¿Y después de la disciplina presupuestaria qué?

Ministerio de Hacienda. / RRSS
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El temor fundado a una desaceleración económica preocupa doblemente ante el elevado nivel de deuda pública estructural que han ido acumulando las administraciones públicas. / Artículo del Anuario 2019 del Foro Económico de Galicia.
¿Y después de la disciplina presupuestaria qué?

La economía global pierde brío. Las previsiones macroeconómicas de los principales organismos internacionales así lo reflejan. No se puede hablar de recesión, pero sí de un parón sincronizado en el crecimiento. La balanza está ahora en el punto de poder inclinarse hacia una caída o levantar el vuelo cara a una recuperación condicionada, entre otras cosas, por lo que deparen el Brexit, las tensiones comerciales o la estabilidad de los mercados financieros. Por si fuera poco, hay que tener en cuenta la espada de Damocles que supone el elevado endeudamiento público y la falta de un desapalancamiento competitivo privado, que no arriesga con la inversión y espera expectante el resultado de una  batalla arancelaria en la que nadie gana y todos pierden.

El halo de incertidumbre descrito condiciona todas las medidas de política económica que han de tomarse para salir al rescate de esta coyuntura. Entre ellas se encuentra el perentorio replanteamiento de la tributación a nivel internacional, que busca modernizarse, adaptarse a las nuevas realidades y combatir la elevada evasión fiscal de los grandes contribuyentes. El fraude fiscal adopta formas poliédricas, pero si no se ataja incide de manera negativa sobre la estabilidad presupuestaria, a la vez que distorsiona el sistema fiscal, perjudica el crecimiento económico y hace desvanecer los pretendidos objetivos de eficiencia y equidad.

Contexto europeo

El escenario europeo no se escapa a estos problemas y a otros que le son propios. En el seno de la Unión se navega en medio de fuertes tensiones políticas, alimentadas por la enorme desigualdad que se refleja en la ansiada y no hallada convergencia económica, que amenaza la cohesión social. Según el último informe Bruegel, frente al avance que ha experimentado la renta per cápita de los países del Este, un 4% anual, los del Sur siguen a la cola. España o Portugal han mostrado tímidos crecimientos de su renta per cápita entre 2003-2017, alrededor del 0,63% anual, mientras que Grecia e Italia se llevan la peor parte y arrojan un saldo negativo de -0,74% y -0,24%, respectivamente.

Como contrapunto, el Norte mantiene su liderazgo con Alemania a la cabeza, tras alcanzar un crecimiento de la renta por habitante próximo al 1,40% en ese mismo período, seguido por el 1,08% de Holanda. Dicho de otro modo, y en términos relativos para entenderlo mejor, la brecha de renta per cápita entre España y Alemania roza el 0,75% anual, que es lo mismo que decir que se ha generado un gap del 11,25% en los últimos 15 años.

La cohesión social en Europa se ve amenazada por la falta de convergencia en la renta real

A estas diferencias no ha sido ajeno el reciente informe de la OCDE “Bajo presión: la clase media exprimida”, que revela de manera clara el retrato de una clase media cada vez más achicada, con un nivel de vida que se estanca o mengua y que percibe cómo el ascensor social se ha parado hasta convertir el sistema socioeconómico en desigual e injusto. Como contrapunto, las rentas más altas continúan acumulando cada vez mayor proporción de riqueza. Tras la constatación de que la recuperación de los últimos años no ha permitido un reparto de la riqueza generada, el organismo internacional reclama un crecimiento inclusivo, para el que es preciso un nuevo contrato social que sirva para prevenir, antes que lamentar, los problemas derivados de los mayores índices de desigualdad.

¿Hay inseguridad?

En España, el comportamiento errático de la actividad económica que trajo la crisis no logró estabilizarse y, una década después, la recuperación parece conformarse con el reencuentro de su crecimiento en términos de PIB, aunque siga lejos de alcanzar las cifras de empleo, salarios y servicios públicos que se registraban entonces. Lo que sí ha permitido el crecimiento es que, después de años con desequilibrios presupuestarios desbocados y tras varias prórrogas extraordinarias concedidas por el Ejecutivo comunitario para salir del Procedimiento de Déficit Excesivo, se rebaje el déficit público al 2,6% del PIB y se encauce la ansiada senda de la consolidación financiera europea, que relaja la tutela de Bruselas sobre las cuentas públicas. Pese a todo, y aunque es habitual utilizar la reducción del déficit público como termómetro para medir la buena situación financiera de la hacienda pública, no debemos caer en la tentación concluir de manera simplista sobre lo que esto significa, ni mucho menos dar por finalizada una etapa de inseguridad que todavía no remató.

