Céfiro y Nube, la novela poética de Juan Ramón Torregrosa

Portada de Céfiro y Nube y retrato de su autor
Portada de Céfiro y Nube y retrato de su autor

Está este relato constituido por una prosa digna del magnífico poeta que es el autor, quien acaba de publicar una antología de su dilatada obra: El tiempo y la semilla.

Céfiro y Nube, la novela poética de Juan Ramón Torregrosa

Con Céfiro y Nube (Ediciones Frutos del Tiempo, 2022), el poeta Juan Ramón Torregrosa irrumpe en el panorama narrativo de la novela. Lo hace de un modo aparentemente modesto, mediante una obra de poco más de un centenar de páginas, y con un tema como el del despertar adolescente a un mundo de nuevas y emocionantes sensaciones; de tal manera que podría pensarse que este libro perteneciera a un género menor, al de la literatura juvenil. No obstante, hay en ella una serie de ingredientes que la distinguen de un producto de consumo destinado a un público de edades acotadas. Y es que sus páginas están impregnadas por una pátina de mirada adulta, retrospectiva y poética, con la que realiza una muy fidedigna aproximación a sentimientos fuertemente grabados, los que se derivan de la eclosión de la juventud sobre las aún calientes cenizas de la infancia.  

Está este relato constituido por una prosa digna del magnífico poeta que es el autor, quien acaba de publicar una antología de su dilatada obra: El tiempo y la semilla. La narración está dividida en tres partes que, a su vez, se subdividen en cortos capítulos numerados, a los que se añade un título, un corto enunciado que armoniza con la concisa y vibrante pretensión del conjunto. De esta manera —como dijo el autor en la presentación del libro a la que asistí—, es posible encauzar el objetivo de que cada capítulo esté conformado por lo que sería una prosa poética; y, si bien no podrían sobrevivir autónomamente, debido a su dependencia de otros factores del relato, sí contienen en sí mismos una estructura cerrada.

La intención de conferir a la narración un hálito que se extienda más allá de lo concreto, que trascienda lo particular, configurando unas coordenadas reconocibles por todos, una suerte de descripción de lo generalizable, ya se aprecia en la forma de identificar a los protagonistas, con nombres que se nutren de lo mitológico y de lo poético. Me llama la atención la casi nula participación de los adultos en los avatares de los protagonistas, la escasa intrusión de unos elementos que aquí resultan borrosamente adyacentes a un mundo cerrado en sí mismo, el de una adolescencia centrada en la inherente oportunidad de descubrimientos que van acompañados de una turbación desbordante.  

El tono del relato es el de un observador que no juzga, sino que cuidadosamente describe unos hechos que muestran los sentimientos básicos de los miembros de una pandilla de jóvenes en un verano de finales de los años sesenta, en un pueblo costero. Lo protagonizan unos personajes arquetípicos, una diversidad de patrones de personalidad que, en sucesivos seres y generaciones, se van repitiendo. Así, Céfiro, el muchacho de trece años que se enamora de Nube, que, como consecuencia de una timidez que le impide forzar una resolución palpable a su deseo, vive en una expectación largamente diferida. Nube, que, como su nombre indica, se alza ante él como una bella presencia inalcanzable, transitoria; una chica que parece moverse en los terrenos de una siempre posible evanescencia. Y luego, Sombra, que, como también su nombre indica, se empeña en perseguir a un Céfiro que no está en absoluto por ella, sino siempre inmerso en ese sueño tan encarnado como finalmente inaccesible. O Brando, que representa a un duro competidor en las lides de lo sentimental, con su fundamentada arrogancia; o ese Boria, que en el colegio se erige como el malvado que se alimenta del dolor y la humillación, la que inflige a los compañeros más vulnerables por su sensibilidad delicada.

Al estar situada la acción en esa época de los sesenta, sabemos, por una parte, que Torregrosa se ha basado en gran medida en experiencias personales, y que, a la vez, ese viaje al pasado, le ha inspirado una mirada entre añorante y compasiva de un tiempo tan inocente, puro e ilusionante como la vida de los protagonistas. Y si toda la novela está poseída por el aliento poético del autor, la parte final, cuando termina el verano y el protagonista regresa al colegio, está imbuida de su vocación docente y de su amor por los libros. Así, muchas de las explicaciones a unas emociones que se reinauguran en cada joven emergente se revelan en unas obras clásicas que ya glosaron la raíz de sentimientos tan exaltados.

Céfiro y Nube es, pues, un relato de iniciación contado desde una extrema sensibilidad, desde un contenido paternalismo. Me gustan especialmente los bellísimos párrafos finales del capítulo “Vacaciones navideñas”, en los que se describen los sentimientos, cubiertos de melancolía, de ese niño que está dejando de serlo. He aquí uno de ellos: “Una tristeza, un desasosiego no del todo desagradable iba arraigando en su interior. Era como una escisión, un desgarro entre el mundo y su consciencia que antes no percibía. Antes su mundo íntimo y el externo, el pasado y el presente, se confundían, no estaban en conflicto”. Es la perfecta descripción de un vuelco existencial que ha venido de la mano de un sentimiento amoroso no consumado, de la fundación de una nueva mirada que será el germen de una indesmayable búsqueda de la belleza; en cada descubrimiento, primero, y en cada recuerdo, después. @mundiario

  

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