Anatomía de una sombra, de Alberto Chessa: una voz en la oscuridad

Cubierta del poemario "Anatomía de una sombra", de Alberto Chessa
Cubierta del poemario "Anatomía de una sombra", de Alberto Chessa.

Alberto Chessa compone cada poema con un anhelo de dicción que recoge la música exacta de su esencial sentimiento

Anatomía de una sombra, de Alberto Chessa: una voz en la oscuridad

El último poemario de Alberto Chessa, Anatomía de una sombra, ganador del XVIII Premio de Poesía Dionisia García, conforma un libro desgarrador, centrado en la evolución del cáncer padecido y finalmente superado por la pareja del poeta. Y la forma de afrontar esta terrible contingencia es la recurrente indagación de una voz profunda, aislada de otros paisajes y otros transcursos que no sean los del cuerpo amado, ese “campo de batalla” donde se está dirimiendo una lucha que durante un tiempo abarcador apunta hacia los tránsitos más oscuros y definitivos.

Oímos la voz del poeta, encerrada en su abismo, nunca acallada, pero sigilosa (“no escribas en voz alta. / Calla, calla”), que renace en cada poema, como un pensamiento hondo, conmovido, nada menoscabado por su sucinta expresión, que de pronto se pronuncia, se dice en las palabras justas, que avanzan en el miedo de ser irremisiblemente verdaderas, de ser el daño mismo extendido, arduamente contemplado. Son los poemas del silencio, de la ineludible espera, de la incertidumbre que se devana asfixiante, que se extiende señora dentro de la campana que alberga la pútrida lentitud de un tiempo inesperado.  

Es esta la historia de un dolor que crece a partir de una realidad que se equivoca o que traiciona, que se inicia en el otro, pero que se rebosa y abruma el sentir de quien lo mira dejándose internar en su emboscada. Un otro que ahora se transforma, se somete a la desaparición de la antigua imagen, un ser amado que milimetradamente se sabía pero que ahora se busca antes de que se descompongan sus átomos. Nos hallamos pues ante una voz que calla antes para que germinen las palabras, que busca en el silencio la oscura claridad que le revele los nuevos significados. La seguimos a través de una sucesión de poemas cortos —de a veces incluso un solo verso— que susurran un avance por territorios abatidos. Es la voz solitaria y unida, un doloroso pensar que apenas se pronuncia para no despertar a la amada de su caída, de ese descenso que la doblega pero que momentáneamente aún la salva. 

Es el miedo a que desaparezcan las señas en las que los amantes se reconocían, el sentimiento oprimido por la posibilidad de la completud del desastre: “No me dejes, mi amor, desconocerte. / No permitas que el cáncer te desnombre”. Y es que el nombre de la amada es Victoria, una palabra mágica con que tocarla, con que alzarla, un significado que ahora debe defenderse de una aviesa intención de ser refutado. Y a continuación, en este segundo poema de la primera parte: “Sálvate. Sálvanos. Entre nosotros / la noche siempre nacerá despierta”. Es la implicación, la concentración, la vida reducida a una intensidad muy atenta y fatalmente esperanzada: “Toda mi vida ahora es recobrarte”.

El centro es el cuerpo, lo visible, lo palpable, lo amado y lo temido: “¿Acaso no es amar temer también lo amado?” El cuerpo es ahora una expresión errónea, el extraño habitáculo donde el alma permanece en vilo, asomada a sus precarias circunstancias. Hay que preservar la creencia en la mujer que fue, en la que será, y que por ello ya es, pese a todo: “No te maldigas, no te estigmatices. / No te rindas, mi amor. No merodees jamás / el muladar de las supercherías”. La voz poética reza, invoca fuerzas en entredicho: “Tu cuerpo ya venció cuando albergó la vida. / Tu cuerpo vencerá hoy que alberga la muerte”. 

