Cuentos, de Carlos Castán, la melancolía de un gran narrador

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Carlos Castán es un gran narrador a descubrir por un público más amplio, el que pueda apreciar tanta calidad en unas líneas densas, pero nunca confusas

Cuentos, de Carlos Castán, la melancolía de un gran narrador

Acabo de terminar Cuentos, el volumen que reúne los tres libros de relatos de Carlos Castán publicados hasta la fecha, y me he convencido de haber accedido a un importantísimo descubrimiento, el de un gran autor muy poco conocido en relación a sus méritos. El valor de su narrativa no depende demasiado de la inspiración para trazar las pautas principales de una buena historia, sino que se encuentra abriendo el libro por cualquier párrafo, recorriendo la contundente brillantez de sus frases, sucedidas en golpes de perfección bien medidos, esquivando siempre lo trillado, en proximidad con lo poético.

Ya en el magnífico prólogo que Castán escribe para la ocasión, se puede apreciar su extraordinaria capacidad para crear una prosa vehemente, intensa, vívida, necesaria. Hablando de su primer libro, El frío de vivir, nos dice: “Recuerdo el temblor del pensamiento cuando escribía El frío de vivir, tengo la seguridad de haber tecleado alguno de los cuentos con lágrimas en los ojos”. Y, a continuación, nos habla del nacimiento de esa característica suya tan soberbia, del extraordinario ritmo que imprime a sus párrafos, esa música interior tan perfectamente elaborada como a veces ni siquiera mucha poesía logra alcanzarla: “Más que sentado puede decirse que aquellos relatos los fui escribiendo caminando por el pasillo, contando las sílabas como quien dice, atendiendo a cierta idea de la música en el párrafo y buscando en todo momento —puede que con toda la torpeza, ya sé que a ciegas— la belleza”.

Sin nada de torpeza, y sí como a quien se le han revelado las difíciles, pero bien halladas, teclas de su confección, Castán imprime una belleza formal a una prosa que no es luminosa, sino que alberga la oscuridad del dolor que nace de lo malogrado, de lo perdido, de lo degenerado, de lo que ardió y ahora es fría ceniza. Muchos de los relatos están protagonizados por un adolescente de vivencias coincidentes con las suyas en su etapa de Madrid; están basados en aquellas vivencias libérrimas y descubridoras de aquel tiempo impresionante, el que se inició en torno a la muerte del dictador (Castán y yo somos coetáneos, lo que tal vez explique un plus de emoción en mis lecturas de su obra). Se nutre de aquellos años en los que menudeaba el acceso a lo previamente proscrito, el vértigo de un mundo ensanchándose, naciente de esperanza, de radical ruptura con la antigua pobreza cultural y de libertades que se avenía con el conformismo paterno. Sin embargo, sus cuentos no son un canto a aquellas efervescencias sino una visión más personal, añorante, melancólica o desencantada: “Pero en cualquier caso estoy hablando del nacimiento de una mitología personal, justo en esos días, alejada de los episodios heroicos y grandes aventuras; de la forja de unos referentes que nada tenían que ver con el hombre de acción sino con la nostalgia del paseante solitario, los cafés, las mil y una formas del destierro, la estética de la derrota”.

Y es que estos cuentos son mucho más que la descripción de un ambiente, de unas tipologías propias de una época. Y lo son porque se centran en el alma de unos personajes atribulados en su propio mundo, instalados en una desorientación de la que intentan sacar algún inesperado partido: “Y creo que esta dualidad propia del conflicto interior se refleja perfectamente en los relatos de mi primer libro y también en los que vendrían después: esos personajes que persiguen a tientas algo y lo contrario, que dudan entre quedarse y salir corriendo, entre el sosiego y el grito, entre la calidez del hogar y el imán venenoso y dulce de la incertidumbre”. “Esa manera esperanzada de sentirse derrotado, ese modo tan trágico de saberse bello y salvaje. Siempre con la idea recurrente: nada me sucede si no encuentro las palabras, si lo que quiero que sea (este miedo ahí dentro, este horror, esta tarde lenta) no lo sé decir”.

La mirada de Castán es siempre retrospectiva. El color de las experiencias que ha vivido en la infancia y en su periodo madrileño lo adivinamos insertado en cada ficción, matizando la perspectiva de cada personaje. El asentamiento de su mirada se produce cuando su regreso a Huesca: “Y de ese alejamiento nació todo, desde ese hastío desde el que miraba las tempestades pasadas, evaluaba las pérdidas y contaba los cadáveres; de la conciencia de haberlo roto todo. Y creo que es esa melancolía la que funda mi vida de escritor que escribe”.

Carlos Castán es un gran narrador a descubrir por un público más amplio, el que pueda apreciar tanta calidad en unas líneas densas, pero nunca confusas, que no buscan un hermetismo ante el que deba rendirse el lector sino la honradez de no ofrecerle en cada frase las palabras rutinarias sino las sorprendentes —que no extrañas—, albergadas en un ritmo perfecto, nacido de una graduado ímpetu, hechas de una rotundidad que emociona porque nos revela una forma de ser humanos que no puede existir despegada de la envolvente compañía de las letras. @mundiario

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