Trabajar menos para trabajar todos: ¿una posible solución a la crisis?

La lucha de los trabajadores se hace más intensa en España.
La lucha de los trabajadores se hace intensa en España.

Desde 2008 es monumental la crisis, que despista a los expertos. Las medidas adoptadas fracasaron confiando en que el ciclo depresión-crecimiento haría volver al crecimiento por efecto péndulo.

Trabajar menos para trabajar todos: ¿una posible solución a la crisis?

Desde 2008 es monumental la crisis, que despista a los expertos. Las medidas adoptadas fracasaron confiando en que el ciclo depresión-crecimiento nos haría volver al crecimiento, por simple efecto péndulo.

Siete años después parece muy difícil que la ansiada recuperación se consiga con las herramientas clásicas que el Gobierno ha aplicado (contención del gasto, mejora de la eficiencia de la administración, incremento de las tasas impositivas...); parece obvio que estas medidas son insuficientes porque en todos los países del entorno el resultado es a grandes rasgos similar, en este contexto comunitario España es el país más afectado, la tasa de paro ronda el 25% y la supuesta recuperación de estos meses es probablemente un espejismo provocado por el incremento de gasto público derivado de las elecciones generales, municipales y autonómicas.

Considero que la solución vendrá por otra vía y esta crisis no es un tema cíclico sino un agotamiento del modelo económico. La Tercera Revolución Industrial es una realidad que los gobiernos deberían considerar; a principio de los años ochenta se empieza a acuñar este término relacionado con la creciente automatización de los procesos industriales, aunque no es hasta finales de siglo (y en particular con la popularización de Internet) cuando de forma descarada la máquina ha ido desplazando al hombre. La Tercera Revolución Industrial pivota alrededor del desarrollo de las nuevas tecnologías, y esta evolución provoca que cada vez se necesita menos mano de obra: supresión del personal en las cajas del supermercado, en las cabinas de la autopista o en procesos manuales en fábricas, servicios de conserjería y vigilancia suprimidos por cámaras, la sustitución de la mensajería e impresión por los medios digitales...; en otros casos los vertiginosos cambios tecnológicos han expulsado del mercado a analfabetos digitales o a provocado cambios en sectores que han tardado en adaptarse a un mercado cada vez más exigente; en el caso de las administraciones las nuevas tecnologías pueden ayudar a suprimir miles de empleos incrementando la eficiencia de ésta.

Este fenómeno se empezó a producir a principios del siglo XXI, aunque el boom del ladrillo de esos años fue capaz de absorber silenciosamente miles de trabajadores expulsados de otros sectores de forma transitoria; de forma artificial la economía se mantenía a flote con un crecimiento muy superior al que de verdad correspondía. No se trataba exclusivamente de la construcción de segundas y terceras viviendas (a todas luces innecesarias) sino que además ésta ejercía un efecto arrastre sobre el resto de infraestructuras: energéticas (generación, transporte, distribución...), comunicación (autopistas, AVE...), telecomunicaciones (repetidores de telefonía...) o urbanísticas que en muchos casos se han demostrado prescindibles e innecesarias. Este efecto provocó que en 2008 la ordenación del territorio estuviera ya definida durante los siguientes diez o quince años, y las actuaciones en esta línea se deberían limitar a pequeñas tareas puntuales derivadas de una mala planificación previa.

La evolución tecnológica expulsó de forma sigilosa a millones de trabajadores del mercado; en un primer momento muchos se integraron en los sectores antes citados, pero hoy se han convertido en una masa de trabajadores sin demanda actual o futura. Es impensable recuperar el ritmo de edificación o de construcción de infraestructuras, por lo que la solución a la crisis debe ir más por la moderación de la oferta en vez de usar el incremento artificial de la demanda. Esta moderación de la oferta se está realizando de facto con la emigración de millones de jóvenes, aunque sería quizás más adecuado vigilar el reparto laboral dentro de nuestras fronteras. La legislación laboral marca un máximo de 40 horas a la semana (37,5 para los funcionarios) que se incumple de forma descarada en muchísimos trabajos; todos conocemos a empleados de banca, ingenierías, consultoría o seguros que trabajan cincuenta o sesenta horas semanales con la complicidad de sindicatos; en el caso de la administración pública la solución ha sido incrementar el número de horas de trabajo a la semana, la docencia de los profesores o los pacientes atendidos por los profesionales sanitarios, y la lógica expulsión del mercado de los sobrantes.

Es cierto que desde el punto de vista del empresario o de la administración estas herramientas suponen un incremento de la eficiencia (se mejoran los costes por cada hora trabajada), y una empresa más eficiente funcionará mejor, pero desde el punto de vista de la sociedad estas medidas son muy discutibles; la demanda laboral y de bienes se mantiene (no aumenta porque este aumento de la jornada de trabajo mantiene sueldos, el afectado no puede gastar más e incluso tiene menos tiempo para hacerlo) y esto provoca un efecto boomerang expulsando todavía más gente al desempleo.

¿Repartir del trabajo?
Analizado el fracaso de las medidas adoptadas el Gobierno debería probarse por el lado opuesto, repartir el trabajo para trabajar todos. La Inspección de Trabajo (y los organismos laborales de cada administración) deben esforzarse en comprobar que el trabajador cumple este número de horas (que deje de “regalarle” horas al empresario, aunque sea pagadas) y el gobierno puede aprobar una pequeña reducción del horario laboral semanal; esto generaría un incremento de la demanda laboral de horas-nombre y a su vez la entrada en el mercado de miles de trabajadores que están exprimiendo las ayudas sociales del Estado; muchos trabajadores que están trabajando estas 50 ó 60 horas al año verían reducidos sus ingresos, pero no debemos olvidar que se trata de ingresos marginales muy discutibles, ya que son aquellos derivados de bordear o incumplir la normativa laboral. En el caso de los trabajadores públicos la reducción de horas no debe llevar aparejada una reducción de sueldos (porque ya se les ha retirado en su momento) mientras que en el sector privado no parece a priori imprescindible, algunos países europeos ya han reducido el horario laboral manteniendo sueldos con un resultado global positivo; la vuelta de trabajadores al mercado laboral reinyectaría en la economía una parte de sus nuevos sueldos así como una reducción de los costes sociales que están ahogando a las administraciones públicas en un Estado que puede pasar del bienestar a la beneficencia.

 

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