Dostoyevski, ese gran conocedor del alma humana

Retrato del escritor ruso Fiódor Dostoyevski
Retrato del escritor ruso Fiódor Dostoyevski. / Autor.

El autor ruso hacía con el prójimo siempre un intento de comprensión, un ejercicio de indulgencia. En Los endemoniados dice: “No son buenos porque no saben que lo son”.     

 

Dostoyevski, ese gran conocedor del alma humana

Durante muchos años he querido conocer más a fondo la biografía de Fiódor Dostoyevski (1821 – 1881), uno de mis escritores favoritos desde mi adolescencia. Las pasiones humanas, que tan bien trasladó a sus novelas, tenían que haber partido de unas intensas experiencias y ser el reflejo o el aprendizaje de una convulsa historia personal, la necesitada explicación de un mundo complejo, el manifiesto de un doloroso sentir.  

Ahora me he acercado a ese hombre a través de dos libros. Uno, el que dedicara al autor ruso el novelista y diarista francés André Gide, Dostoyevski, y que es un estudio de su obra complementado con algunos datos biográficos, especialmente extraídos de su correspondencia. Por otro lado, un libro cuyo título, Vida de Dostoyevski por su hija, me indujo en principio, a cierta prevención, por su gran posibilidad de ser descaradamente subjetivo. Esa hija, Aimée, que nació apenas doce años antes de que muriera su padre, podía decantarse bien hacia una hagiografía, bien hacia un ajuste de cuentas. Una vez leídos, he de decir que ambos libros me parecen valiosos. El primero, por la lucidez expositiva del gran escritor francés; el segundo, porque su autora nos narra, con lo que parece que es una suficiente ecuanimidad —no exenta de algún reconocimiento sentimental— una vida singular, hecha tanto de virtudes como de defectos (aunque hay quienes han especulado con algunos más graves, han sospechado que su milimétrico conocimiento de la abyección se derivaba de las experiencias de sus propios actos). En cualquier caso, Aimée trata de imponerse cierta distancia nombrando a su padre por su célebre apellido.  

Una de las cosas que siempre me ha llamado la atención en las novelas del escritor ruso es la vehemencia con la que se expresan los personajes, la pasión con la que viven unas vidas desasosegadas, plenas de miserias o de cuestionamiento moral; la alternancia entre los personajes infectos y los santos o la mezcla de lo virtuoso y lo vil en algunos de ellos. Es algo que no se aprecia con la misma intensidad en sus contemporáneos: en Chéjov, en Tolstói o en Turguénev. Del origen de esa mirada ya tenía noticia por el trascendental suceso que vivió en su juventud, cuando fue condenado a pasar unos años de prisión —y luego de servicio militar— en Siberia, debido a su presencial participación en unas reuniones conspirativas contra el gobierno del zar. Allí padeció la extrema crueldad de un simulacro de fusilamiento. Recibió la noticia de la conmutación de la pena segundos antes de la supuesta orden de ser ejecutado. Muchos de sus compañeros en esa situación, según se nos dice, desarrollaron a partir de ese traumático momento, la locura. Pero es que luego vino su experiencia en el penal, ese estar rodeado de los mayores criminales y su aprendizaje en el arte de ver el centro intacto de los seres, su escondida verdad, su luz espiritual tras las sombras de su presentación animalesca. 

