¿Vuelve la naturalidad?

Kate Winslet, actriz, en la serie Mare of Easttown. HBO.
Kate Winslet, actriz, en la serie Mare of Easttown. / HBO.

La aparente superación de los estereotipos de belleza que desarrolla Kate Winslet en una serie de HBO es un consuelo en esta pandemia.

 

Poder ver la miniserie de HBO Mare of Easttown ha sido algo de lo agradable que ha podido traer el pasado mes de mayo. Su actriz principal, Kate Winslet, y el equipo de este relato han sabido traducir en imágenes la normalidad de muchas vidas, lo que es de agradecer en momentos tan duros como los que ha traído consigo esta peste. Lograr que en los siete capítulos emitidos todo haya parecido cercano a como suelen ser las vidas de la mayoría de las personas, sin que parezca falso, impostado o tan bonito como artificial y de bote, no es fácil. Si se hace caso a lo que la actriz ha dicho al The New York Times, buena parte del éxito de lo que está al alcance del común de los mortales se debe a su empeño en vestir ropas creíbles, mostrar los rasgos propios de su edad –sin afeites encubridores de las magulladuras del tiempo- y con las torpezas y desaliños que solemos tener todos.

Sencillez natural

La actitud tiene mérito porque la ha defendido una persona que, al parecer, ha tenido contratos millonarios con las industrias de la cosmética. Pero, aun así, la idea de que la belleza no está solo en la ligereza y tersura de rasgos juveniles, en quitarse las patas de gallo, ponerse silicona en las carnes prominentes o cuatro pelos en la calva reluciente -siempre para parecer más guapo/a ante los demás-, entra en crisis en esta miniserie y será un descanso si prosigue en las entregas que vengan. Todo será banalidad, sin embargo, si se queda en gesto que, de añadido, sería increíble si se reinterpreta como mera promoción.

De momento, puede ser ocasión adecuada para ponernos de acuerdo con nosotros mismos en si la belleza de verdad es la que va de dentro afuera y no a la inversa, o en que el ser es más importante que el tener. No es baladí conciliarnos en que las apariencias solo son eso, apariencias, y que la cursilería tiene poco que ver con la naturalidad que traslucen las personas y cosas realmente hermosas. Si la pandemia dejara esto como enseñanza relevante, sería valioso en medio de tantas miserias como sigue destapando. Rescatar lo que siempre merece la pena y que siempre apreciamos, por encima de toda moda cambiante o de cualquier motivación de marketing sinuoso, puede que no esté en el programa de la miniserie de HBO, pero tal vez debiera estar en el de toda persona de bien que quiera tener el control de su autonomía personal.

En el trasfondo de lo que mostramos a diario con nuestra maneras de estar aceptables ante los demás –y de cuantas deciden que los demás nos gustan y nos parecen sociables o simplemente tolerables-, hay todo un cúmulo de percepciones, modos de mirar y ver, susceptibilidades, prejuicios y juicios interpretativos que, en su mayoría no son nuestros, sino fruto de una larga serie de actitudes generacionales que nos son transmitidas por la educación familiar, escolar y, sobre todo, ambiental.. El cine, la TV, la moda, la aceleración de los cambios de costumbres y la movilidad social, sobre todo desde mediados del siglo pasado -o la dependencia de las TICs en los últimos años-, ponen en juego nuestras concepciones estéticas, lo que está bien y lo que está mal, lo que se lleva y lo que no, lo que se queda anticuado y lo que debe uno ponerse, hacer o decir.

Como en tantas otras cosas, estas discrepancias entre lo bello y lo que no, la elegancia y la tontería, lo suntuoso y lo sencillo, recorre una gran parte de la Historia del Arte y, en ciertos aspectos, también la de la Filosofía, de la Ética y la Política (tan unidas para Aristóteles), sin contar con que, a menudo, lo que nos parece emanar sencillez, encierra gran demostración de riqueza. Sucede, por ejemplo, con algunos cuadros flamencos, en que el azul lapislázuli luce bellísimo, en vestidos sobre todo; en los contratos de los pintores, sin embargo, su coste era sensiblemente superior al de muchos otros colores y, por tanto, el burgués que tenía en su casa uno de estos cuadros con esa gama de color demostraba a sus visitas el potencial de su riqueza.

Como Dios manda

No es tan sencillo parecer natural y serlo; bajo la apariencia de naturalidad también se nos venden a diario muchas mentiras. Cabe desconfiar, sobre todo, de todo aquello que, en esta época de bulos y, al mismo tiempo, de defensa creciente de los ecosistemas naturales, suele etiquetar como sinónimos estos tres significantes: “natural”, “sentido común” y “como Dios manda”. Casar las tres cosas sin desentonar ha llevado lo suyo y buenas peleas hubo entre científicos y providencialistas; buenos apaños han hecho todas las gamas del conservadurismo para defender así cosas increíbles y hasta infumables, pero ahí están, imperando tan ricamente en nuestros modos de hacer, decidir y entendernos.

Cuando los caminos de la Ciencia empezaban a distinguirse de los de la credulidad mal informada, Francis Bacon ya delimitó, en 1620, los cuatro principales “ídolos de la tribu” que suelen descarriar todo intento de claridad en cualquier asunto; su Novum organum marcó un hito para toda ampliación del conocimiento, algo muy distinto de lo que el supuesto “sentido común” impedía prejuiciadamente saber. Del “como Dios manda” –que algunos partidismos esgrimen para validarse-, ni siquiera en el Vaticano lo tienen claro; después de que Pío IX –en la Constitución Dogmática Aeternus Deus (18.07.1870)- equiparó la Verdad, la Tradición y lo que había que creer, se han hecho un lío; Pío X exigió a sus curas en 1910 que, antes de ser clérigos, hiciesen el “Juramento antimodernístico”, cuyas tesis –contradictorias con la modernidad social, política y económica en que andaban los mortales desde 1789- estuvieron vigentes oficialmente hasta 1967. El amago de apertura que el Concilio Vaticano II había adoptado frente a la cerrazón, puso en evidencia la provisionalidad de poner tras la máscara de Dios cualquier idea que se quiera erigir como norma absoluta de conducta o, peor, pautas que en el Evangelio son denostadas como pura hipocresía de “sepulcros blanqueados”.

En todo caso, las apariencias de sencilla simplicidad no son nada si no tienen coherencia con lo que el interior de las cosas o personas nos transmite en su quehacer. El filtrado por el que en nuestra conciencia entra la fiel conexión entre ambas partes es la mejor garantía de la elegancia; lo que no  existe en tantas y tantas poses entre las que circulamos a diario. Pero es la estética que, traslucida en Mare of Easttown, ha interesado a muchos televidentes. @mundiario 

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