“¡Ay Portugal! ¿Por qué te quiero tanto?”

Valle del Douro, en Oporto. / Pixabay
Valle del Douro, en Oporto. / Pixabay
Creo ver, estudiando su historia y viajando repetidamente por todo Portugal, que subyace un deseo, muy generalizado, de ser nación, deseo que se manifiesta a lo largo de su historia.
“¡Ay Portugal! ¿Por qué te quiero tanto?”

Todo empieza cuando tenía unos seis o siete años y el catecismo de los franciscanos de Pontevedra nos llevó en un bus a Braga, la gran ciudad barroca del norte de Portugal, donde el Bom Xesus tanto nos había impresionado. Allí aprendí lo que era un jardín romántico, aunque convive perfectamente con ciertas zonas de geometría, simetría y orden de jardín francés. Allí también vi el primer funicular, que se repetirá en Viana, Viseu, Nazaret, Lisboa etc., aunque el de Braga tiene la particularidad de no ser eléctrico, es hidrostático, funciona exclusivamente por peso del agua que se añade al vagón que está arriba y hace subir al otro.

Pero si los jardines dejaron huella y siempre volví a ellos para rumiarlos, no fue ese el comienzo del enamoramiento con Portugal. Casi todo amor comienza con la vista, pero no en este caso. Al cruzar el Miño, hay un continuo físico que no hace grandes distinciones entre ambas márgenes, salvo el patrimonio construido, donde si se observa que la historia, los siglos han hecho huellas diferentes a ambos lados, los barrocos son diferentes y el estilo “manuelino” que inunda Portugal, impregnado todos los estilos arquitectónicos, nos indica rápidamente donde estamos. Mi enamoramiento empieza por la ternura y poca intensidad (como dice Pessoa) de ese pueblo,  hecho a los largo de los novecientos años de historia, independiente de León primero, después de Castilla y al final de España.

Creo ver, estudiando su historia y viajando repetidamente por todo Portugal, que subyace un deseo, muy generalizado, de ser nación, deseo que se manifiesta a lo largo de su historia, desde la batalla de San Mamede,  en Guimaraes , origen de su independencia de Galicia, hasta la expulsión del ultimo rey  español y portugues,  Felipe IV en España y Felipe III en Portugal. Entre ambas hubo muchas más batallas, pero destacaría Aljubarrota, con victoria portuguesa y la de Toro, con victoria castellana, ambas se me antojan simétricas, comienzan las dos con la invasión del país vecino y las dos terminan con la huida de la hija del rey,  heredera y aún niña, al país vecino, en el primer caso fue Beatriz (hija de Fernando I) de 12 años y en el segundo Juana (hija de Enrique IV) de 14 años. En honor a la primera se edifica en Batalha el monasterio que lleva su nombre en honor a la segunda se edifica en Toledo el convento San Juan de los Reyes, con las cadenas de los presos cristianos de Granada en su fachada.

De la mano de Saramago, más bien de su hermoso libro Viaje a Portugal,  recorrí muchas veces todo el territorio, empapándome de su paisaje y sobre todo de su historia. Comienza Saramago su viaje sobre el Duero, en los Arribes,  delante de Miranda do Douro, por donde entró en su día Catalina de Austria para casarse con el rey de Portugal Juan III, después de estar años cautiva con su madre en Tordesillas, también mirando al Duero. Y Saramago lanza a los peces del río, un discurso, un pensamiento iberista, dudando de las frontera.

Al sur del Duero todo cambia, algunos dicen “despois do Douro, todo é mouro” y es que no solo el paisaje, la topografía es distinta, también su gente. Soy de los que creen que el paisaje hace al hombre y su cultura, su forma de ser tranquila, en Portugal los hizo  con “ternura y poca intensidad” del norte al sur, a pesar de esos cambios señalados en el paisaje.

Esa ternura y esa poca intensidad me acompañó en todos mis viajes, por eso la quiero tanto. Menos mal que me queda Portugal, allí descanso. @mundiario

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