El saneamiento de las cuentas públicas es resultado de una ecuación controvertida que combina tres factores: mayor gasto público, ralentización en el crecimiento y una recaudación impositiva récord. Preocupa, sin embargo, constatar que el avance en la consolidación fiscal depende en buena medida del devenir del ciclo económico, mientras se petrifica un déficit estructural superior al 2% y se perpetúa una deuda pública próxima a la totalidad del PIB. Este dato, que a menudo pasa desapercibido, puede ser la variable más relevante a la hora de enfrentar la próxima crisis económica. Después de varios años consecutivos creciendo alrededor del 3%, lo normal hubiera sido equilibrar las cuentas públicas mucho antes. Si no se hizo es porque la recuperación tiene pies de barro y revela falta de responsabilidad política a la hora de adiar y no enfrentar las reformas de modelo económico y administrativo que siguen pendientes. La ausencia de decisiones valientes sobre estas reestructuraciones ha hecho languidecer este debate hasta casi desaparecer y, mientras no se retome,  no se vislumbra más salida que un ajuste al alza de los ingresos y/o a la baja de los gastos para el objetivo es mantener el Estado de Bienestar.

La consolidación fiscal sin decisiones de reforma valientes maquilla pero no arregla los problemas

Desde el punto de vista impositivo, los organismos que antaño se afanaban en introducir mecanismos para corregir la doble imposición internacional, a saber: el FMI –Fondo Monetario Internacional- como la OCDE – Organización para la Cooperación y el Desarrollo–, el CIAT –Centro Interamericano de Administraciones Tributarias–, o la IOTA –Intra-European Organisation of Tax Administrations–,  trabajan ahora para evitar la erosión de las bases imponibles empresariales y frenar las estrategias de planificación fiscal que consiguen, a través de la elusión y evasión fiscal, trasladar sus beneficios hacia países de menor tributación o, directamente, a paraísos fiscales.

El acuerdo no es sencillo, requiere de un consenso global a la hora de adaptar los sistemas  tradicionales a la nueva realidad económica una vez que el concepto de identificación geográfica de los contribuyentes se ha diluido, las bases imponibles son infinitamente móviles, el establecimiento permanente ha de trasladarse a la presencia económica virtual, los términos de gravamen en origen y destino buscan el equilibrio, y todo esto bajo la necesidad de contar con nuevas fórmulas de transparencia en la información y coordinación entre administraciones.

De momento no se ha avanzado demasiado, ni siquiera en el seno de la UE, que ha logrado importantes conquistas en la armonización de la imposición indirecta, pero es notoria su incapacidad para coordinar los aspectos esenciales de la imposición directa, sobre todo la empresarial.

El debate de la fiscalidad

Buena parte de estas disyuntivas están también presentes en el debate de la fiscalidad nacional, en la medida que la ansiada autonomía tributaria cuenta ya con las mismas restricciones de localización de las bases imponibles que señalamos a nivel internacional y la competencia fiscal entre autonomías ha alimentado una carrera impositiva a la baja.

Atrapadas en un sistema bipolar que optó por descentralizar ampliamente los gastos y dejar cautivos los ingresos en manos del estado central, hace anecdótico que hablemos de financiación autonómica sin pensar en tributos cedidos en lugar de compartidos o de transferencias en lugar de recursos propios.  Esta concepción de la autonomía tributaria genera dependencia en el gasto e ilusión fiscal en el ingreso en un sistema donde la jerarquía no se discute y el Estado central mantiene la potestad tributaria originaria y las competencias básicas de los servicios transferidos. Esto explica las medidas coactivas aplicadas durante todo el período de vigilancia exhaustiva –poco frecuentes en los estados federales, que tampoco cuestionan la lealtad institucional– aún a costa de atacar las bases de la autonomía de los niveles descentralizados de gobierno hasta hacerla, en algunos casos, irreconocible. 