De su estancia en ese penal, nos habló maravillosamente en su Recuerdos de la casa de los muertos. En una carta que transcribe Gide, decía: “Qué maravillosos tipos puede uno observar en la cárcel. Podría llenar con ello volúmenes enteros. Si no he estudiado a Rusia, me sé de memoria el pueblo ruso. Pocos lo conocen como yo”. Y es que ese conocimiento tan directo de sus paisanos lo aplicaría después en todas sus novelas. Para Gide: “No existen, a mi entender, deformaciones y desviaciones de carácter —que hacen que se nos aparezcan los personajes dostoyevskianos tan inquietantes y tan extrañamente enfermizos— que no tengan su origen en alguna humillación inicial… El hombre que ha sufrido una humillación, trata, a su vez, de humillar a los demás”.  Y es que Dostoyevski nos presenta, de un lado, seres humildes y de otro, a seres orgullosos. “Sin embargo —apunta Gide—, por una especie de inversión que me atrevería a calificar de evangélica, los seres más abyectos están más cerca del Reino de Dios que los más nobles”. Otras de las observaciones de Gide es la de que “cada uno de sus personajes está inmerso en la sombra, se apoya, por así decirlo, en su propia sombra”. Y por otro lado, lo que los hace atractivos, reales y profundos es la contradicción tan intrínseca en sus vidas: “Los seres dostoyevskianos, cuando se sienten presa de la emoción más viva, dudan de si esta proviene del odio o del amor”. Y es que el autor ruso hacía con el prójimo siempre un intento de comprensión, un ejercicio de indulgencia. En Los endemoniados dice: “No son buenos porque no saben que lo son”. Por otra parte, muchos de sus personajes, tenían rasgos suyos o de personas con quienes habitualmente trataba. Así, en sus novelas, nos encontramos a varios epilépticos como lo era él.

A Dostoyevski le tocó estar rodeado de seres ruines. Su primera esposa lo engañaba ya desde el primer momento, trasladando en sus sucesivas mudanzas, a su rubio amante a unos pocos metros de su casa. Cuando murió su hermano mayor Mihail, que era alcohólico, y a quien siempre quiso —a pesar de que durante sus duros años de cautiverio no le escribiera ni una sola vez, tal vez por miedo a relacionarse con tan “reprobable” ciudadano—, según la legislación rusa no había de hacerse cargo de sus deudas ni de sus hijos. Sin embargo, según su hija, su espíritu lituano, heredado de su padre, así como su sensibilidad benefactora y responsable, le hicieron comprometerse con todo ello. Lo que recibió a cambio fue el insoportable acoso de los acreedores y la ingratitud de sus sobrinos. Pero ello le ocurrió también con su hijastro, que provenía de su primer y desgraciado matrimonio. Pese al desprecio y la humillación infligidos por aquella mujer, cuando su tuberculosis se agravó mortalmente, Dostoyevski se ocupó de ella. Cuando falleció, también lo hizo de ese hijastro con el que tampoco tenía obligaciones legales. Ese joven, que siempre fue un parásito, que se imaginó una vida dulce subvencionada por el gran escritor Dostoyevski, se aprovechó de que este se sintiera obligado moralmente a socorrerlo y obviara su repugnante egoísmo.

Con posterioridad a ese desgraciado matrimonio, el escritor ruso estuvo a punto de casarse con otra joven, pero si bien coincidía con ella en algunos temas espirituales, cuando hablaban de política los antagonismos resultaban irreparables. Ella era anarquista, mientras que él era monárquico. Se dieron cuenta a tiempo de que no debían casarse. Más adelante, necesitó de una taquígrafa que le ayudara a terminar una novela a tiempo, pues un aprovechado editor le había puesto un plazo abusivo, el incumplimiento del cual le supondría la pérdida de sus derechos sobre su obra completa. La persona que encontró para esa labor fue una joven admiradora de 19 años, Anna Grigórievna, con quien muy pronto acabó casándose. Él tenía 47.  

Cuando la familia del escritor se enteró de que iba a unirse a aquella joven, temió perder sus privilegios, la incesante ayuda que este les daba. Conspiraron contra ese matrimonio, se introducían en su casa y permanecían en ella hasta altas horas de la noche. Él lo soportaba todo, pero ella no. Decidieron hacer un viaje de bodas al extranjero. Sus familiares se alarmaron. Le exigieron que les dejase dinero para esas semanas de ausencia. El escritor cedió. Ello les supuso quedarse sin recursos para el viaje. Finalmente, un familiar de ella y el empeño de algunos preciados enseres, hicieron posible ese sueño liberador.   

