El viento nos llevará, una magnífica muestra del genuino cine de Kiarostami

Fotograma de "El viento nos llevará", de Abbas Kiarostami
Fotograma de "El viento nos llevará", de Abbas Kiarostami. / Productora.

Lo poético domina esta historia, tanto por el recitado de versos en varios de sus momentos, como por unas imágenes siempre sugerentes

El viento nos llevará, una magnífica muestra del genuino cine de Kiarostami

El viento nos llevará (1999) es una de las mejores películas de un director, el iraní Abbas Kiarostami, que realizó un cine plenamente personal, al margen de los convencionalismos, en busca de una autenticidad poética apoyada primeramente en la visión documental de su país, extrapolando finalmente su aguda mirada a países como Italia o Japón. 

El protagonista de la historia es Bezhad, el responsable de un equipo de filmación encargado de realizar un reportaje sobre los ritos funerarios en una ciudad lejana, a setecientos kilómetros de la capital, en pleno territorio del Kurdistán. El escenario de ese ansiado documento es un pueblo de lo más exótico para nosotros, pero parece que también para un habitante de Teherán como lo es el protagonista. Desde los primeros planos, nos sentimos inmersos en una belleza inusual, en terrenos áridos, en una naturaleza tan deslumbrante como cicatera. 

El pueblo al que acude ese equipo está bellamente incrustado en la pendiente de una pequeña montaña. Sus casas son de adobe o terracota. Los continuos desniveles son salvados por simples escaleras de mano. No vemos apenas los interiores de las casas. La cámara se queda fuera. De donde se instalan los tres integrantes de la expedición, solo conocemos la parte exterior, en la que transcurre cada amanecer del protagonista. El mundo interior es preservado de la intrusa mirada del hombre curioso que llega de la supuesta civilización. Y solo hay una excepción, que parece incluida para decirnos que debemos respetar la privacidad de esas gentes remisas. Bezhad va a buscar leche y le han indicado una casa concreta para obtenerla. Allí, la madre le dice que puede bajar al sótano, que su hija se la proporcionará. Pero ese sótano está terriblemente oscuro. Solo una antorcha, que la joven nunca elevará del suelo, para no ser vista por el forastero, ayudará a este a no tropezar. Mientras ella ordeña la vaca, él, en su oscuridad, recitará un poema de su compatriota, la poeta feminista Forugh FarrojzadEl viento nos llevará, y que funciona como núcleo fundamental de los temas a los que se acerca esta película: la muerte, la fugacidad de la vida y el inmenso valor del presente: ​

En mi noche, desgraciadamente tan breve,
El viento está a punto de conocer a las hojas.
Mi noche es tan breve que está llena de una angustia devastadora.
¡Escucha! ¿No oyes el susurro de las sombras?
Esta felicidad también me es ajena.
Estoy acostumbrado a la desesperación.
¡Escucha! ¿no oyes el susurro de las sombras?
Ahí, en la noche, sucede algo.
La luna está roja y ansiosa y se agarra a este tejado que está a punto de derrumbarse.
Las nubes, como un grupo de plañideras,
Esperan el nacimiento de la lluvia.
Un segundo y luego absolutamente nada
Detrás de esta ventana,
La noche tiembla
Y hasta la tierra se detiene.
Detrás de esta ventana
Un extraño se preocupa por ti y por mí.
Tú, entre el follaje
Posas tus manos, esas memorias ardientes,
Sobre mis amantes manos.
Y entregas tus labios repletos de calor de la vida
Al tacto de mis amantes manos
¡El viento nos llevará!
¡El viento nos llevará!

Parece ser que esta película fue prohibida en su país, entre otras cosas, por esta escena que se consideró de “alto contenido erótico” en una cultura en la que la mujer soltera no tiene derecho a producir y ni siquiera aceptar la más mínima insinuación.  