Bajo el paraguas de las directrices europeas y las medidas derivadas de la aplicación de la Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, la mayoría de las Comunidades Autónomas y Entidades Locales entraron en cintura y consiguieron alcanzar su objetivo de déficit, pero lejos están aún de alcanzar el de deuda. El endeudamiento autonómico ha empezado a moderarse y se sitúa ligeramente por debajo del pico máximo que alcanzó en el segundo trimestre de 2015, aun así supera el 24,3% del PIB, 15 puntos por encima de la deuda registrada hace tan solo una década.

Las comunidades han acumulado deuda pública hasta el 25% del PIB, 15 puntos más que hace una década

Este endeudamiento no es neutral, arrastra unos costes anuales en forma de gastos financieros que han ido abultando de manera significativa la suma de los gastos corrientes. Galicia, una de las pocas comunidades autónomas que ha obtenido superávit en 2018, pese a ello ha multiplicado por tres su nivel de deuda  desde el 2007 y por eso sufre también el efecto negativo de sus intereses. En el año 2014 alcanzaron el techo del 4,5% de los gastos no financieros. A partir de ahí, el doble efecto de la contención de la deuda y, sobre todo, el acceso a una financiación más barata a través del Fondo de Facilidad Financiera, hizo rebajar esta factura hasta el 1,73% actual. Con todo, su monto es importante y supera cuantitativamente a las partidas destinadas a justicia o a la producción de bienes públicos de carácter cultural y en 2019 absorberá lo equivalente a toda la recaudación que se espera en el capítulo de tasas y otros ingresos.

Deuda y gastos financieros.

Las consecuencias derivadas del salto cuantitativo que ha dado la deuda pública autonómica  hacen que su tratamiento futuro siga siendo objeto de debate y alimente la controversia entre aquellas que se han mantenido a raya y las que se han revelado contra las normas de austeridad. De momento, el asunto parece dormido  pero las comunidades más endeudadas no tardarán en pedir una condonación  y su mutualización a través de una quita –total o parcial- a lo que se oponen las cumplidoras, entre ellas Galicia.

Es tan evidente el riesgo moral inherente a una hipotética acción de bail-out que su ejercicio se hace desaconsejable, ante  lo que supondría el abandono del principio de responsabilidad en el que tanto énfasis puso la implantación de la disciplina fiscal. Descartada esa opción, no es posible relegar sine die una programación para la desconexión paulatina del flujo de liquidez que reciben las comunidades autónomas fuera de mercado y la recuperación plena de su autonomía. Esto pasa por incluir en la discusión de los desafíos pendientes la reforma de la financiación autonómica.

Autonomías y recaudación

Es un hecho constatable que la recaudación impositiva de las autonomías ha sufrido desde varios frentes y, aunque nominalmente  haya recuperado el monto presupuestario de 2007, realmente ha perdido más del 13% de su capacidad adquisitiva por el efecto de la inflación. Los recursos que proceden del sistema de financiación claman por una actualización y los que se obtienen al margen requieren una revisión en profundidad. Así, los tributos cedidos han revelado un problema de recaudación con origen en una doble causa: la prociclicidad y la competencia fiscal –que inició una carrera a la baja de la fiscalidad patrimonial-, con el permiso de un mal diseño en la descentralización de los tributos que precisa una armonización o fijación de un mínimo común para todas las autonomías. Mención aparte merecen los tributos propios que, a día de hoy, tienen un peso residual en el conjunto de recursos autonómicos. Conscientes de que la suficiencia y la autonomía financiera no pueden buscar sustento infinito en el trasvase de la administración central, esta realidad tiene que cambiar en un futuro próximo.

La indisoluble unión entre crecimiento económico y el reto de sostenibilidad medioambiental abre una ventana de oportunidad a la financiación autonómica. La preocupación por el desarrollo sostenible –que no es nueva- ha comenzado a marcar la agenda de un planeta sin contaminación. No es casualidad que el  Nobel de Economía de 2018, Nordhaus, haya trabajado en un método cuantitativo de interacción global entre la economía y el clima, empleado para examinar las consecuencias de estas acciones en el ámbito de las políticas climáticas. De sus conclusiones se desprende que la economía –junto con la química y la física– está conectada con el clima y la forma más eficaz de  combatir los problemas causados por el cambio climático puedan venir del ámbito fiscal.  La discusión no radica en la conveniencia o no de la imposición ambiental, sino en qué diseño ha de tener, cuál debe ser la magnitud potencial de su efecto y cuántos los costes que puede soportar.

