La Casa

Setos en una gran casa. / Pixabay
Setos en una gran casa. / Pixabay

Cuando la tarde agonizaba me encontré solo y acostado en una napoleónica cama en donde unas sábanas blancas de lino fino cubrían mi desnudo cuerpo y una fulgurante antorcha iluminaban la habitación... / Relato.

Ciertas casas y lugares específicos poseen para mí como una expresión melancólica de un pasado que ha quedado como aletargado en sus paredes, en el piso, en la atmósfera, en sus objetos y en cada rincón en donde lo ignoto y remoto se me convierte en un enigma. Eso fue precisamente lo que me sucedió un día cuando llegué a la villa de León.

Con el bermejo crepúsculo de la mañana llegue a un callejón en donde el camino empedrado de las percepciones espirituales me hizo ver al fin un villorio a la orilla de un río. Y al  bajar la pendiente tapizada de piedras de mar llegué directamente al pretil de hierro de una medieval casa en donde el monte y las hiedras se habían apoderado de las oxidadas rejas que al ser abiertas crujieron sobre sus goznes. Luego crucé un terreno baldío hasta llegar a unas enhiestas puertas de madera que se  encontraban abiertas, y al entrar pude percibir todo el peso del tiempo de aquel solariego lugar. Muebles viejos estilo Luis XIV por aquí, pinturas rotas al óleo de paisajes parisinos por allá, cofres podridos de cuero crudo, desvencijadas mesas rococó, vetustos trajes esnobistas y chisteras empolvadas, bastones con empuñaduras de oro,  telarañas de espejos romboidales, apolilladas vitrinas, una polvorienta biblioteca escolástica repleta de galimatías platónicas y por último en un lúgubre rincón  una vieja berlina llena de telarañas y murciélagos  con las ruedas rotas. Todo en derredor era una sorpresa aterradora para cualquier arqueólogo de la palabra como yo.  Pude ver además al otro lado de la espaciosa estancia un oscuro corredor y al final del mismo una extraña luminosidad que llamó mi atención.  Yo, con paso sigiloso atravesé aquella estadía y muy silenciosamente me adentré en el oscuro túnel figurándome el conducto que algunos dicen  han visto al momento de morir.

Al llegar a la claridad, los rayos del sol como un reconfortante aguacero primaveral me presentaron un vergel de girasoles, pájaros y mariposas que revolotearon con mi presencia y debajo de un álamo que remojaba sus ramas en las aguas del ríos se encontraba una mujer de cabellos grises vestida a la usanza de la época renacentista estaba de espaldas y sentada en una banca estilo barroco. Lentamente me acerqué a la madame Bovari de mi visión haciendo crepitar las hojas secas bajo mis pies  y antes de llegar a su lado ella se volteó a verme con una arrebolada sonrisa diciéndome, -gracias al cielo al fin has decidido venir a verme. Llevo mucho tiempo esperando tu llegada. Yo me quedé mudo y asombrado, y ella de inmediato agregó- no tengas miedo que puedo escuchar los pensamientos de tu corazón, siéntate,-  y  tomando una caja de música que tenía a su lado comenzó a darle vuelta a una manivela que emitió una paralelepípeda y meliflua melodía de gaita francmasónica que me hizo entrar en trance. Y fue  precisamente en ese instante cuando miré cambiar el aspecto de la mujer y pude comprender claramente a Rilke ¨ un ángel es terrible…¨, aunque para mí un ángel también es un misterio. Con la música en mis entrañas tomó mi mano y me condujo tímidamente a las gélidas aguas del antiguo Sena, de aquel diáfano rio del placer en donde pude comprender al fin al maestro Octavio Paz, ¨ falo el pensamiento, vulva la palabra¨. Porque en una borrascosa cópula del éxtasis de la anhelada pasión logré al fin conocer el principio de la poesía.

Cuando la tarde agonizaba me encontré solo y acostado en una napoleónica cama en donde unas sábanas blancas de lino fino cubrían mi desnudo cuerpo y una fulgurante antorcha iluminaban la habitación y pude apreciar el voluptuoso cuerpo de la mujer hecha carne y sangre que se encontraba nítidamente pintada al óleo en el cóncavo y convexo techo del cuarto. Me levanté del tálamo asustado y vistiéndome con premura salí de la habitación con antorcha en mano, crucé el oscuro túnel imaginando la transmigración de las almas al infierno, hasta llegar a la espaciosa estancia de entrada en donde me detuve un momento para iluminar por última vez el lugar llamándola varias veces por su verdadero nombre: ¨Abigail…¨, ¨Abigail…¨ y al no encontrar respuesta alguna abandoné la casa con su presencia en mi corazón. Y cuando finalmente en pleno plenilunio me encontraba subiendo el empedrado camino del callejón de las percepciones espirituales al voltear a ver atrás de inmediato pude sentir mi cuerpo petrificado al mirar arder la colonial casa en donde el vate metafísico Alfonso Cortés un día perdió la razón envuelta en unas enormes lenguas de fuego. @mundiario

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