Cartas de amor y rebeldía, de Lydia Cacho: coraje y humanidad de una vida

Portada de "Cartas de amor y rebeldía" y retrato de la autora.
Portada de Cartas de amor y rebeldía y retrato de la autora.

La periodista ha sumado a las alegrías, a los sufrimientos, a las decepciones propias de cualquier biografía, su particular valentía y sensibilidad. Es este un libro emocionante, humano, sincero.

Cartas de amor y rebeldía, de Lydia Cacho: coraje y humanidad de una vida

El título de Cartas de amor y rebeldía se corresponde perfectamente con el contenido del libro, con esa ambivalencia que muestra la autora, la valiente periodista mejicana Lydia Cacho, a través de unos valiosos documentos que son la selección de las cartas más significativas que ha ido escribiendo y ha recibido, desde su adolescencia hasta la actualidad. Conocemos a través de ellas su faceta combativa, que tantos problemas le ha traído, así como sus relaciones sentimentales, ya sean estas con sus padres, hermanos, amigos o parejas. Son cartas que no se han retocado, pero que contienen un alto valor humano, y un suficiente o a veces elevado valor literario. Resuena en ellas la intimidad de las fundamentales vicisitudes de su vida, de su relación con el mundo y con sus seres más queridos; pero también conocemos la versión de sus destinatarios. Son la reflexiva huella de un recorrido intenso, arriesgado, insobornable; nos descxriben una trayectoria de lucha incesante, cuyos detalles públicos han sido referidos más exhaustivamente en obras anteriores, pero que aquí conocemos en su intimidad, en el abrazo a los sentimientos diversos que realiza una persona apasionada, inmersa tanto en la batalla contra el mundo perverso como en sus relaciones afectivas más cercanas.

La sensibilidad social de Lydia Cacho nació muy tempranamente. Y es que ya, desde pequeña, vivió con los ojos muy abiertos al horror de las injusticias: “Mi madre me llevaba a los orfanatos. Las otras niñas no sabían que había tanto sufrimiento y pobreza en el mundo”. Así se creó en ella un carácter irreversible: “Aprendí a vivir en el aquí y ahora para no sucumbir a la locura de llorar todos los días frente a la crueldad humana que desde niña me parecía abrumadora e insoportable”.

Lydia pronto conoció la barbarie instalada en una mayoría de los varones de su entorno. A los diecinueve años, trabajando en la industria del cine, padeció el acoso sexual. Por otro lado, tuvo el valor de romper con su novio antes de casarse, cuando vio claro que este respondía al patrón de violencia y dominación de la mujer tan especialmente extendido en su país. Su madre le escribió: “Mereces estar con un hombre que sea feliz al verte brillar, no con uno que quiera apagar tu luz”. Y su padre le diría, después, que se había librado de aquello de lo que millones de mujeres nunca se libran: del miedo a vivir con un cobarde. En una carta de despedida a ese pretendiente, le dice: “Hablé con tu mamá para decirle que no me voy a casar contigo y me dijo que es normal que los hombres sean violentos, que tu padre la controlaba todo el tiempo… Nunca me has amado, no sabes amar, porque quien controla y golpea, quien humilla y cree que su pareja no tiene derecho a su libertad no puede amar…”.  Esa justificación que encuentra en su fallida suegra, tendrá que oírla, en modos más graves, otras muchas veces, como cuando, ante una violación de los soldados federales, un agente del Ministerio Público la justifica “porque son hombres y pasan meses sin una mujer”. Algunos años más tarde, Lydia, junto a otras activistas, fundaría en Cancún, ciudad en la que residía, el Centro Integral de Atención a las Mujeres (CIAM).

En los años noventa, se preocupa por las numerosas víctimas del sida y funda un albergue para cuidarlas en sus últimos momentos. Trabaja primero en el mundo del cine, también escribe poesía. Pero es, en su profesión de periodista, donde desarrolla un medio que, cada vez más, se revela más eficaz para su lucha contra los atropellos de los débiles, que, en su grado más grave, casi siempre son mujeres: “Pensé que eso es el periodismo, hay quienes nadan en la superficie mirando hacia abajo, narran lo que ven y es cierta su crónica, pero inacabada. En cambio, nosotras las reporteras de investigación hacemos buceo profundo”. A lo largo de todos estos años —en periódicos, en revistas, en radio, en televisión— gritará los males acallados por los poderes corruptos y por el miedo de tantas ciudadanas sojuzgadas. Publicará numerosos libros. Y todas esas actividades tendrán un carácter de denuncia que le reportarán persecuciones, una violación, cárcel, torturas, permanentes amenazas de muerte; y, por supuesto, instantes de desesperación, de duda: “Hoy solo me pregunto por qué no me mataron los policías como me lo prometieron; hoy no tengo ganas de ser sobreviviente de nada”. Pero nunca la han podido silenciar.