Fue un tiempo de alivio. Se instalaron en Dresde. Ella quedó embarazada. Prolongaron su estancia fuera de Rusia hasta tal punto que su hija Sofía nació en el extranjero. Pero, a los pocos meses murió, y terminó aquel idilio con la vida. Anna quedó muy afectada. Solo, en un viaje posterior a Italia, pareció recuperarse anímicamente. Finalmente nació quien nos relata la vida de su padre. Esta no se calla cosas como su afición al juego, que inició en Alemania y que le dio bastantes disgustos durante algunos años, hasta que definitivamente lo dejó. Por otra parte, refiere que su padre llegó a tener bastantes deudas debidas a su prodigalidad, a su total ausencia de previsión. “Toda su vida fue un szlachcic lituano, que gasta todo el dinero que tiene en el bolsillo sin preguntarse cómo vivirá al día siguiente”. Tal vez tuviera también algo que ver en ello, las palabras del Evangelio: “Mirad los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros y, sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta”. Sin embargo, se salvó del alcoholismo familiar.

En cuanto a su relación con otros escritores, nos cuenta su hija: “Aquellos humildes mujiks tenían un alma caballeresca. Fueron más generosos con mi padre que sus compañeros de San Petersburgo, escritores mezquinos y vulgares que no supieron qué inventar para amargar su temprano éxito literario”. Con Turguénev se llevó muy mal, debido a la soberbia de este, quien siempre buscaba humillarlo: “Cuando el éxito de Pobre gentes, Turguénev no sabía cómo perjudicarle. Hallaba un placer extremo haciendo sufrir a su compañero, nervioso y sensible”. Pero, aunque estuviera en contra de sus ideas políticas y de su persona, Dostoyevski admiraba sus obras y así lo dejó escrito. “Por el contrario, Turguénev no quiso admitir nunca que Dostoyevski tuviera talento y toda su vida se burló de él y de sus novelas. Se condujo, así como un verdadero mongol, malo y vengativo”.

Con Tolstói, tuvo una magnífica relación de admiración mutua de sus obras, aunque divergiesen en sus ideas políticas (hay, sin embargo, quien dice que fue una relación hipócrita, pues fuera de los elogios públicos, consideraba la obra de Tolstói cursi y falsa). Ambos escritores no llegaron a conocerse personalmente. Y, con los estudiantes, tuvo una buena sintonía, pero solo hasta que publicó Crimen y castigo. Alguien denunció que los había dejado en muy mal lugar por el personaje de Raskólnikov, y estuvieron enfrentados. Años más tarde, se olvidaron de aquello. “Los estudiantes lo visitaban tan a menudo que no le dejaban trabajar. Escribía hasta las cuatro o las cinco de la madrugada y no se levantaba hasta después de las once”.

Durante mucho tiempo, hizo que su esposa y sus hijos vivieran en una relativa pobreza, debido a que se había obligado a mantener hasta tres familias. De él se ha dicho que fue el primer feminista ruso, aunque, claro, en estos casos antiguos, juzgado hoy, podrían encontrarse muchos rasgos discutibles. “Al casarse con mi madre, Dostoyevski trabajó mucho en su educación moral. Vigiló sus lecturas, le prohibió los libros eróticos, la llevó a los museos. Procuró despertar en su alma juvenil el amor por cuanto era grande, puro y noble”.

Sentía pasión por el aseo. Vestía correctamente —y se calzaba como para ir a la calle desde primera hora de la mañana—, con su corbata incluida. En cuanto a su sociabilidad: “Mi padre no tenía un carácter mundano y no se preocupaba lo más mínimo de ser amable con las personas que no le gustaban”. “Si encontraba gentes de corazón, almas puras y nobles, era tan bueno para ellas que no podían olvidarle jamás”. Por otra parte, era muy dadivoso: “Como salía siempre a la misma hora, los mendigos le salían al paso, sabiendo que no les negaba nunca la limosna. Entregado por entero a sus pensamientos, la distribuía maquinalmente, sin darse cuenta de que se la daba siempre a las mismas personas”.

En sus últimos años, y antes de escribir la novela que él consideraba su mejor obra, Los hermanos Karamazov, fue publicando el Diario de un escritor, en el que teorizaba sobre sus ideas políticas; aunque, según Gide, su mejor campo de expresión, su agudeza, la transmitía en sus novelas, muchas veces en boca de personajes secundarios. Dostoyevski fue enterrado en olor de multitudes. Tenía 59 años. Había logrado una obra admirable, fruto de su sensibilidad moral y de su profundo conocimiento del alma humana. @mundiario

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