Y es que lo poético domina esta historia, tanto por el recitado de versos en varios de sus momentos, como por unas imágenes siempre sugerentes, hechas de un esplendor que nunca claudica ante la imperante dureza. Y junto a esa poesía, el choque de culturas. La invasión de esos hombres capitalinos a los que no se les mira con simpatía, pero se les trata con impecable educación. Ocultan su proyecto porque resulta vergonzoso y comprometedor. En algún momento, no podrán dejar de sospechar su condición de carroñeros. Han acudido allí con la esperanza de que una mujer centenaria enferma muera en breve para poder regresar cuanto antes con el trabajo concluido. 

Pero, ¿cuál es la posición de Kiarostami en la película, pero también fuera de ella, al invadir ese pueblo remoto para su filmación? Encontramos cierta ambivalencia en su mirada. Por una parte, el respeto por la conservación de algunas hermosas purezas. Pero, por otra, una clara crítica a algunas servidumbres muy arraigadas. Las formas de trato son exquisitas. Resulta incluso cargante tanta formulista consideración. Aunque subyacen ciertos problemas de relación más ocultos, tal vez mitigados por el carácter tradicional de la discriminatoria sumisión.   

El concepto del trabajo es un tema importante. Los habitantes de ese pueblo presumen de su carácter laborioso, pero a la vez discuten el valor profesional de cada acción. Las mujeres parecen condenadas a las duras labores del hogar, que han de realizar sin rechistar, sin reconocimiento. Además, no cesan de parir. La vecina de los reporteros da a luz a su décimo hijo y a las pocas horas ya está en la brega del hogar. No vislumbramos la posibilidad de que hayan llegado hasta allí los liberadores electrodomésticos. No hay apenas comunicación con el exterior. Behzad, cada vez que quiere hablar con el móvil ha de subir hasta el monte donde está ubicado el cementerio. 

Uno de los personajes principales es el niño que le sirve a Bezhad de informador sobre la evolución de la salud de la anciana. Representa al ser honesto, insobornable, generoso y trabajador. Frente a él, ese hombre que, por momentos se muestra amable, pero sobre el que pesa la prioridad de lo útil. Así, cuando la anciana se resiste a morir, y él se enfrenta a la productora por ese imprevisto retraso, su nivel de frustración actúa contra la limpieza de su relación. El niño desea que esa mujer mejore; y él, exactamente lo contrario. Le molesta la incondicional bondad de ese niño, esa integridad que le impide mentir. “Si tienes buenas noticias, ven. Si no, no te molestes en regresar”, le dice. 

Bezhad ha llevado hasta ese remoto pueblo la civilización del estrés. En su desesperación, le da una patada a una tortuga para volcarla, para hacerle daño. Su malestar solo le genera malas acciones y pensamientos. Sin embargo, después, los espectadores comprobamos cómo ese inocente animal logra recuperar su posición. Es la lucha por la vida, por una vida como mandato oscuro pero abierta hacia la luz, como lucha sostenible gracias al ímpetu de la autenticidad. Un poco más adelante, Bezhad tendrá que detener su vehículo ante el paso de un rebaño; y allí observará a unos perros jugando a pelearse. Detrás de su rostro deprimido, adivinamos un embrollado procesamiento de esas imágenes que provienen de un mundo más lento, menos exigente, que el que le llega a través de las voces del teléfono. 

