La sanidad gallega, de la privatización a la precariedad

Sergas.
Sergas.

El proceso privatizador se ha solapado con recortes en las prestaciones de la sanidad en Galicia que presta el Sergas.

La sanidad gallega, de la privatización a la precariedad

A Antón de Barallobre nadie le haría creer, en aquel lejano día en que se ganó la plaza de enfermero del Sergas, que acabaría odiando su trabajo. Y no tanto su profesión, la que amaba y ama por encima de su propia vida. Antón es de esos enfermeros que creen que su labor es fundamental dentro del sistema sanitario. Las enfermeras y enfermeros son la cadena de tracción de todo el aparato. También sabe que se lleva la peor parte: trabajo con un espectro de labores enormemente amplio a lo que hay que sumar grandes responsabilidades. Hacer de todo y responsabilizarse de todo. Antón piensa que su obligación es dar lo mejor de sí para cuidar a las personas enfermas, pero  también para curarlas. Cuando entra a trabajar el mundo de afuera se puede caer. Solo ve a “sus enfermos”. Y así lleva miles de días. Pero, si es una persona tan convencida y entregada, ¿por qué Antón odia su trabajo? Porque está desesperado.

Hace muy pocos años comenzó a invadirle una desagradable sensación de impotencia. Cuanto más hacía, peor iban las cosas. Como en un barco que se hunde, su Hospital hacía aguas. Tapar una vía solo servía para que se abriera otra. Cuanto más se esforzaba él y los demás, peor. La progresiva falta de medios materiales y de personas les llevaba a desarrollar nuevos sistemas de trabajo y, con verdadera creatividad, inventar lo indecible para mejorar la vida de los enfermos. Enseguida el gerente de su centro tomaba buena nota para descontar el avance y reducir de nuevo medios y personas. Racionalizar el gasto, decía. Si son capaces de hacerlo mejor, ¿por qué gastar más? Que trabajen. Es dinero público y es sagrado. Y seguían recortando. Se retrasaban algunos suministros básicos. Se cerraban más y más camas. Plantas enteras. Se reducía personal. Los contratos eran basura, como la comida que le daban a los enfermos: verdadera bazofia...

Pero lo paradójico era que a la par que se les exigía más y más, sin parecer que hubiera límite, se privatizaban amplias áreas del sistema. Los costes de lo privatizado siempre eran superiores y crecientes a lo que hubiera sido necesario con la gestión directa. Las empresas privadas redujeron aún más lo gastado, mucho más, pero no lo cobrado. Incluso subían su factura año tras año. Su objetivo, por encima del servicio, es el beneficio. Y el servicio se deterioró hasta niveles increíbles tan solo unos años atrás.

Esta “racionalización asimétrica” acabó poco a poco con cualquier objetivo de excelencia, pero sobre todo minó la moral de Antón de Barallobre. Ya no creía en sus jefes y mucho menos en los jefes de sus jefes. Le parecían una banda de burócratas cumpliendo unas órdenes que para él cada día estaban más claras: destruir hasta los cimientos el sistema público directo de Sanidad para justificar su privatización. Y, a la par, convertir el sistema privatizado en un aparato descomunal de beneficio empresarial. El gran capital dice una cosa y hace otra: en el fondo adora el crecimiento del Estado asistencial porque se está quedando con todo. El enfermo era para ellos la justificación, incluso el peaje, no el objeto de su ser profesional.

¿Qué sabrán ellos de los enfermos? ¿Qué le importarán a ellos los enfermos? Antón de Barallobre los invitaría a visitar las Urgencias de su centro cualquier día de la semana. Las condiciones son tan lamentables que a veces tiene que salir a la ventana a respirar, mirar el cielo y tras unos segundos volver al tajo. No quiere que sus enfermos lo vean llorar. Algunos días no sabe ni como empezar. Entonces piensa que si él no hace su trabajo aquellas personas pueden pasarlo mal, incluso morir. Luego ya no tiene tiempo para pensar. Una vez más se entrega hasta las reservas finales. Hoy faltan dos compañeras. Pregunta y le dicen que es lo que hay. ¿Y mañana? Es definitivo. No hay más gente. No hay dinero. Antón mira la sala rebosando de pacientes en camas y sillas de ruedas. Es un caos donde el único orden es él mismo y su gente. Le tiemblan las manos y se queda inmóvil. Su jefa le mira y comprende que pasa algo. Vete a tu ventana, le dice con cariño. Luego a casa. Nos arreglamos solos. Antón obedece y respira. Tras unos minutos escucha a un compañero pedir ayuda. Mira sus manos y como por arte de magia ya no tiemblan. Se da la vuelta y acude rápido. Su compañero lee sus ojos. Ambos saben de qué va todo aquello.

Ayer Antón de Barallobre se afilió a un sindicato. Siempre se consideró una personas muy conservadora. De derechas, vamos. Y ahora sindicalista. Increíble. Pero no quiere nada para sí mismo, solo quiere pelear unido a otros porque las cosas sean como hace unos años, antes de que comenzaran los recortes de Alberto Núñez Feijóo. Si tuviera oportunidad le diría unas cuantas cosas a la cara. Sobre todo le diría que la vida de cada persona es única y sagrada y que solo un imbécil se creería que el desmembramiento y privatización salvaje del sistema es bueno para todos. ¿Para qué todos? Será para los que tengan la suerte de estar sanos. Caer enfermo en Galicia entraña un riesgo. Un riesgo creciente. Antón lo sabe mejor que nadie. O quizá sí, los enfermos. Pobriños meus, piensa y aprieta los puños. @mundiario

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