La insaciable filosofía poética de Fernando Pessoa en Libro del desasosiego

Portada de una de las ediciones de Libro del desasosiego y retrato de su autor
Portada de una de las ediciones de Libro del desasosiego y retrato de su autor

El poeta portugués recurre aquí a un pensamiento aforístico y a la vez estético. En cada frase, trata de romper con las ideas rutinarias, con lo perezosamente consensuado.

La insaciable filosofía poética de Fernando Pessoa en Libro del desasosiego

Libro del desasosiego me parece una de las obras más geniales del siglo XX. Y aplico ese calificativo por su característica tan personalmente rompedora de límites, por ese ir más allá del pensamiento encerrado en lo protocolariamente plausible. La prosa que contiene es solo comparable con su propia poesía, con esa mirada tan inédita hasta entonces, con esas reflexiones que giran en torno a los inmediatos detalles de la percepción de la propia existencia, afrontada desde diferentes ángulos, descubriendo una paradójica visión, perforando la insistencia de los velos propuestos por la mirada convencional.

Pessoa me gustó desde mi primera lectura. Fue uno de esos pocos acontecimientos que catapultan la mirada del lector, que le descubren territorios verdaderamente nuevos, que demuestran las posibilidades de una expansión mayor en el terreno de la escritura. No obstante, pese a mi admiración, nunca he dejado de sentir por el portugués un parcial reparo. Ese juego continuo suyo por el que incurre en las mayores desfachateces de la contradicción me ha parecido, durante muchos años —ahora tal vez ya esté curado o pertrechado de firmes defensas—, un peligro por su relativismo vital, un juego tramposo con la existencia, una evasión de quien se siente impotente para acometer la vida con firmeza, eficacia y alegría.  Y es que, a lo que parece, Fernando Pessoa no era un escritor orgulloso y solemne, sino, al parecer, todo lo contrario: un hombre más bien ridículo, un enamorado pueril, un ser empequeñecido escondiéndose en su literatura y en sus fantasías esotéricas, en su fuerte dipsomanía recatada. Cualquier persona “sensata” me diría que muchos de sus versos, de sus frases, son gilipolleces propias de un cobarde, no de un hombre que encare la vida como ha de ser. Yo, finalmente, me quedo con esa capacidad suya para captar las sutilezas, con esa valentía interior de no rehuir la perplejidad ante la ilógica de lo que sentimos y nos sucede.

Escribir literatura puede ser, a veces, una forma de filosofar por otros medios. Y ello es así especialmente en Pessoa, y aún más en esta obra, Libro del desasosiego, que tiende a una fusión entre lo poético y lo puramente reflexivo, acercándose a lo que sería una filosofía de la conciencia. “Yo era un poeta impulsado por la filosofía, no un filósofo dotado de facultades poéticas”. Las más de quinientas entradas de esta obra son otras tantas aproximaciones a la realidad intelectual y sensorial de un personaje tan ficticio como arraigado en el propio Pessoa. Como se sabe, el poeta portugués utilizó la figura de los heterónimos para su poesía. Era su forma de mostrar la multiplicidad del ser, en la que creía (“Cada uno de nosotros es varios, es muchos, es una prolijidad de sí mismos”), y tal vez de esconderse en esos personajes. En lugar de la novela, eligió esta forma más directa de expresar sus contradicciones. En este libro, utiliza a Bernardo Soares, que le sirve como máscara para no presentarse directamente como el autor de tan íntimas reflexiones. Saber cuánto de invención hay, en qué medida ese personaje se ajusta al pensamiento de Pessoa, es tarea vana. Yo estoy entre quienes agradecen la verdad de quienes se dicen a sí mismos en literatura, pero también de los que aprecian la composición de un personaje como una forma efectiva de expresar más enteramente, desde un mayor ángulo, sin las cortapisas de la realidad, las manifestaciones de un ser probable. No obstante, con las debidas reservas, voy a interpretar aquí que es el propio Pessoa quien, disimuladamente, está diciéndose a sí mismo, liberado en Soares de tener que callar sus múltiples y hondas contradicciones.

El poeta portugués recurre aquí a un pensamiento aforístico y a la vez estético. En cada frase, trata de romper con las ideas rutinarias, con lo perezosamente consensuado. Quiere ser transgresor, provocador, pero mucho más ante sí mismo que ante los demás. No hay solemnidad en su pequeña gran filosofía, y ningún afán sistemático, por supuesto, sino todo lo contrario, pues es un hurgar en cada tropiezo del hombre con sus limitaciones, con su ignorancia mayoritaria. Sus ideas son atrevidas, parecen nacer de la casualidad, aprovechar cada ocasión de lo posible. Su pensamiento es amoral y nada teleológico. Roza —sin adentrarse— la epistemología. Quiere saber más, aunque no aspira a un conocimiento total que no es ni lejanamente abarcable. Se centra en las aparentes minucias, que pueden ser reveladoras. Se queda en lo inmanente. Sin decirlo con palabras directas, asume la cualidad de lo absurdo en el vivir. Es un existencialista parado, deprimido, reducido a la contemplación, a la escucha de sí mismo. “La vida es lo que hacemos de ella”.

