En toda crisis, los optimistas son los pesimistas mal informados

Miguel Ángel Revilla ante su televisiva pizarra
Miguel Ángel Revilla ante su televisiva pizarra.

El optimismo es un estado de ánimo relativamente novedoso en Occidente, derivado de la euforia tecnológica, el estado de bienestar y los avances de la medicina.

En toda crisis, los optimistas son los pesimistas mal informados

Dicen que los optimistas son los pesimistas mal informados. También aseguran que el colmo del pesimista es que le quiten lo bailao. Comprendo estos puntos de vista, pues nada, o muy poco, hay a nuestro alrededor que avive un sentimiento positivo de confianza en el futuro. Abrir un periódico es echarle mucho valor a la cosa. Recuerdo la viñeta, creo que de Forges, en la que un señor, sentado en la mesa de un bar con un niño en el regazo, le dice a otro que está leyendo el diario en la mesa vecina: Hágame el favor, ponga el periódico para otro lado que me está haciendo llorar al niño.

Como patrón social de conducta, el optimismo es un estado de ánimo relativamente novedoso en Occidente, derivado de la euforia tecnológica, el estado de bienestar y los logros y avances, espectaculares, qué duda cabe, de la medicina. Tómese unos momentos para repasar mentalmente buena parte del arte europeo hasta bien entrado el siglo XIX y comprenderá lo que digo: se trata de la representación de un universo teocrático, dominado por el apego supersticioso a una religión cruel, y patológicamente obsesionado con la enfermedad, las privaciones, las calamidades, las guerras y, al fin y a la postre, la siniestra parca, que, provista de fatal apero, guadaña vidas con ansia al parecer inextinguible. Un raro superviviente literario de este oscuro mundo, el inclasificable, y admiradísimo por mí, Ignatius Reilly, devoto de la monja Rosvita y de Severino Boecio, creía que actitudes como no rendirse y mirar para arriba eran una blasfemia contra el estado natural del ser humano, que es la postración.

Cuando uno se tira media jornada laboral contando a alguien que algo no se puede hacer porque no hay un chavo y la otra media buscando fuentes de financiación para los pocos proyectos que, aunque en precario, sobreviven, se corre seriamente el riesgo de instalarse en la postración crónica y ceder a la amarga seducción del pesimismo. No ayuda en nada, cierto es, una clase política impresentable que se ha ganado a pulso el raro mérito de contribuir a la expansión indefinida del desengaño, la indignación y la náusea, cuando debía haber hecho todo lo contrario, coadyuvando, con el ejemplo moral del esfuerzo compartido, a un contento social razonable. El día menos pensado, tras una sesión televisiva de Revilla y su pizarra, un desesperado cometerá, Dios no lo quiera, un disparate irreparable, no por ideología, ni por política, ni por ningún sentimiento noble y elevado, sino porque está en el paro y ya no aguanta más el esperpéntico baile de millones públicos en manos de bellacos sin alma. En el ínterin, del otro lado de la barrera, quien puede se da con un canto en los dientes. Pero con cifras de desempleo en un crescendo diabólico, un abismo financiero mundial y titulares tan estimulantes cómo que cierran las universidades públicas griegas, evoco diariamente, y no sin estremecimiento, las barbas de mi vecino.

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