 “¿Hay alguna pregunta que no sepas? Quiero pedirte disculpas”. Bezhad se refiere a las preguntas del examen que está realizando el niño. Quiere reconciliarse, ahora que parece haber recobrado su mejor cordura, de nuevo la posibilidad de sus más generosos sentimientos. Y le explica su actitud con el símil de su coche, que, cuando llegó al pueblo, dejó de funcionar porque estaba exhausto. “Se esforzó demasiado y se agotó”. Y se justifica: “Un coche como los hombres puede agotarse”. Pero el niño no lo comprende, no lo acepta: “No has trabajado esta mañana, no estás cansado”. Bezhad insiste: “Sí, pero no siempre es esa la causa. Algunas veces, sin nada que hacer, también te agotas. Te vuelves loco sin nada que hacer. Le das vueltas a la cabeza”. Pero no convence al niño, que no le da la mano, y no sube al coche, como lo hacen sus compañeros después. Ha captado en él una forma de sentir que no es la que él aprueba. Ha visto un egoísmo demasiado latente. Es una terrible decepción, porque antes ese hombre le había preguntado: “¿Soy bueno?” Y él había contestado que sí. “Y cómo lo sabes?” “Lo sé”. 

Pero Bezhad encuentra una ocasión para resarcirse de su sospechosa situación en ese pueblo. En una de sus visitas al cementerio, para hablar por teléfono, oye un derrumbe. Es en el pozo que estaba cavando un hombre con el que había mantenido una escueta relación. Acude presuroso a buscar ayuda entre los paisanos. Trasladan al herido a un hospital en el coche que él presta. Finalmente, se sube a la moto del médico. El doctor cita un poema. Y luego le cuenta: “Cuando no soy de utilidad a otros, al menos aprovecho el tiempo. Observo la naturaleza. Es mejor que jugar al backgammon o no hacer nada. La ociosidad conduce a la corrupción”. Bezhad le habla de la terrible enfermedad, pero él le dice que existen cosas peores, como la muerte: “Cuando cierras los ojos a este mundo, a esta belleza, a las maravillas de la naturaleza, y la generosidad de Dios, significa que nunca regresarás”. La moto avanza entre la belleza del paisaje, entre campos de trigo. “Pero, dicen que el otro mundo es mucho más hermoso”, le dice Bezhad. “Pero, ¿quién ha vuelto de allí para contarnos si es hermoso o no?  Prefiero el presente a esas refinadas promesas. Y empieza a recitar: “Incluso un tambor suena melodioso desde lejos… Prefiero el presente”.

Ya desde la primera secuencia nos encontramos con una narrativa muy poderosa, con un lenguaje que está hecho de la relación entre la gran naturaleza y la digna o indigna pequeñez del hombre. El diferente calibre de los planos, su centrada visión o su ancha explicitud, están pensados para crear en nosotros una diversa mirada. El sempiterno todoterreno sirve de hilo conductor a una historia, en apariencia sencilla, pero nutrida de intensos contenidos, de significaciones muy hondas, de gestos muy sutiles. Los compañeros con los que el protagonista habla nunca se ven, como tampoco el hombre que cava el pozo. Se oyen, pero su voz es solo un contrapunto, un circunstancial acompañamiento. A quien seguimos es a Behzad, ese hombre activo, buscador, inquisitivo, que contempla un mundo apartado, anacrónico, con la avidez de quien va obtener un tesoro que llevarse a su terreno. 

Finalmente, Bezhad decide irse. Lo han abandonado sus desesperados compañeros. Se para ante la casa de la anciana enferma, y entonces ve la sombra de una persona y oye un llanto. Una mujer, tal vez, sale a dar la noticia. ¿Ha sucedido al fin? Se vuelve en dirección a su vehículo. No parece mostrar mucha alegría. Maniobra para salir, para marcharse, pero de pronto ve pasar una procesión de mujeres lastimeras. Coge la cámara y, frenético, dispara sucesivas veces. Ellas lo ven. Lo miran, pero no parecen entenderlo. Ahora él sí expresa una radiante felicidad, y también gratitud, tal vez respeto. Arranca el coche para partir y luego se detiene para limpiar el parabrisas. Coge el fémur que llevaba en el salpicadero, que le había dado el hombre que cavaba en el cementerio. Y lo lanza al pequeño riachuelo. La corriente lo arrastra, ante la indiferencia de unas ovejas que pastan en la orilla, inmersas en la plenitud de su absorbente existencia. @mundiario 

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