Asiento 44-Fila 12: se llevaron a un muerto feliz, según mi modesta opinión

Diego Tristán, una de las estrellas del EuroDepor.
Diego Tristán, una de las estrellas del EuroDepor.

'El gol le ocupó toda la boca, le hinchó la cara, se hizo con el cuerpo, coleteó dos veces y murió...' Una de las mejores firmas del periodismo, también del deportivo, se lo explica.

Asiento 44-Fila 12: se llevaron a un muerto feliz, según mi modesta opinión

El gol le ocupó toda la boca, le hinchó la cara, se hizo con el cuerpo, coleteó dos veces y murió.

 

Soy vago. El otro día me lo reprochó mi suegro. “Hay ceniceros”, avisó con tonillo de censura cuando la ceniza ya se desnucaba sin remedio contra la alfombra. No lo hago por chinchar, sencillamente me cuesta tomar decisiones. De pequeño soñaba con convertirme en un gran pintor. Malgasté miles de cuartillas perfilando montañas. Luego desperdigaba unos cuantos ojos al azar. Nunca intenté hacer algo distinto. Soy vago. No hay otra explicación. Tampoco soy consciente de que haya dado el aviso tarde. Estaba concentrado en la jugada. Vi el gol. ¡Qué coño! No me moví porque estaba atento a la jugada.

He repasado el Código Penal, para ser segurata también hay que despellejarse los codos, y a lo sumo podrían acusarme de omisión de socorro. Siempre que alguien consiguiese cifrar en cuántos segundos tiene que reaccionar un agente de seguridad cuando aprecia algo extraño. ¿En milésimas? ¿En segundos?

Sería una estupidez que me señalasen. Fui yo el que avisó por walky a los de la Cruz Roja de que a un aficionado se le había subido el gol al corazón. Claro que un poco después de que se derrumbase sobre los dos espectadores de la fila de abajo. Para mí no era un aficionado más. Los conozco a todos. Podría poner faltas de asistencia al estadio.

Desde mi banqueta, de espaldas al partido y con unas magníficas vistas a la grada, les observo sin que se molesten. Estoy siempre ahí, entorpeciendo su campo de visión. No se dan cuenta porque soy un elemento más de la liturgia del fútbol. Quizá el día que se eliminaron las vallas de los estadios les sorprendió ver a un “pringao” –fue lo que pensaron— “todo el partido de espaldas al campo”. Quizá esa tarde me dedicaron un pensamiento. A los pocos minutos ya me había mimetizado con las cámaras de televisión, los banquillos...

Estoy jodido. Fueron tres minutos de angustia. Nada pudieron hacer los de la Cruz Roja. El tipo de la cara regordeta había consumido lo que le quedaba de fuelle en cantar gol. Me dio la impresión de que se llevaban a un muerto feliz y me dejaban una gran pena. Con esa sonrisa petrificada se iban mis pistas. En ese momento sí me sentí de espaldas al campo y, además, ciego. Y faltaba todo el segundo tiempo.

Lo elegí por comodidad. Me lo indicó el cuello. No tenía que esforzarme. Fue una grata coincidencia. El fútbol corría por sus venas. Era muy expresivo y en los surcos de su apergaminada cara por los kilos de más se podía predecir el futuro de una jugada. Sólo tenía que girarme un pelín cuando el gol le llenaba la boca, le rellenaba la cara, se tambaleaba en su cuerpo y salía por sus cuerdas vocales. Lo cantaba dos segundos antes. No había la más remota posibilidad de que el jefe me diese la chapa con el manoseado reglamento. Nadie se daba cuenta. Él tampoco.

Antes de que la pelota llegase a las redes, él ya estaba gesticulando de pie y yo medio girado. En toda una Liga le conté dos fallos y con eximentes. En el primero, el árbitro señaló fuera de juego. Ni las imágenes congeladas de televisión pusieron a los expertos de acuerdo. En el segundo, la pelota le jugó una mala pasada. Es redonda, como los palos metálicos de ahora. Es incierta. La pelota se estrelló en un palo, se dejó ir por el cauce de cal de la línea de gol, tocó en el poste gemelo y, como todos los jugadores se quedaron paralizados, llegó mansa, casi se podría decir que tropezó contra el hierro e, incomprensiblemente desde las leyes físicas, se ciñó imantada al poste y se marchó fuera. Yo también celebré ese gol.

Supuse desde un principio que de crío fue un gran central. Gordo, el último en ser elegido en las pachangas de los recreos, pero, cuando la campana del colegio daba por finalizaba la justa, regresaba a clase sintiéndose el mejor del partido. Me lo puedo imaginar al corte. Se anticipa a la jugada porque si lo pillan en carrera lo crujen, controla la pelota, la baja al piso y la juega al pie.

También en la grada sus gestos eran seguros e instintivos. Repetía siempre los mismos. En un par de partidos, gracias a él, ya había colocado los andamios para entender de espaldas cómo se estaba repartiendo el encuentro. En media docena, ya podía saber quién y cómo gobernaba la pelota. Si se inclinaba expectante en el asiento, era Fran, un trilero con el balón. La ceja izquierda levantada anunciaba que Scaloni entraba en escena. También había un elemento sorpresivo, aunque con Fran casi siempre eran agradables. Sacar a Tristán me costó más trabajo. La facilidad para crear una gran jugada y afearla en el mismo viaje por no soltar la pelota lo dejaban con la sonrisa caída. Y a mí también. Esa sonrisa era la que delataba a Valerón. El Flaco, como lo llamaban por su carrera esmirriada, contagiaba alegría a la grada, al árbitro, al rival y a sí mismo. Valerón estaba aquella noche jugando tal y como era. Y se trata de un tipo que asistiría con una sonrisa a su propio entierro. Cuando el balón llegaba a Luque, sus ojos se resguardaban en el fondo de las cuencas para ampliar el campo de visión. No se perdía ni un metro de la arrancada. Con Pandiani se llevaba siempre las manos a la cabeza. Cuando ascendían, a continuación a Pandiani le caía un aplauso. Si, por el contrario, descendían, había tormenta de abucheos.