La política fiscal es un buen instrumento para combatir los perjuicios del crecimiento sobre el medio ambiente

La estrategia ambiental europea ha puesto el foco en la implantación de la Economía Circular, que irrumpe con un cambio radical en la concepción del sistema de producción y de consumo. Reclama esfuerzos coordinados entre los distintos niveles administrativos para definir las  acciones concertadas que empujen hacia nuevos modelos de negocio el concepto de las 3R: Reciclar, Reparar y Reutilizar.

España, a pesar de haber aprobado el Plan Estatal Marco de Gestión de Residuos y la Estrategia de Bioeconomía: Horizonte 2030, carece de una estrategia de Economía Circular, que sí han desarrollado algunas comunidades autónomas, como Cataluña – L’Estratégia d’impuls a l’economia verda i a l’Economia Circular de Cataluña– o el País Vasco –IV Plan Ambiental–. Estas iniciativas bottom-up nacen huérfanas de una hoja de ruta única capaz de aunar medidas unísonas e integradoras de esfuerzos. En el ámbito exclusivo de la tributación ambiental se repite la pauta y España se sabe a la cola, en el puesto 25 de 28, como revela el informe Taxation Trends in the European Union 2018, con una  tímida recaudación que alcanza 1,8% del PIB, frente al 4% de Dinamarca, por ejemplo. Lejos de la órbita cuantitativa, sigue la pauta en la composición impositiva verde y sus impuestos otorgan un protagonismo especial al gravamen sobre los combustibles, 77% el total, seguido por los impuestos relacionados con el transporte 20%.

El papel de las comunidades

¿Qué han hecho las comunidades autónomas en ese sentido? En un campo donde casi todo está  por explorar, la Comisión para la Reforma de la Financiación Autonómica apuntó en 2017 la necesidad de elaborar una ley marco de fiscalidad ambiental, que se anticipe a los conflictos de competencia que pueden producirse entre los tributos autonómicos, locales  y  estatales, como los suscitados a raíz de la aprobación de la Ley 15/2012, de 27 de diciembre, de medidas fiscales para la sostenibilidad energética, que creó el impuesto  sobre  el valor  de  la  producción  de  la  energía  eléctrica, el impuesto sobre  la  producción  de combustible  nuclear  gastado  y  residuos  radiactivos  resultantes  de  la  generación  de energía nucleoeléctrica y el Impuesto sobre el almacenamiento de combustible nuclear gastado  y  residuos  radiactivos  en  instalaciones  centralizadas, así como  el  canon  por utilización  de  las  aguas  continentales  para  la  producción  de  energía  eléctrica, que acabaron solapándose con algunos tributos propios autonómicos.

El derecho constitucional que asiste a las comunidades autónomas para crear tributos, choca a menudo con la potestad tributaria originaria del estado central y no resulta sencillo articular un sistema coherente. Fruto de este desencuentro quedó sin efecto el  Impuesto sobre los depósitos de residuos radioactivos de Andalucía, del mismo modo que el Impuesto sobre el impacto medioambiental de determinadas actividades en Canarias.

El gravamen sobre la producción de energía eléctrica de origen nuclear de Cataluña fue declarado inconstitucional, con la consiguiente nulidad, y el Impuesto sobre el riesgo medioambiental de la producción, manipulación, transporte, custodia y emisión de elementos radiotóxicos, sigue pendiente de la resolución de un recurso de inconstitucionalidad admitido a trámite.

El Impuesto sobre grandes establecimientos comerciales ha corrido mejor suerte, después de que el Tribunal de Justicia de la UE hubiera fallado a favor del mismo. Valgan estos ejemplos para mostrar la frondosa jungla tributaria en la  que han florecido más de 80 tributos autonómicos, con una exigua recaudación que, en ocasiones no llega ni para cubrir el coste del andamiaje administrativo.

