Una década para conocer el malestar de la crisis

Cartel anunciador del libro Cómo salir de esta, del periodista José Luis Gómez, editor de MUNDIARIO.
Cartel anunciador del libro Cómo salir de esta, del periodista José Luis Gómez, editor de MUNDIARIO.

Las carencias específicas que presentaban las economías provocaron efectos diferentes que no ocultaron la pertinencia de un diagnóstico común: estábamos ante la mayor crisis del sistema capitalista desde la década de los años 30 del siglo XX.

Una década para conocer el malestar de la crisis

Hace ahora diez años, los medios de comunicación rompían la tradicional sequía informativa del mes de agosto anunciando un episodio que para mucha gente resultó enigmático: el estallido de las llamadas “hipotecas subprime” en los mercados financieros de los USA. La reacción mayoritaria de los analistas –sobre todo en el ámbito europeo– fue la de transmitir un mensaje de tranquilidad: era una tormenta “normal”, propia de las características específicas de la evolución de la economía norteamericana en los años precedentes or tanto, no había motivos serios para preocuparse: la UE no iba a padecer los efectos negativos derivados de un potencial contagio.

Los pronósticos optimistas fracasaron tanto como la descripción del “mundo feliz” –la fortaleza estructural de los círculos virtuosos presentes en la lógica de las economías del primer mundo, la supuesta desaparición de los ciclos en la dinámica económica...– en la que estaban instalados desde hacía años la gran mayoría de los economistas que ejercían en el ámbito académico o en los staffs de asesoramiento gubernamentales.

Los impactos del shock registrado en los USA fueron divergentes -en su intensidad y en la velocidad temporal con la que aparecieron- en los distintos territorios de la UE. Las carencias específicas que presentaban las economías de cada Estado o nación provocaron efectos diferentes que no ocultaron la pertinencia de un diagnóstico común: estábamos ante la mayor crisis del sistema capitalista desde la década de los años 30 del siglo XX.

La existencia de una moneda común y las fuertes limitaciones estabelecidas en el funcionamiento de la unificación económica (mínimo presupuesto comunitario, carencia de políticas fiscales de ámbito supraestatal, restricciones en la actuación del Banco Central Europeo) motivaron que la respuesta a la crisis pivotara sobre el “mantra” de la austeridad: severa reducción del gasto público como mecanismo prioritario para cuadrar las cuentas de las haciendas estatales. Y también sobre otro factor de graves repercusiones sociales:la devaluación salarial como herramienta básica de la recuperación de los beneficios empresariales. El cuadro resultante es bien conocido: pérdida de puestos de trabajo, máxima precarización del “nuevo” empleo que se crea, reducción de la capacidad adquisitiva de la población asalariada, notable deterioro de las políticas de bienestar encomendadas a las Administraciones públicas y agudización de los niveles de desigualdad en las condiciones de vida.

Un desastre como este suscitó las lógicas controversias en el mundo de las ideas. Los defensores del pensamiento ortodoxo pusieron en circulación, entre otras, dos tesis que pretendieron elevar a la condición de nuevos mitos de nuestra época. Primero afirmaron que uno de los más relevantes motivos causales de la crisis estuvo situado en la circunstancia de que las sociedades vivíamos “por encima de nuestras posibilidades”. Y, después, sostuvieron el criterio de que las pérdidas registradas en el Estado del bienestar eran transitorias: sólo un breve paréntesis en el seguro retorno a los derechos de los viejos tiempos. Las dos fueron –y son– construcciones voluntaristas, sin fundamentos reales contrastados, que pretenden socializar las responsabilidades en la destrucción padecida en los parámetros del bienestar público y difundir la ilusión de una recuperación que sea capaz de neutralizar los episodios de rebelión social.

En el ámbito del Estado español, esta década de crisis contribuyó a la gestación de dos fenómenos que no se habían registrado anteriormente: el movimiento surgido en el 15-M del año 2011 –y la posterior reconfiguración del mapa político hegemonizado anteriormente por el bipartidismo– y el crecimiento sustancial en el apoyo social recibido por el independentismo catalán. Hay, por supuesto, otros factores concurrentes en la explicación de semejantes realidades –la generalización de la corrupción en una parte relevante de la élite política, la sentencia del TC contraria a una parte significativa del nuevo Estatut de Catalunya aprobado en referéndum...– pero sin ese telón de fondo de la quiebra de los equilibrios económicos previos no se entendería, por ejemplo, la mayor participación en la política de sectores importantes de la juventud, frustrados por la invisibilidad de un futuro digno para sus expectativas vitales.

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