La traición de Edith

Cada vez más sensibilizada, más segura de lo que su madre llamaría su “misión”, en los siguientes años multiplicará sus actividades. Ante los salvajes ataques, precisará de protección policial —de aquellos miembros no corrompidos—, pero también de asistencia psicológica. En una entrevista a Gatopardo.com, ha dicho: “A mis torturadores los perdoné, no porque sea muy buena y santa, sino porque no los quiero en mi imaginación ni en mi vida ni en mi cuerpo ni en mi memoria energética en ningún momento. Los quiero en la cárcel por su delito”.

Pero uno de los golpes más fuertes que recibe es el de la traición de Edith, una de las niñas a las que rescató del abuso sexual perpetrado por peces grandes de la política y la economía. Después de muchas luchas y de sufrir amenazas, descubre que esa chica es la que ha ayudado a Nacif —el principal cabecilla de la banda de pornografía infantil— a secuestrarla y torturarla. No obstante, Lydia desiste de ir contra ella, pues piensa que es lo que los pederastas quieren: enfrentarlas. Y no solo eso, sino que intenta comprenderla, no odiarla. En una carta, le dice: “Entiendo que no puedas ver cómo se tejen en ti una mezcla de ambición, resentimiento, amor por tus agresores, odio y afecto a quienes te salvamos y logramos encarcelarlos…”

Algunas de las cartas más emocionantes son las que se cruzan madre e hija. Lydia tuvo la suerte de tener a una madre que era psicóloga social, feminista, y que, a los quince años, le aconsejó que, si quería escribir, era necesario que leyera mucho, que aprendiese a expresar sus sentimientos y a escuchar a las personas que pensaban diferente: toda una lección de pensamiento rico y honesto. Y también le aconsejaba: “Regálate la verdad, hija querida, la mentira no te servirá de nada, una vida vulgar y banal te dejará vacía y tú lo sabes, eres una mujer inteligente y sabes que sufrirás mucho si te niegas a vivir una vida plena con el riesgo que conlleva atreverse”. Ella asumió plenamente, con todo el coraje, esos consejos. Entre las dos, se creó un precioso vínculo de amor. “Gracias por todo lo que nos enseñas con tu sensibilidad, tu ternura e inteligencia”, le decía a su hija. Y esta, hablaba así de su madre: “Un milagro es el haber conocido a una madre que supo ser madre de seis hijos, esposa de diario, psicóloga de profesión, guerrillera intelectual, misionera de corazón”.

Pero ha sido la periodista no solo una mujer luchadora contra las injusticias del mundo, sino que, cuando era adolescente, también se rebeló contra las cortapisas que le ponían unos padres asustados por su precocidad, su claridad de ideas y su intrepidez. Su madre pronto comprendió que no podría frenar a su hija: “Temo por tu bienestar y al mismo tiempo sé que nada te detendrá…”  

En cuanto al padre, su relación fue más conflictiva. En los primeros años, cuando estaba emergiendo la fuerte personalidad de la hija, hubo entre ellos fuertes fricciones, pero, con el tiempo, ambos suavizaron sus mutuas posiciones, predominó el amor, y un aproximativo reconocimiento de las limitaciones, los defectos y las virtudes ajenas. Y es que su padre albergaba la herencia de una sociedad oscura, reprimida, en la que los hombres no podían expresar sus sentimientos y perpetuaban una actitud autoritaria y patriarcal. Lydia le recriminaba a su padre que la obligara a servirle el desayuno en la cama, algo que nunca se lo hubiera pedido a ninguno de sus hermanos varones. No obstante, los duros enfrentamientos nunca impidieron que ambos contendientes acabaran realizando un profundo ejercicio de comprensión. “No ha sido fácil para ti tener una familia tan rebelde, una esposa que piensa tan distinto a ti”. “Te agradezco que, en los momentos de mayor rebeldía, cuando te decía que me hubiera gustado tener otro padre, tú respetaras silenciosamente mi derecho a sentir rabia”.