Nunca había esperado un partido con tanta impaciencia. Quiero suponer que fue la misma que lo consumió a él en 43 minutos. No sucedió hace tanto tiempo, pero hago constar que me provoca un daño irreparable recordarlo. Los hechos aquí detallados ocurrieron el 4 de mayo de 2004. El Deportivo jugaba el partido de vuelta de los cuartos de final de Liga de Campeones contra el Milán en Riazor, su estadio. En la ida habían quedado 4 goles a 1 a favor de los italianos, pero A Coruña se conjuró para la remontada gracias a la catársis colectiva de un pueblo indoblegable. Al día siguiente solicité el traslado. No lo hice por un problema de conciencia respecto a mi actuación, la que tanto parece desvelarles, sino por salud mental. A alguien que ama tanto el fútbol no se le puede castigar todos los días cara a la pared y, además, vendarle los ojos para que no pueda entretener la espera contando los puntitos del gotelé.

Yo tenía talento. Pero no con los libros y sus aristas. Era un demiurgo con la pelota, redonda como una metáfora certera. Mi padre me zancadilleó cuando se me presentó la primera oportunidad de ganar dinero con el fútbol.

-Si juegas, yo no te pago la carrera –dijo.

No sé para qué quería que acabase una carrera. Yo, que nunca había ahorrado las carreras por la banda, estirando la línea de cal hasta encontrar un aliado para regalarle un centro me encontré estudiando Derecho para aplacar la gran frustración de mi padre.

En un campo de fútbol era feliz. Jugaba de medio estorbo, como se choteaban los compañeros del equipo, pero, como el aficionado regordete en el cole, siempre me iba del partido con la satisfacción de que nadie podía discutir que había sido el mejor.

Quizá piensen que estoy divagando, pero creo que es necesario que conozcan estos detalles para que puedan comprender por qué una persona se queda atrapada en un momento y tarda unos segundos en pulsar un puñetero botón porque a un tipo se le ha subido un gol a la cabeza. El más perjudicado fui yo.

Parecía imposible por plantilla y presupuesto la remontada, pero sucedió. Él no vio el cuarto gol de Fran en el segundo tiempo. Tampoco yo. Se fue en el tercero, que ya daba la clasificación, con una sonrisa en su cara de muerto. Del segundo tiempo no puedo hablarles más que de murmullos imprecisos. La primera parte podría compendiar todas las teorías de Einstein por la velocidad a la que se disputó. Con sinceridad, creo que su corazón no pudo resistir el bombeo continuo de los dos equipos.

Gracias a él pude ver los 45 minutos más desmelenados que se recuerdan por estos pagos. En el minuto once se llevó las manos en la cabeza, amagó con la pierna derecha y soltó un latigazo con la izquierda. Me giré y vi a Pandiani cuando comenzaba el gesto. Así sucedió. Empezamos a creer.

Ocho minutos después sus ojos se cobijaron en las cuencas, por un gesto con el codo supe que Luque centraba y me giré para contemplar como Dida se tragaba el centro y como Valerón sonreía antes de cabecear a las redes.

Me sorprendía porque se anticipaba a la jugada. Cuando la grada saltaba para celebrarlo, él ya reposaba la euforia. Quedaba extasiado, sin poder espantar una sonrisa de retrasado.

Ya pisamos el instante esperado. Para mí es un mal trago. Espero no decepcionarles con la narración. Sé que es un momento importante. Muere un hombre. Él, nunca supe su nombre ni le puse un apodo cariñoso, se levantó cuando Molina, el portero, pateó en largo el cuero. Se agachó, indicando que la defensa se la había tragado el pelotazo, sus ojos se refugiaron en las cuencas para ampliar su campo de visión y se echó hacia atrás para correr. Emuló cada zancada de Luque y se escoró hacia la derecha para chutar a la escuadra que se encontraba a su izquierda. Asistí a toda la jugada de Luque, aunque esta vez no lo perdí a él de vista. Antes de que entrase la pelota, ya estaba vencido sobre el aficionado de abajo y sobre su novia, Pobres, nunca faltaban a un partido en Riazor y puedo garantizar que no vieron el gol que ponía por delante al Dépor en la eliminatoria.

Él y yo lo habíamos visto antes. A continuación apreté el botón y dije con voz firme: “Ataque cardíaco en el Asiento 44-Fila 12”. Después de intentar reanimarlo unos tres minutos se llevaron a un muerto feliz, según mi modesta opinión.

¿Cuánto tardé en avisar del suceso? Si se intenta pesar mi responsabilidad, creo que Luque también tendría que ser llamado a declarar.

Cordialmente,

Jesús Arjomil.

CONFESIÓN JURADA DE JESÚS ARJOMIL, AGENTE DE SEGURIDAD DE RIAZOR.

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