Le Ley marco que propusieron los expertos autonómicos es, sin duda, una condición necesaria para evitar los conflictos señalados, pero no suficiente para avanzar en el objetivo de “garantizar que se disponga de un cuadro normativo adecuado para el desarrollo de una economía circular en el mercado único”. Se precisa una reforma más profunda que incline la balanza impositiva hacia la fiscalidad verde y que asigne a cada jurisdicción los tributos ambientales –o su recaudación- que correspondan de acuerdo con la dimensión de las externalidades a corregir.  En ningún caso la mayor presión fiscal ambiental puede suponer un perjuicio ni un freno al crecimiento económico, sino todo lo contrario. La nueva concepción tributaria ha de venir a revolucionar el sistema en su conjunto y saber aprovechar la oportunidad del doble dividendo inherente a la mayor recaudación y a la menor contaminación, a la vez que desplazar la actual presión fiscal sobre el trabajo, el capital o el consumo.

La fiscalidad ambiental no puede restar competitividad a la economía

Fiscalidad propia en Galicia

En el ámbito de la fiscalidad propia, Galicia cuenta con 5 tributos, todos ellos relacionados con el medio ambiente: el Canon de saneamiento, el Impuesto sobre la contaminación atmosférica, el Impuesto sobre el daño ambiental causado por determinados usos y aprovechamientos de agua embalsada, el Canon eólico y el Impuesto compensatorio ambiental minero. Entre todos han supuesto para las arcas públicas algo más de 88 millones de euros en 2018, prácticamente la misma cifra que el año anterior, un 1,5% del total de ingresos tributarios, medio punto por debajo de la media nacional.

El impuesto sobre la Contaminación Atmosférica, que introdujo de manera novedosa esta comunidad en el año 1995, aporta solo el 5% de los ingresos propios y ha cedido el protagonismo recaudatorio al Canon de saneamiento -50%- y al Canon eólico -25%- quedando un margen residual para el Impuesto sobre el daño medioambiental.

Una comunidad autónoma que fue pionera en el establecimiento de los impuestos medioambientales,  ofrece hoy un menú impositivo propio anclado en el pasado y, quizás la reflexión a futuro pasa por dar respuesta a las siguientes preguntas: 1. ¿cumple la configuración actual de los tributos medioambientales la finalidad de disuadir a los agentes de las acciones contaminantes?; 2. ¿El gravamen aplicado se modula cuantitativamente para gravar más a quien más contamina? Y, por último, 3. ¿Cumple la recaudación la  función reparadora y de prevención a la que ha de destinarse?

A priori, no resulta sencillo testar una respuesta para cada una de estas incógnitas, si bien, hay un dato objetivo relevante que nos permite concluir con un resultado poco alentador. Según el Registro Estatal de Emisiones y Fuentes Contaminantes, Galicia multiplica por tres el porcentaje de emisiones que le corresponden de acuerdo con su aportación al PIB. Más de la mitad de estas emisiones se realizan a través de 200 complejos empresariales que no son, precisamente, los que más contribuyen a reparar el daño medioambiental causado.

Queda, pues, campo para avanzar hacia una implantación fiscal ambiental justa y eficiente.

El horizonte de la Hacienda local

La organización territorial local se fraguó en el siglo XIX, tras la modernización y uniformización de entidades laicas y civiles, una vez suprimidos los ámbitos comarcales señoriales y eclesiásticos. Bien entrado el siglo XX, se antepuso la descentralización y el poder autonómico al local, que relegó de manera indefinida la reforma de su planta. Así permanece hoy, ante una reestructuración administrativa que no llega y la reforma de su financiación que se hace esperar.

Es un clásico en el relato descriptivo local apuntar la dualidad  urbana-rural que marca su devenir. Los problemas de las ciudades se asocian con los procesos de urbanización y concentración de la población, que introducen disfuncionalidades estructurales ligadas a la inconsistencia entre los límites funcional, institucional y relacional, y acarrean elevados costes de congestión con menoscabo de la representación democrática. En el rural los problemas son otros, a la falta de aprovechamiento de las economías de escala hay que añadir su incapacidad para mantener una mínima estructura profesional de la administración que responda satisfactoriamente a las demandas de sus ciudadanos.