El 7 de noviembre de 2020, ya desde ese Madrid al que ha tenido que trasladarse, huyendo de las cada vez más serias amenazas, Lydia le escribe a su padre una emocionada carta en la que le expresa una gran gratitud. Sabe que se ha librado en él una lucha entre su actitud de oposición, basada en inveteradas convicciones, y un amor hacia su hija que finalmente se traducía en ayudas a sus proyectos. “Y no querías que abriera el refugio de alta seguridad, pero cuando estuvimos a punto de quebrar por falta de fondos, hiciste ese donativo que nos permitió tener a sesenta personas protegidas de la muerte. No querías que me casara con Salvador, pero me regalaste la posibilidad de comprarme un departamento para tener una habitación propia. Temías por mi integridad y estabas harto de mi necedad por enfrentarme a los mafiosos, pero cuando salí de la cárcel publicaste aquel texto maravilloso que escribiste de puño y letra al presidente de México que querías que fuera tan valiente como tu hija y nos protegiera a las víctimas y a mí”.

Ese esfuerzo de empatía parte del análisis de los orígenes de su padre: “Me debatía pensando en que tu madre te despreció cuando eras niño y nadie te enseñó a prodigar afectos y a ser amoroso, te enseñaron a esconder el corazón para que no te lo rompiera nadie”. Veía en él, en su fondo: “Una dulzura intransitable, una ternura en ciernes”. Pero, mucho antes, con diecisiete años, había escrito: “Yo tengo miedo de que mi papá no me ame, él dice que sí, pero yo veo en sus ojos que no y eso duele”. El tiempo jugó a favor del acercamiento. La mutua voluntad amorosa forzó la disolución de las originales resistencias.

Lydia reconoce la dificultad que siempre ha entrañado para los demás el relacionarse con ella. Muchos la han esquivado para no verse señalados peligrosamente. En la relación con sus parejas, también se interpuso ese elemento perturbador. Tuvo dos especialmente duraderas. Con Salvador, vivió muchos momentos de felicidad, pero cuando ella fue violada, no se sintió debidamente acompañada por él, quien hubiera querido borrar ese episodio de la vida de su esposa porque le afectaba a él. “Tienes razón, soy egoísta. Mi deseo de que ya no hables de lo sucedido y de estar con la Lydia de antes no me dejó respetar el silencio que me pedías”, contesta él a los reproches de ella. Salvador no le perdona una aventura extramarital cuando él tuvo otra antes. Y no le perdona que sea un personaje público que se enfrenta a los hombres violentos, o que publicara que había sido violada. Como le dice ella: “Porque tus amigos te preguntaron cómo podías seguir viviendo conmigo”. Se divorciaron después de trece años de una convivencia que ya no era posible entre ellos; pero sí una indisoluble amistad.

Después, tuvo una relación con Jorge que duraría diez años. El truncamiento de la misma se produce cuando a ella le detectan una grave enfermedad, que es la misma que, tras años de sufrimiento, acabó con su madre. En 2013 llegaron a darle solo un año de vida. Jorge reacciona de la peor manera: “La manera tan burda y cruel con que salió de mi vida a partir del diagnóstico de mi enfermedad, como si yo fuera desechable, poco útil ya a su vida perfecta de pareja…” Jorge, de otra manera que antes Salvador, quiso negar una parte de ella que oscurecía su idealizada relación: “Ya, chiquita no es sano que hables de esto”. “Entendí que para él no era sano escucharlo, como nunca fue sano escuchar el sufrimiento de nadie en su familia; lo sano para él es el silencio, la negación del dolor de los demás”.

La insensibilidad de Jorge se la hace ver, en su carta de despedida, la Lydia enferma: “Quería que entendieras que dentro de mí hay una niña aterrada, que se siente sola, que tiene miedo de enfermar y morir como su madre”. “Lo tuyo con la chica duró poco, pero para mí fueron meses cruciales…” Posteriormente, vuelve a sentirse traicionada por una novela que escribe él, en la que la utiliza para crear un personaje. No obstante, rehúye el enfrentamiento: “Pelearme con él sería una inversión emocional absurda”.

Cuando era niña, su madre le decía que estaba preocupada porque la veía como si llevase su corazón en sus manos, “como una niña que va mostrando un ave hermosa que ha descubierto en el jardín”. Con estas Cartas de amor y rebeldía, lo sigue haciendo con sus palabras y las de los demás, con el valiosísimo testimonio humano que nos habla de una vida, a la que la periodista ha sumado a las alegrías, a los sufrimientos, a las decepciones propias de cualquier biografía, su particular valentía y sensibilidad. Es este un libro emocionante, humano, sinceroY me ha consolado saber que su autora, aparte de entregarse a una lucha necesaria a la que no se atreve casi nadie, de ocupar el lugar urgente que a otros nos asusta, ha compensado su miedo, su dolor, sus decepciones, su enfermedad, sus personales enfrentamientos, con la búsqueda de los goces sensuales, con la entrega absoluta al espíritu de la paz, al bálsamo de la amistad, al sueño del amor.

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