aquellos recuerdos, a aquellos seres, tan entrañables para mí, con quienes los recuerdos se vinculaban”. 

Styron se dio cuenta a tiempo de que “no podía cometer aquel sacrilegio conmigo mismo” y despertó a su mujer para poner en marcha su ingreso en un hospital donde a las siete semanas se curó. Al fin, in extremis, retomó, tal vez como nunca antes, la conciencia del hecho sagrado de la vida.

Pero no todos pueden salvarse. Acabo de ver el testimonio de una mujer italiana, Milly Gualteroni, una periodista que narra la dura historia de su vida enfocada finalmente a la valoración de su conversión religiosa. Nos relata su juventud, llena de éxito, placeres, viajes, en medio de lo cual, dos veces por año, se sumergía en una depresión, que ella luego interpretaría como la existencia de un vacío, la falta de una verdadera satisfacción interior. Pero los antecedentes genéticos estaban claros. Tanto su padre como su hermano se habían suicidado. Se conocen familias plagadas de muertes autoinducidas, algunas famosas como la de un Thomas Mann quien, sin embargo, por la lotería genética, se salvó de ser tocado por esa desgracia. Pero ella, en un principio, intentó negar esa herencia incontrolable, incluso odiaba a esos seres queridos por haber cometido tan traumatizantes actos que interpretaba como decisivos para su recurrente dolor. Esta mujer, que tiene cincuenta y ocho años cuando graba su testimonio, ya ha escrito un libro, Arrancada del abismo, cuya conclusión es que la religión católica que ha abrazado le ha servido de gran ayuda para apartarse de su infierno. Pero su expresión, al decirlo, no es alegre, ni relajada. Se intuye en ella un fuerte esfuerzo por desembarazarse de una opresión anímica que la está acogotando. 

De todos modos, en otras entrevistas, reconoce que “en cualquier caso, en paralelo a esta sanación del amor de Dios, es fundamental seguir un camino terapéutico con un profesional”. E insiste: “La fe en Dios no es vacuna suficiente. Pero quien sabe que cada uno de nuestros cabellos está contado sabe también que cada circunstancia es una ocasión para seguir, a veces de manera misteriosa, las huellas de Jesús. Nada enseña tanta humildad y previene contra el orgullo, nada nos muestra nuestra total dependencia y nos educa en nuestra pobreza radical, como una depresión”.

Voy en busca de más información, y lo primero que encuentro es que falleció a los sesenta y un años. ¿La causa? La noticia pretende ser discreta, benévola, disimuladora. La versión que se transmite es la de que esta mujer se cayó de un quinto piso “accidentalmente, mientras limpiaba”. Dados los precedentes, es tan difícil de creer para nosotros como de asumir para quienes valoraron aquella nueva fuerza espiritual que tanto la aliviara: “La depresión puede ser una herida a través de la cual puede entrar el amor misericordioso de Dios, que te da calor, que te sana, que te envuelve”. Lo que finalmente prevalece es la impotencia del ser humano para frenar la arrasadora fuerza de una salvaje enfermedad mental, de la misma manera a como sucede con un cáncer veloz. Afortunadamente, son una muy pequeña minoría estos casos absolutamente rebeldes a las terapias y a la medicación, y lo lamentable es que, en la desesperación, se confunda una tan agresiva enfermedad con una deficiencia moral, y que sirva para autoculpabilizarse en lugar de aceptar que la enorme complejidad de la mente humana pueda dar como resultado casos anómalos, a veces tan trágicos como este. Milly Gualteroni, finalmente, lo vio claro: “La depresión no puede ser vivida como una culpa. Es una enfermedad que tiene causas múltiples y variadas”. Las del escritor estadounidense y las de la periodista italiana tenían componentes y grados distintos. La del primero se podía curar con la revelación de una idea que afirmase el valor de la propia existencia y la de esa periodista italiana ni siquiera con el máximo amor a una vida que una fuerza extraña le obligó a abandonar. @mundiario 

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