El tránsito por las indescifrables inminencias es una dura estancia en lo implacable. La voz se quiebra en la timidez de los deseos desangelados. La desesperación, el reconocimiento de una vulnerabilidad todopoderosa, recurren a lo que está afuera, al dueño de tanto probable desatino: “He vuelto a Dios, y no me enorgullezco, / pues ni siquiera soy un hijo pródigo. / No soy más que un miedhombre / que al fin ha descubierto su condena: / un pavor sedicente / a que te venza a ti el endriago”. La vida, con su indiferencia, agranda nuestra pequeñez. Hay que buscar un poder que pueda estar más allá de lo arbitrario, y pactar con él: “Déjame, al fin, Señor, que tenga agallas / de ser humilde. Déjame / que solo te reclame su sombra en los despojos”.

En la segunda parte, De cuerpo en vela, se registra la lenta salida de la devastación. El anterior presente deviene pasado, pero ese pasado, como una sombra, perdura, convive, recuerda los largos efectos de una profunda alteración. La voz, sin énfasis, sigue preguntándose a sí misma, o no sabe a quién, ni tampoco apenas para qué. Es tiempo de reparar en lo que, a los lados, como ignorancias protegidas por un orden superior, ocurría: “El año en que Lucía como Alicia / no dejaron ni un día de reír, / porque no, no quisieron, no quisieron saber”. Tiempo de volver a mirar lo que entonces no se comprendió: “Es hora ya de abrirnos a la incisión sincera / de la piedra y la pólvora / que nos han protegido del miedo”. “Hemos sangrado juntos en mi mar y en tu río. / Pero también, como una lámpara de abacería, / olvidamos qué cosa era la luz / más allá de la grieta del espejo”. Hay que recomponer la aproximación de dos seres que han vivido tan desiguales, tan distantemente unidos en la atónita mirada. Pasado el ruido del dolor, empieza a oírse la palabra que se quedaba en sí misma para no rozar las heridas con su inadmisible verdad: “Tú eres el libro. Tú. Aunque al leerte / (¿lo harás?) te hallases más en los silencios”.

La tercera parte, Sub rosa, empieza con una cautelosa celebración. Nada será lo mismo. Ni esa paulatina reaparición que revelará ahora un ser que ha ido incorporando las huellas de todas sus transfiguraciones: “Eres también tu sombra reemplazada. / Eres también la misma que te estaba esperando”. “Cada hora se asoma a un tú distinto. / Cada día eres otras de ti misma”. Pero hay una fortaleza nueva, que mucho ha costado: “Para quien ha vencido al miedo / todo es música”. Entonces se comprende el fruto de esa dura inmersión, del germinal trastorno que termina en un más allá del conocimiento: “También la vida exige / que les hagamos sitio a esos terrores / que expresan el prodigio de estar vivos. // Cohen tiene razón: ¿por dónde / entraría la luz / si no hubiera una grieta en todas partes”.

La celebración continúa, cada vez más confiada, más reconocedora: “Entonces vuelvo a ti, / que eres verdad (no sabes / ser otra cosa que verdad), y estoy entero”. Es el júbilo sensato de lo superado: “Hoy, en tu renacida, nos contienes a todos, / contienes luz y contraluz, / un hoy de hoy que empieza a parecerse / a un día de fiesta sin saber por qué”. Y el regreso renovado: “Cantan con savia nueva, amor, / las brasas, los retornos, las adivinaciones”.

Alberto Chessa compone cada poema con un anhelo de dicción que recoge la música exacta de su esencial sentimiento. Cada una de las cortas piezas de Anatomía de una sombra es el contenido registro de una voz que se habla ante las distintas gradaciones de la oscuridad a que es sometida, que intenta describir una perplejidad, su incitación a la súplica. Una voz que se espera a sí misma hasta el destello que brevemente ilumine el silencio, que se aproxime a ese hecho misterioso de que haya un yo y un otro. Es el dolorido deseo de una fusión, de una necesaria revocación de la distancia; la vivencia de un dolor que no es nuestro y sí lo es: “En la mudez se esconden tu cuerpo y mi mirada, / danzas intransitivas que mueren en la piel: / un infinito inacabado, / una afasia de luz, / un átomo de sombra”. Pocas veces tan incisiva y certera, tan bella y reveladora la poética palabra. @mundiario 

Comentarios