Pessoa no parece creerse del todo la vida: “Hay metáforas que son más reales que la gente que anda por la calle”. Es como si fuera una representación, un conjunto de signos que hay que responder, de los que el autor excluye los que apuntan hacia lo exterior, porque la acción podría destruir la claridad que necesita para iluminar los pequeños enclaves que albergan las más sutiles revelaciones. Lo que le interesa es desnudarse de los posibles engaños de su sentir. Por esos indaga continuamente en lo paradójico: “Todo se me ha vuelto insoportable, excepto la vida”. “Si yo fuera otro, pienso, este sería para mí un día feliz, pues lo sentiría sin pensar en él”. Es un hombre infeliz, al que lo que más le interesa es estudiarse a sí mismo, situándose a cierta distancia: “Espectador irónico de mí mismo, nunca, sin embargo, me he desanimado de asistir a la vida”. “Nunca he encarado el suicidio como una solución, porque odio a la vida por amor a ella”.

Su pensamiento es eminentemente melancólico: “Envidio a todo el mundo el no ser yo. Como de todos los imposibles, este me ha parecido siempre el mayor de todos, ha sido el que más se ha constituido en mi ansia cotidiana, mi desesperación de todas las horas tristes”. Es un hombre que asume su desesperanza como una especie de sabiduría: “Su voz era empañada y trémula, como la de las criaturas que no esperan nada, porque es perfectamente inútil esperar”. Se siente fracasado y trata de sacar todo el jugo de su posición de derrotado: “Y la monotonía de la vida cotidiana sea para mí como el recuerdo de los amores que no tuve, o de los triunfos que no habrían de ser míos”. “Le he pedido tan poco a la vida, y ese poco la vida me lo ha negado”. Escribir es su refugio, su medio de ser: “Si escribo lo que siento es porque así disminuyo la fiebre de sentir”. “Soy, en gran parte, la misma prosa que escribo”. “Narrar es crear, pues vivir es tan solo ser vivido”. Lo decisivo es la conciencia, algo tan difícil de manejar, tan peligroso: “La vida sería insoportable si tomásemos conciencia de ella”. “Nadie se amaría a sí mismo si de verdad se conociese”. Por eso, lo más seguro es: “El mundo es de quien no siente”. Y si no: “Para ser feliz es necesario saber que se es feliz”.

Hay en este libro una pregunta que continuamente regresa: “¿Quiénes somos?” “Hace mucho tiempo que no soy yo”, dice. La respuesta completa nunca estará accesible. Pero uno se puede aproximar en zonas concretas, mediante una descripción aguda, perspicaz, profunda del ser. La relación con la vida siempre será la de una mayoritaria ignorancia, la de un probable sinsentido: “Vivir me parece un error metafísico de la materia, un descuido de la inacción”. “Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores”. Y hay otra pregunta que quisiera poder responderse, la que quiere saber qué significa este tránsito por los años de una existencia propia: “¿Qué tengo yo que ver con la vida?” La respuesta más serena sería esta: “Considero a la vida una posada en la que tengo que quedarme hasta que llegue la diligencia del abismo”.

Su relación con los demás es compleja. Pessoa vive pensando en el misterio de la otredad: “Una de mis preocupaciones constantes es comprender cómo es que otra gente existe, cómo es que hay almas que no sean la mía, conciencias extrañas a mi conciencia, que, por ser conciencia, me parece ser la única”. Ve en los demás a seres inconscientes que banalizan la vida porque no tratan de conocerla, de conocerse: “Me irrita la felicidad de todos esos hombres que no saben que son desgraciados”. Llegar al otro es tal vez imposible: “Nunca he amado a nadie. Lo que más he amado son sensaciones mías”. Tampoco a la mujer: “La mujer, una buena fuente de sueños. No la toques”. “Si poseerla es poseer su cuerpo, ¿qué hay de valor en ello?” “Nadie comprende a otro. Somos, como dijo el poeta, islas en el mar de la vida”. “Por más que un alma se esfuerce por saber lo que es otra alma, no sabrá sino lo que le diga una palabra”.

El pensamiento de Pessoa se centra sobre todo en el núcleo de sí mismo. Como Montaigne, se considera un objeto lo suficientemente representativo en el que incidir, para aprender, a partir de él, qué es el ser humano. Pero también, aunque mucho menos, se pregunta por la muerte, por el tiempo, por la política. Todo este prodigioso libro es un continuo rondar el misterio desde matices sucesivamente distintos, una forma de intentar comprender qué le está pasando a un hombre que solo puede sacar literario partido de su derrota: “He sufrido la humillación de conocerme”. “Todos tienen, como yo, un corazón exaltado y triste”. “Mi vida es como si me golpeasen con ella”. Su intención era la de esconderse: “Organizar de tal manera nuestra vida que sea un misterio para los demás, que quien mejor nos conozca, apenas nos desconozca más de cerca que los otros”. “He rechazado siempre que me comprendiesen. Ser comprendido es prostituirse”. Un hombre que se encerraba en su amplio y enclaustrado pensamiento: “Para mí pensar es vivir y sentir no es más que el alimento del pensar”. Afortunadamente, a través de su incisiva escritura, dejó una ventana abierta para que pudiéramos observar su rico y convulso mundo interior. A través de sus honestos disfraces accedemos a lo más recóndito de aquello que podríamos pensar y sentir. @mundiario

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