Esta situación no fue óbice para que las entidades locales hayan dado muestra de responsabilidad al acatar con rigor los mandatos prescriptivos del artículo 135 de la Constitución Española. El ejercicio de disciplina fiscal que han realizado no se discute, así lo evidencia el tránsito que han hecho desde un déficit superior a los 8.500 millones de euros en 2011 hasta el superávit de 5.000 alcanzado en 2018, que esperan replicar este ejercicio.  El énfasis que han puesto en el recorte de gasto –con la vuelta a los orígenes funcionales clásicos- y el incremento de ingresos –derivados fundamentalmente del aumento de los impuestos sobre la propiedad– han obrado el milagro, pero no han solucionado el problema estructural de fondo. Una sombra de incertidumbre acecha sobre la posibilidad futura de seguir cumpliendo con el corsé financiero impuesto, salvo que se acometan las reformas estructurales pendientes. De momento no procede alarma, sino solo cautela.

Capacidad fiscal y tamaño

El ajuste fiscal descrito eclipsa comportamientos diferenciados que es necesario precisar. El sistema de financiación vigente desde 2004 ha dispuesto un modelo que beneficia a los municipios más grandes, por lo que es coherente que fuesen éstos los que más hayan contribuido a inflar la situación excedentaria de recursos no financieros sobre esos mismos gastos y camuflen la realidad de medio millar de entidades, que se han revelado insostenibles financieramente. 

La capacidad fiscal se reduce a medida que lo hace el tamaño municipal, lo que resulta inconsistente con el mayor esfuerzo relativo de gasto para mantener su estructura de funcionamiento. Esta realidad la sufren de una manera particular e idiosincrática las entidades locales de Galicia, que mantienen una pequeña dimensión y arrastran el raquitismo presupuestario fruto del perjudicial diseño del sistema de financiación y la inhibición fiscal que les caracteriza. Los recursos per cápita que manejan las entidades locales gallegas están en el umbral del 70% de la media nacional, lo que resulta coherente con una presión fiscal medio punto por debajo de la española e incompatible con el potencial fiscal que revelan sus bases imponibles. Menores recursos generan menos capacidad económica directa, pero también restricciones a la hora de endeudarse, lo que explica la exigua ratio de deuda pública por habitante, que se encuentra entre las más bajas del Estado.

El tradicional anclaje administrativo local no debe seguir condicionando su desarrollo futuro

La autonomía financiera de los municipios rurales sufre a causa del menor peso relativo que tienen los tributos propios, que conceden un protagonismo recaudatorio casi exclusivo del IBI. Nutren sus arcas a través de transferencias procedentes de otros niveles de gobierno, lo que los hace altamente vulnerables. Esta situación es habitual en 7 de cada 10 municipios de la provincia de Lugo o de 9 de cada 10 de Ourense. Mientras, las entidades urbanas concentradas en el eje atlántico –con permiso de las capitales de provincia y cabeceras de comarca interiores-, tiene un comportamiento financiero homologable a sus iguales españoles, gozan de mayor autonomía, aunque reproducen también sus mismos problemas.

Lejos del optimismo financiero que suscita el superávit presupuestario antes señalado, las entidades locales han de seguir buscando un sistema de financiación más equitativo, con afán nivelador –hoy ausente-, responsable y autónomo, que permita sufragar los servicios públicos esenciales, realizar las inversiones en infraestructuras que los sustenten y avanzar en el cumplimiento de los objetivos de la agenda 2030 de las Naciones Unidas para el desarrollo sostenible. La contribución al reto medioambiental abre una vía para adaptar sus impuestos, al tiempo que  un marco posible de desarrollo para las tasas relacionadas con la actividad de tutela preventiva que evite las agresiones al medio ambiente.

El denominador común que envuelva el resultado final no puede abandonar la solución a la batalla que se libra entre la tensión dialéctica de la gestión local y la representación. El replanteamiento de la planta local, que dejó pendiente de resolver la miopía institucional con la que fue concebida la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local, es hoy un reto ineludible para dotar de servicios a los ciudadanos y a las ciudades de los instrumentos que precisan para ser polos de atracción económica y poder competir a nivel internacional con el protagonismo que se merecen. @mundiario

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